Restauración

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Fuente: Times of Israel

El transporte se bamboleaba, esquivando las columnas de humo que se elevaban de los edificios bombardeados y las barricadas que ardían en las plazas. Los combates habían terminado solo unas horas antes, y el alto mando revolucionario aún no había levantado la condición naranja, ya que podían quedar reductos de paramilitares de Acción de Vanguardia atrincherados en edificios de viviendas o de oficinas, esperando la oportunidad para tender una emboscada a las fuerzas de liberación. Al otro lado del río las operaciones continuaban; corrían rumores de que una columna blindada había sido detenida en la autopista elevada que daba acceso a los barrios ricos, tras cuyas murallas el ejército de la Alianza se había hecho fuerte ante el avance de los revolucionarios. Un transbordador había intentado evacuar a un grupo de oligarcas hacia la órbita, pero sus escoltas habían sido derribados y la aviación revolucionaria lo había obligado a tomar tierra en el astropuerto, donde sus pasajeros fueron hechos prisioneros.

Marco, con la carabina entre las rodillas, echó un vistazo por la ventana hacia las calles, allá abajo. Puntos de control en los cruces ondeando la bandera roja junto a las de las unidades y milicias, patrullas a pie de soldados de las Ejército Popular Revolucionario escoltando a equipos de relaciones humanas que abordaban a los ciudadanos confusos y asustados que empezaban a salir a la calle tras el fin de los combates y se interesaban por sus necesidades y el estado de sus viviendas y familias. A veces les daban suministros o medicinas, pero los furgones tenían una capacidad limitada; a la mayoría los dirigían hacia los centros de ayuda humanitaria que las fuerzas revolucionarias iban estableciendo a medida que avanzaba el frente.

Las pantallas gigantes que de ordinario decoraban las fachadas y las plazas estaban en su mayor parte apagadas o rotas; las supervivientes ya no mostraban la propaganda de la Alianza por la Libertad, sino mensajes revolucionarios: vídeos que revelaban las atrocidades de la Alianza, la pobreza, la explotación, el lujo de los oligarcas, la destrucción del medio ambiente, seguidos por los proyectos del Consejo Revolucionario y su desarrollo en las zonas liberadas. Marco sabía que había equipos de diseñadores y artistas trabajando en turnos, produciendo los impactantes carteles revolucionarios que mostraban las pantallas: puños alzados, estrellas rojas, bravos soldados enfrentándose a monstruos que portaban los emblemas de la Alianza y de Acción de Vanguardia. Los eslóganes aparecían en grandes bloques de letras doradas: “vientos del pueblo”; “rompiendo cadenas”; “a las barricadas”; “obrero, ¡despierta!”; “la tiranía se combate con cultura”; “ahora comienza la vida”; “¡Venceremos!”. Muchos eran fragmentos de los poemas y canciones revolucionarias que empezaban a emitir los altavoces, que, a diferencia de la neolengua artificial y formulaica que fomentaba la Alianza, estaban compuestos en las cuatro o cinco lenguas distintas que se hablaban en la región.

El transporte inició el descenso hacia una plaza frente a un enorme edificio cúbico, cuya fachada neoclásica contrastaba con el austero brutalismo de los bloques de viviendas que lo rodeaban, donde malvivía la gente pagando alquileres abusivos. Alguien había colgado una enorme bandera roja del Consejo Revolucionario Democrático del arquitrabe, mientras dos obreros suspendidos por arneses desprendían el enorme logo de bronce de Vita Nova que presidía el tímpano. El patio era una confusión de palés de suministros, cajas apiladas, vehículos y mensajeros que corrían de un lado para otro. Cuando el transporte se posó con un silbido, emitiendo nubes de vapor desde los motores, uno de los mensajeros se detuvo en su carrera, echó un vistazo al número de serie pintado junto a la cabina, y volvió a entrar en el edificio al trote, pasando entre los guardias armados de la puerta.

Marco y sus compañeros bajaron por la rampa, echándose las carabinas al hombro y con los cascos colgados del pecho, ya que no se esperaban combates. Aquella zona estaba prácticamente asegurada; de lo contrario ellos, que no eran soldados de primera línea, no estarían allí.  El piloto y el copiloto cerraron la cabina de un portazo y se fueron hacia la cantina que se había instalado, bajo un toldo, en un extremo de la plaza, en busca de un café o un bocadillo, mientras los pasajeros rodeaban el vehículo y se dirigían hacia la escalinata del antiguo edificio de Vita Nova. Allí alguien salió a recibirlos.

Era una mujer, no demasiado alta, con la mandíbula apretada y las mejillas marcadas por la tensión continua de la guerra. Vestía como una miliciana: mono azul abierto hasta la cintura, camiseta roja, pañuelo rojo en la cabeza, bajo el que asomaban mechones y una coleta de color castaño claro, y correaje de cuero sintético negro, con una pistola en la cadera y un fusil al hombro. Había poco que la distinguiera de Marco y los suyos, excepto por el armamento y la estrella roja de tres puntas que llevaba prendida en el pecho del mono. La acompañaban dos escoltas con subfusiles, vestidos de manera similar. La mujer le tendió la mano a Marco en cuanto llegó a su altura.

– Rosa Moret, comandante de la Brigada de Acero. Estos son Carlos y Alicia. Bienvenidos, camaradas.

– Marco Vega. Soy el jefe de la sección. Mis compañeros Lucía, Julia, Cosme y Fran. ¿Qué tenemos?

Moret les indicó que la siguieran y entraron en la cavernosa recepción del edificio, recién liberado de la poderosa corporación Vita Nova, que ofrecía toda clase de servicios de biotecnología y medicina a lo largo y ancho del espacio de la Alianza. No era la primera vez que Marco y los suyos se encontraban con uno de esos edificios, a los que se referían como “carnicerías”. Aunque la propaganda de la empresa, que aún les asaltaba desde las paredes aunque ya la estaban retirando, lo vestía todo de palabras bonitas como libre elección, altruismo, bioautonomía y autodesarrollo, lo cierto es que solo ofrecían dos tipos de servicios: los que facilitaban y mejoraban la vida de los ricos, y los que convertían a los pobres en máquinas de carne al servicio de los primeros.

– Es una instalación grande, bastante completa- decía Rosa-. Ya hemos enviado a un centro de acogida a unos veinte clones entre tres y dieciocho años. Los de servicios médicos están procesando a varias docenas de mujeres que tenían en la granja de gestación subrogada y en la de lactancia. Parece que estaban probando un nuevo régimen de hormonas para incrementar la producción, así que aún no sabemos si tendrán secuelas ni cuánto tiempo tendrán que estar en tratamiento.

– Desgraciados. Cuando uno piensa que no pueden dar más asco…

– Ya. Aún estoy esperando por los equipos de psicólogos, pero tienen demasiado trabajo en los centros de ayuda humanitaria. Mientras tanto hacemos lo que podemos.

Habían llegado a un gran vestíbulo que abarcaba toda la altura del edificio, rodeado de balconadas y escaleras que abrazaban los tres montacargas que ocupaban la columna central. Había sillas de plástico repartidas en hileras, orientadas hacia las pantallas que debían indicar el turno, pero ahora solo mostraban carteles revolucionarios. La comandante los guió hacia las escaleras que llevaban al primer piso.

– ¿Y lo nuestro?

– También es bastante grande. Tienen toda un ala dedicada a Fulgor Vitae, al menos un centenar de personas. De momento ya han pasado la revisión médica básica y parece que están bien, pero hay que intervenir antes de que en Fulgor lo den todo por perdido y empiecen a darle al interruptor.

La escalera les llevó hacia una puerta marcada con el logo de Fulgor Vitae, combinación del de Vita Nova y el gigante tecnológico Fulgor. Aquel proyecto, inicialmente secreto, llevaba al menos veinte años en marcha, y su revelación había sido uno de los detonantes principales de la revolución. Una parte considerable de los esfuerzos de agitprop del Consejo Revolucionario en territorio de la Alianza se dedicaba a exponer la realidad del programa y a disuadir a la población de participar. En consecuencia, Vita Nova y Fulgor eran dos de los principales enemigos de la revolución, y cada año invertían cantidades obscenas de dinero no solo en propaganda contrarrevolucionaria sino también en armar a los grupos de Acción de Vanguardia y financiar a terroristas en las zonas liberadas.

– No te preocupes – dijo Marco -. A menos que hayan mejorado mucho la encriptación y los protocolos de seguridad solo tardaremos unos minutos con cada uno.

– Ya estamos aquí.

Atravesaron una puerta para entrar en una sala enorme, ocupada por hilera tras hilera de literas con taquillas incorporadas. Algunas habían sido apoyadas contra las paredes para crear espacios nuevos, donde se habían colocado sillas y mesas dispares, seguramente rescatadas de otras partes del edificio o de las tiendas de campaña de los oficiales de la brigada. Los “activos” de Fulgor Vitae sentados a su alrededor comían y bebían o jugaban a juegos de mesa, mientras otros leían en las literas o conversaban. Durante la etapa anterior, Marco lo sabía porque había visitado muchos de aquellos centros, no se les permitía prácticamente nada. Cuando no estaban trabajando estaban durmiendo o disfrutando de su escaso tiempo libre en la propia litera. Comían en refectorios comunales, hacían ejercicio por grupos en el gimnasio de la empresa, consumían solo su propaganda audiovisual disfrazada de entretenimiento y no disponían siquiera de un rincón en el que reunirse a conversar sin supervisión.

No hacía falta más que mirarlos para saber que la mayoría eran inmigrantes. Algunos de otras zonas del planeta, pero Fulgor Vitae los prefería extraplanetarios, e incluso llegaba a trasladarlos de un mundo a otro a la fuerza. Así estaban aislados de cualquier base social y no podían escapar, sencillamente porque no tenían a dónde ir. Muchos de ellos ni siquiera chapurreaban los idiomas locales, aunque la compañía se aseguraba de que conocieran las órdenes básicas en neolengua, lo suficiente para trabajar y poco más.

– Hemos instalado el puesto en la antigua enfermería – iba diciendo Rosa-. Si necesitas algo díselo a Marta, es la responsable de la planta.

Marta les esperaba al final del dormitorio junto con dos personas más, todas vestidas de milicianos, pero con el emblema de Seguridad en el pecho. Hechas las presentaciones, y tras indicarles dónde estaba de su despacho, les abrió la puerta de la enfermería, anexa al dormitorio principal, donde los médicos de Vita Nova habían llevado un seguimiento de los trabajadores hasta la llegada de los revolucionarios.

El equipo de Marco ocupó sus posiciones con eficiencia y rapidez. Tampoco necesitaban mucho: solo una mesa y una silla cada uno, una fuente de energía auxiliar y espacio para que los pacientes esperaran su turno. Le gustó el detalle de que hubieran situado una camilla junto a cada mesa, para facilitar la comodidad de los pacientes en lugar de hacer que se sentaran. Cada espacio de trabajo estaba oculto por un biombo, y había jarras con agua y vasos en cada mesa. Rosa les dejó unos minutos para familiarizarse con el lugar antes de ponerle una mano en el hombro a Marco.

– Te voy a dejar con lo tuyo, que aún tengo muchísimo trabajo aquí. El Comité de Operaciones quiere empezar con las expropiaciones inmediatamente, antes de que los oligarcas empiecen a vaciar las cuentas, y todavía no tenemos ni siquiera una lista de todas las industrias, empresas, filiales y demás que tienen aquí las corporaciones.

– Claro, no te preocupes. Nosotros de momento no necesitamos nada más. Bueno, una cosa, ¿se sabe algo de la distribución de las propiedades liberadas? Nos prometieron un local para poder trabajar tranquilos en la fase de limpieza de redes.

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Fuente: upstatebusinessjournal.com

Siempre pasaba igual después de liberar una ciudad: Fulgor, que producía la mayor parte de la electrónica doméstica y de las infraestructuras y su software, comenzaba a explotar puertas traseras y otros agujeros de seguridad para espiar a los revolucionarios a través de las cámaras y micrófonos embebidos en los dispositivos de los civiles, bloquear los anuncios y agitprop revolucionarios, introducir virus en los sistemas, o simplemente desactivarlos. Había habido más de un incidente grave en las primeras fases de la revolución, cuando las plantas de energía dejaban de funcionar de un día para otro, las señales de tráfico se volvían locas, o las compuertas de una presa se abrían solas. Los equipos informáticos como el de Marco tenían que dedicar semanas cada vez a cerrar las puertas traseras, bloquear el acceso remoto y construir redes alternativas; cada vez que desarrollaban un protocolo eficaz, el enemigo descubría otra forma de introducirse en las redes seguras.

– El subcomité presentará el informe preliminar mañana al Comité para que lo apruebe. No sé detalles, pero me imagino que lo de siempre. Los edificios con valor artístico serán convertidos en bibliotecas, museos y centros sociales y culturales, las oficinas pasarán al Gobierno provisional revolucionario, y las viviendas de los oligarcas serán divididas en apartamentos para alojar a los desplazados o los que vivieran en condiciones indignas antes de la liberación. Con suerte podremos encontrar un espacio para el equipo en uno de los almacenes de las corporaciones o en sus oficinas.

– ¿Conoces a alguien en el subcomité?

– Sí, ¿quieres que hable con ellos a ver si lo han tenido en cuenta?

– Te lo agradecería, la verdad. Necesitamos buenas conexiones de red, energía segura que no se nos vaya a caer, y montones de agua y barritas energéticas.

– Veré lo que puedo hacer.

– Gracias, comandante. Hasta luego.

– Hasta luego, camarada.

Marco dejó la carabina apoyada en la silla, donde no sería visible desde la camilla, y sacó de su petate los cables y conectores que iba a necesitar para su trabajo. Como sus compañeros, no llevaba camiseta bajo el mono; uno de los cables iba de la fuente de energía auxiliar a un puerto situado en su plexo solar, y otro, conectado a su torso justo encima del ombligo, terminaba en un adaptador del que salía un manojo de cables marcados con anillas de diferentes colores. A los de Seguridad no les costó más que unos minutos organizar a los trabajadores en cinco grupos y empezar a hacerlos pasar.

El primer paciente no debía tener más de quince años, y solo se pudo entender con él en neolengua. Hizo una anotación mental para recordar que debía solicitar al Comité de Operaciones que les proporcionaran intérpretes para este tipo de misiones. Cuanto antes erradicaran la maldita neolengua mejor. El chico estaba flaco y ojeroso, y cuando se levantó la camiseta Marco pudo contarle las costillas. Insertó los cables en los puertos de plástico negro que le salpicaban el torso y esperó mientras sentía cómo su percepción se expandía y las ventanas de estado de conexión empezaban a aparecer ante sus ojos.

El chico estaba prácticamente hueco. Corazón, hígado, bazo, uno de los pulmones, los dos riñones y parte del intestino delgado eran todos artificiales, reproducciones baratas que Fulgor les daba para reemplazar los órganos que le vendían a Vita Nova para que se los implantara a oligarcas y ricachones cuyos cuerpos empezaban a fallar por los excesos. Un detalle que no sabían hasta que salían de quirófano era que el dinero de la venta iría casi íntegro a pagar los reemplazos, y eso aún no cubría las licencias de uso, las actualizaciones y el mantenimiento del software.

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Fuente: Vladislav Ociacia en artstation.com

Para pagar eso estaban allí, esclavizados durante años: Fulgor les “conseguía” trabajos con Ergon, la megacorporación que afirmaba no ser más que una plataforma que ponía en contacto a ciudadanos y empresas con trabajadores autónomos, a los que, en concepto de gastos y comisiones, solo dejaba con unas migajas de sus míseros sueldos, de donde aún debían pagar impuestos y la “deuda” contraída con Fulgor, además del alojamiento, la asistencia médica y la comida. A fin de mes no solo no les quedaba nada, sino que a menudo aumentaba su deuda.

– ¿Dónde pasióndevida? – preguntó en neolengua mientras le servía un vaso de agua; odiaba la palabra para “trabajo”, sobre todo por la hipocresía, especialmente viniendo de un idioma cuyos promotores en la Fundación Sofia Felix, vendían como “científico, objetivo, neutral y técnico”.

– Cendistrib. Siete a nueve.

Un centro de distribución, una planta logística. Tenían a aquel chico flacucho cargando cajas de mercancía, seguramente a pulso o con ayuda de algún instrumento rudimentario, catorce horas al día, alimentándolo con bazofia barata y exprimiéndole incluso el poco dinero que le pagaban. Marco sintió la bilis subir por la garganta, pero se controló. Tenía un trabajo que hacer, y tenía que hacerlo ya.

Los órganos artificiales parecía que funcionaban bien, al menos todo lo bien que podían funcionar aquellas copias baratas impresas en 3D con materiales de segunda fila. Por eso no se las ponían a los oligarcas: estos preferían órganos frescos y jóvenes, sabiendo que la terapia genética evitaría el rechazo, en lugar de quedar vinculados de por vida a Fulgor, que retenía el control del software y el mantenimiento. Ningún ricachón iba a ir a actualizar la programación de su nuevo hígado a una oficina de Fulgor Vitae; eso era para pobres. Ellos se implantaban uno nuevo, lo destruían en poco tiempo, y compraban otro. Los mejor situados encargaban un clon entero para hacerse una renovación completa cada veinte años sin necesidad de terapia de compatibilidad. Marco recordó a los jóvenes que ya estaban en casas de acogida; el movimiento de liberación de los clones, que solo en espacio revolucionario tenían derechos humanos y eran considerados personas, era uno de los principales componentes de las Fuerzas Revolucionarias Democráticas.

Una vez comprobado el estado general de los órganos artificiales llegaba la parte delicada. Marco accedió al código de regía su funcionamiento y comenzó a cargar sus propias herramientas informáticas: buscadores, sondas, programas de bloqueo, de reparación y de corrección. La primera tarea era cerrar todas las posibles conexiones externas de los órganos y sus puertas traseras, para evitar que Fulgor las utilizara. Como hacían con las infraestructuras y la electrónica, no era raro que introdujeran actualizaciones destructivas o directamente desactivaran los órganos artificiales de los esclavos “para proteger sus activos y propiedad intelectual”. A Marco se le había muerto más de uno en medio del proceso, cuando su corazón se paraba sin previo aviso o su intestino dejaba de procesar los alimentos y empezaba a contaminar a propósito el flujo sanguíneo.

Había que conseguir que los órganos siguieran funcionando, pero sin permitir el acceso desde el exterior, al menos hasta que los cibernéticos de las Fuerzas Revolucionarias pudieran desarrollar e implantar nuevos reemplazos libres de malware. Mientras iba limpiando el código con el mismo cuidado con el que un restaurador raspaba el hollín de un cuadro, Marco pensó que era lo mismo que estaban haciendo con la sociedad: expulsar a los elementos destructivos que, por puro despecho, estaban dispuestos a destruirlo todo si no podían salirse con la suya, y restaurar el resto  para mantenerlo en funcionamiento como mejor podían mientras construían algo mejor.

No iba a tardar más de cinco minutos con el chico, pero la tarea de la revolución iba a durar décadas.

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