Los Que Roen (2)

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Fuente: pixabay

El aire del amanecer era frío y la luz gris. Una brisa errática sacudía las ramas secas de los árboles que habían quedado en pie en el cementerio, al otro lado de la tapia, y arrastraba torbellinos de hojarasca. La figura espigada del padre Martel, envuelta en su sotana negra, parecía uno más de los cipreses que rodeaban el camposanto.

– Ni hablar. Esto es terreno sagrado.

El viento agitó el capote de Dimitri como unas alas oscuras. Aunque el sacerdote le sacaba una cabeza, parecían un reflejo el uno del otro, dos figuras magras y negras, opuestas, envueltas en ropajes flotantes. Pero el padre Martel estaba solo, y detrás de Dimitri estaba Iosif, el guardaespaldas de las dos viajeras, y los cuatro jornaleros errantes, todos armados y arrebujados en sus capas. A su espalda, una densa nube de humo negro ascendía entre los tejados: la pira funeraria de la criatura que había atacado la posada de Alois Gros pocas horas antes.

– No lo era tanto cuando usted mandó profanar los cuerpos de todos los muertos del pueblo. Déjenos pasar, por favor.

– ¡Yo no he profanado nada! – graznó el sacerdote -. Los cuerpos mostraban signos de la maldición. Los purificamos y liberamos sus almas, que ahora están con el Altísimo en…

– Lo que usted diga, padre – Dimitri estaba cansado; apenas había dormido, y las heridas le dolían pese a las vendas y los ungüentos, y no tenía fuerzas para discutir -. Pero no es suficiente. Anoche un gul atacó la posada del señor Gros.

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El sacerdote torció la boca bajo la prominente nariz, como si hubiera mordido algo amargo.

– Suponiendo que eso sea cierto, ya lo han matado, ¿no es así? No necesitan entrar al camposanto. Ahora, largo de aquí.

– Los gules son gregarios, padre. Nunca están solos. Tienen un nido en su cementerio y necesito entrar para…

– ¡No pienso dejar entrar en el camposanto a un hechicero pagano!

Dimitri iba a replicar, pero la mano de Iosif en su hombro le hizo apartarse a un lado. El guardaespaldas se adelantó hasta quedar frente al sacerdote; ya no podía el padre Martel mirar a su oponente desde su altura superior. Iosif apartó a un lado la pesada capa de viaje para dejar al descubierto la túnica de lana, los pantalones anchos metidos en las botas, y el cinturón claveteado con la enorme hebilla de plata, del que colgaban un sable, varias dagas y dos pistolas. Los labios apretados del sacerdote temblaron al ver las armas, pero no se movió. El otro se pasó una mano por la cabeza, rapada en los lados y la nuca, con cierta exasperación.

– Mire, padre – tenía un acento cerrado, del este-. Seguro que a un fiel devoto sí lo deja pasar, ¿eh?

– Bueno, claro…

– Yo le garantizo que el hechicero pagano no va a profanar nada, pero tenemos que entrar.

– No pienso…

El guardaespaldas suspiró por debajo del poblado bigote y plantó una pesada mano en los hombros estrechos del cura.

– Ahora vamos a entrar. Gracias, padre.

– Pero…

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Fuente: pixabay

Iosif lo empujó suavemente a un lado, pese a las protestas del sacerdote, y con la mano libre abrió de par en par la verja entornada, dejando pasar a Dimitri y los demás mientras él contenía al padre Martel con una presión leve, pero suficiente como para dejarle claro que no era inteligente tratar de impedírselo. Cuando hubo pasado el último lo soltó y le besó la mano con cierta ironía.

– Gracias, padre. Espérenos aquí.

– ¡Blasfemos, infieles! – tronó el sacerdote, al verse libre -. ¡Ayuda! ¡Están profanando el cementerio! – pero Iosif y los demás ya se alejaban, y del pueblo no llegó más ayuda que algún rostro medio dormido atisbando tras los postigos.

Dimitri se había detenido en una encrucijada y se había arrodillado, con los jornaleros de pie a su alrededor, mirando nerviosamente a un lado y a otro. Iosif se acercó a zancadas, dejando atrás los bramidos del sacerdote, que sin embargo no se atrevía a cruzar la verja.

– ¿Qué haces?

– Encontrarlos. Solo llevará un momento.

Sacó algo de la bolsa que llevaba en bandolera: un trozo de cordel y algo pequeño envuelto en un trapo, que depositó en la tierra frente a sí. Trazó un círculo a su alrededor con un polvo blanco que sacó de otro saquito, y recitó unas frases sobre el conjunto antes de cortarse en la yema del pulgar con una cuchilla diminuta y dejar caer una gota de sangre sobre el trapo.

– ¿Qué es eso?

– Shhh.

Sin levantarlo del suelo, desenvolvió el paquete: era un colmillo, amarillento y mellado, con las raíces aún ensangrentadas, recientemente arrancado de la cabeza del gul que los había atacado. Enrolló el cordel en torno a la base y lo sostuvo verticalmente, como un péndulo. El colmillo permaneció inmóvil, antinaturalmente inmóvil, puesto que al menos la brisa debía haberlo agitado. Pasó un segundo hasta que empezó a moverse lentamente, en dirección opuesta al viento, trazando un círculo amplio y perezoso.

– Esto nos mostrará el camino – dijo Dimitri, poniéndose de pie -. Pero antes, algo más.

Se llevó la mano al cuello, donde entre sus múltiples amuletos pescó algo: el cráneo diminuto de un ave. Se lo llevó a los labios y le respondió un graznido ronco, que sobresaltó incluso a Iosif. Había una urraca posada en una lápida, a unos metros de ellos, mirándolos con curiosidad con ojos extrañamente inteligentes.

– Vigila – dijo Dimitri. El ave graznó de nuevo y remontó el vuelo en una nube de plumas blancas y negras -. Vamos. El nido está en esa dirección.

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Le siguieron a través del cementerio devastado, entre tierra removida, entre la que emergían las raíces de los árboles y los setos de boj como huesos a medio exhumar y lápidas ladeadas. La niebla del amanecer se arrastraba entre sus tobillos, enredándose en las capas. Dimitri sostenía el péndulo cerca del pecho y observaba detenidamente sus movimientos. Cuando llegaba a una encrucijada probaba una dirección; si el péndulo se detenía o hacía sus círculos más amplios volvía atrás hasta que una oscilación rápida y cerrada le indicaba que estaba en el buen camino. Pasaron junto a los restos ennegrecidos de la pira donde habían ardido hasta las cenizas los cadáveres de los vecinos solo unas horas antes, y continuaron adentrándose cada vez más profundamente en el cementerio. En lo alto, la urraca planeaba en círculos en el aire frío del amanecer.

Finalmente el péndulo los llevó casi hasta la tapia posterior del cementerio, donde una hilera de árboles retorcidos plantados ante un muro bajo ocultaba con sus ramas lo que parecía un mausoleo. Tuvieron que romper a martillazos la cerradura de la verja, oxidada y obstruida por la suciedad; al otro lado les esperaba un edificio gótico, cuyos arcos ojivales y agujas caladas se elevaban hacia las nubes en una profusión de gárgolas y ángeles plañideros. Las puertas eran de hierro y parecían cerradas a cal y canto; sobre ellas, en letras de bronce, una sola palabra: Moriève.

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– Es aquí.

– La verja estaba cerrada – dijo uno de los jornaleros, de nombre Karl -, ¿cómo pueden haber salido?

– Por allí – indicó Iósif, señalando un agujero en la tierra que pasaba por debajo del muro, como el que puede hacer un perro grande -. Pasaban por debajo de la tierra.

– Pero el mausoleo está cerrado – dijo otro, Martin -. ¿Dónde está el nido?

Dimitri se acercó a la tumba sin decir nada y ascendió los escalones que llevaban a la puerta. Aferró el cerrojo y lo deslizó sin ningún problema, abriendo las puertas de par en par.

– No solo está abierto. Está engrasado, y recientemente.

– ¿Cómo? – Iósif se acercó a verlo, incrédulo.

– Los gules pueden usar herramientas sencillas, pero no se les ocurriría engrasar una cerradura.

Se miraron bajo las arquivoltas trabajadas con complejos altorrelieves de almas pasando del infierno al purgatorio y al paraíso, rodeadas de demonios, ángeles y santos. Un olor fétido comenzaba a elevarse de la oscuridad al otro lado de la puerta entreabierta, y la urraca se posó graznando en una gárgola deforme.

– Alguien los está utilizando.

Los que Roen (1)

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Cuando Dimitri llegó al pueblo el cementerio estaba ardiendo. Se abrió camino entre los curiosos, deslizándose entre codos y espaldas hasta la primera fila, donde le asaltó el olor acre de la carne quemada, el crepitar de la leña y las pavesas que el viento arrastraba de un lado a otro. Hacía un calor asfixiante, infernal, en torno a la enorme pira, a cuya luz vacilante, que ya sustituía a la del sol de la tarde, dos fornidos jóvenes con pañuelos sobre la nariz y la boca arrastraban un cuerpo putrefacto envuelto en una manta. Los asistentes murmuraban por lo bajo, siguiendo las salmodias de un enjuto sacerdote vestido de negro y con la cabeza cubierta, que leía con voz cascada de un manuscrito que llevaba encadenado al cuello.

Los porteadores lanzaron su carga contra las llamas anaranjadas, que rugieron, lanzando una tormenta de chispas en todas direcciones. Entre las lenguas de fuego, Dimitri pudo ver más miembros retorcidos y carbonizados: al menos tres o cuatro cadáveres más consumiéndose entre las llamas, levantando un humo fétido, negro y espeso y llenándolo todo con un hedor irrespirable que la brisa del atardecer no podía disipar. El sol declinaba por el oeste, tiñendo el cielo y las nubes negras que se arremolinaban a su alrededor del mismo color que las llamas. Dos grajos, encaramados a una lápida medio derribada, graznaron con sus voces roncas antes de emprender el vuelo hacia el norte.

Dimitri se volvió hacia el espectador que tenía a su lado, un hombre alto y grueso con un poblado bigote. A su alrededor, los lugareños reunidos, hombres, mujeres y niños, eran un mar de rostros con expresiones de angustia, alivio y miedo, muchos aferrando rosarios e iconos entre las manos mientras veían arder los cadáveres de sus seres queridos.

– ¿Qué ocurre?

– Muertos vivientes, señor – lo miró de reojo antes de girarse completamente para encararlo -. ¿Está usted de paso?

Sus ojos se detuvieron largo tiempo en la figura de Dimitri: bajo y delgado, pero nervudo, cubierto por el sombrero de ala ancha y el pesado capote de lana bajo el que asomaban amuletos de plata y empuñaduras de armas, además del petate, y pesadas botas de marcha. Dimitri se apartó el sombrero del rostro, dejando ver su nariz aguileña y los ojos oscuros y penetrantes, como de ave, que recorrieron la dantesca escena del cementerio profanado y un nuevo cuerpo que estaba siendo arrastrado hacia la pira.

– Eso pensaba, pero creo que me quedaré un tiempo.

El otro le tendió una mano grande y encallecida, que Dimitri estrechó pese a que la suya, de dedos largos y huesudos, casi se perdía en su inmensidad.

– Me llamo Alois Gros. Da la casualidad de que regento la única casa de huéspedes del pueblo. ¿Puedo preguntar a qué se debe el cambio de idea?

– Dimitri Sorokin. Tengo alguna experiencia en estos casos – hizo un gesto hacia la pira y se fijó en que el sacerdote, sin dejar de leer, había clavado sus ojos en él-, y creo que esto no será suficiente. Espero equivocarme. Y ahora, señor Gros, me gustaría conocer su casa de huéspedes.

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Fuente: Pixabay

La casa de Alois Gros no era muy grande, pero en un pueblo de aquel tamaño no necesitaba mucho más. Dimitri se instaló en una habitación estrecha, que contaba tan solo con un jergón, un baúl y una jofaina, y una ventana con postigos pintados de verde que daba a un callejón estrecho. Sus ojos entrenados encontraron enseguida los sellos de protección pintados en el marco de la ventana, al igual que los que adornaban las pesadas vigas de roble en el salón principal, entre ristras de ajos, embutidos y manojos de hierbas en los que se mezclaban las de usos culinarios y las que supuestamente alejaban a los malos espíritus. No pudo dejar de advertir que varios de los sellos tenían errores, y las plantas no eran las más adecuadas al caso.

El propio patrón le sirvió personalmente en la gran mesa que presidía el salón principal. Dimitri no era el único comensal: había una joven acompañada de una dama de cierta edad y de un hombre de rasgos duros que parecía ser más un guardaespaldas que un familiar, así como un  matrimonio con ropas de calidad y un grupo de jóvenes con aspecto de braceros, que probablemente viajaban por la región en busca de trabajo. Mientras consumía las gachas de avena de la cena, Dimitri clavó sus ojos oscuros en el señor Gros.

– Hábleme de los ataques.

El posadero le sirvió cerveza, asintiendo gravemente con la cabeza. El gran salón olía a hierbas, a cerveza, a grasa y al humo que impregnaba la madera del suelo, el techo y los muebles. En la chimenea borboteaba un pesado caldero de hierro que atendía una joven de hombros anchos, quizá la hija de Gros.

– Empezaron más o menos en la luna nueva. Habíamos oído sonidos extraños durante la noche unos días antes, gruñidos y lamentos y una especie de risa histérica, pero cuando la luna desapareció también empezaron a hacerlo cabritos, gatos y perros pequeños. Pensamos que habría lobos, dimos unas cuantas batidas – señaló con la cabeza la escopeta de boca ancha que había colgada sobre la chimenea, bajo una cabeza de ciervo -, e incluso nos acompañaron los monteros de la señora, pero no encontramos rastros.

– ¿Qué señora?

– La señora de Moriève. Su familia ha poseído estas tierras desde hace más de trescientos años.

– Entiendo. No había lobos entonces.

– No. Los ruidos extraños seguían, y la misma noche de la última batida, mientras casi todos los hombres estábamos en el bosque, porque regresamos cuando ya casi no había luz, algo se llevó al hijo de la viuda Hirsch. Ella dice que entró en casa a tiempo para ver algo enorme, blanco como un gusano, arrastrándolo a través de la ventana. Pusimos el pueblo y los alrededores patas arriba, todos los sitios en los que la cosa pudiera haberse escondido, pero no encontramos nada. Y la noche siguiente hubo dos ataques.

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Dimitri enarcó la ceja mientras apuraba la cerveza de su jarra, que dejó junto al sombrero encima de la mesa. La vela de sebo que había junto al plato, en su palmatoria de bronce, arrojaba sombras que se movían sobre sus rasgos duros, iluminados apenas por la llama anaranjada.

– ¿Dos?

– Baumann oyó ruidos en casa, se levantó y se encontró algo saliendo por la ventana de la habitación de su hija. Ella se puso a gritar diciendo que era el monstruo, pero Baumann solo pudo ver una sombra.

– Entiendo.

Gros soltó una risilla por debajo del bigote y se sirvió en su propia jarra. Dio un trago largo y profundo.

– El siguiente ataque fue más serio. Todos oímos los gritos y salimos a tiempo para ver a la cosa, exactamente como Hirsch la había descrito: tan blanca que brillaba en la oscuridad, corriendo a cuatro patas. Iba arrastrando a la joven Dubois, agarrándola por el cuello. Lo perseguimos pero no pudimos darle caza. Se metió en el cementerio y le perdimos la pista. A ella la encontramos con el cuello roto y marcas de dentelladas. Entonces fue cuando el padre Martel dijo que era un muerto viviente y que deberíamos exhumar los cuerpos para descubrirlo.

– Y eso hicieron esta tarde.

El posadero parecía compungido. Su mirada recorrió el gran salón, oscuro y de aire cargado y cálido, a los escasos clientes, a su hija que servía a los demás comensales, los trofeos de caza en las paredes y los sellos pintados apresuradamente.

– Fue peor de lo que pensábamos. Creíamos que solo habría uno, pero encontramos muchos cuerpos con las señales de la infección. El padre Martel dijo que lo mejor era quemarlos a todos.

– ¿Qué señales presentaban?

Estaba claro que no le gustaba recordarlo. Nunca era una experiencia agradable exhumar decenas de cuerpos putrefactos para comprobar su estado, menos aún cuando son de los propios antepasados y seres queridos.

– No los vi todos… no todos eran iguales. Algunos tenían los ojos abiertos, saltones e inyectados en sangre. Otros dientes crecidos, tez rojiza, garras… varios gruñeron cuando abríamos los ataúdes.

– Ya veo. Bien, señor Gros, espero equivocarme, pero creo que esto no ha terminado. Me quedaré un par de noches en su posada y si todo vuelve a la normalidad partiré. De lo contrario, cuenten con mi ayuda.

Los ojos del posadero se estrecharon bajo las pobladas cejas. No era ningún ingenuo, y no creía en la ayuda gratuita, ni iba a fiarse de cualquier extraño de pinta estrafalaria que pudiera pretender estafarlo.

– ¿Y qué pago exigirá a cambio, señor Sorokin?

– Me basta con el alojamiento y la manutención, y provisiones para continuar mi viaje hasta el siguiente pueblo.

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Fuente: wikipedia

Aquella noche, Dimitri repasó los sellos de sus postigos y añadió otros en la puerta y las vigas. Dejó el sombrero sobre uno de los postes de la cama, se quitó las botas y dobló el capote sobre el baúl, pero no se desnudó ni se quitó los amuletos, y mantuvo las armas y el saco de sus instrumentos junto a la cama. Apenas apagó la vela y se tumbó comenzaron los ruidos. Eran exactamente como los había descrito Alois Gros: gruñidos,  lamentos y a intervalos regulares una especie de risa histérica y ululante. No pasó mucho tiempo hasta que, en la oscuridad de la noche, interrumpieran el silencio sepulcral unos arañazos, al principio discretos, luego más insistentes, en sus postigos, seguidos de un husmear urgente, como el de un perro hambriento. El sonido no duró mucho: repelida por los sellos, la criatura fue en busca de presas más fáciles.

Se hizo el silencio.

Una nueva risa ululante. Dentro.

Estaban dentro de la posada.

Dimitri saltó de la cama, descalzo, desenfundó el sable de un solo golpe y se echó al hombro el saco de los instrumentos. Salió al pasillo a oscuras; se oían gritos y aquellos gruñidos bestiales. Corrió hacia el fondo del pasillo hasta que encontró una puerta abierta, casi desencajada. La luz de la luna entraba por los postigos abiertos, revelando una forma blanquecina, encorvada sobre la cama, donde forcejeaba con otra figura. Había dos jergones en la habitación, y a los pies del otro, caída y con el rostro pálido contraído de pánico, se encontraba la dama que había visto durante la cena. A espaldas de Dimitri se oían ya portazos y gritos, pero no esperó a los refuerzos. Sin pensar, dio un paso para entrar en la habitación y asestó un golpe de sable a los lomos de la bestia.

La carne cedió bajo el acero con una consistencia gomosa, liberando un icor negro putrefacto que se derramó con gotas espesas sobre el suelo, las sábanas, y el camisón de la joven a la que el monstruo intentaba arrastrar fuera de la cama. La cosa emitió un chillido agudo y se giró para abalanzarse sobre Dimitri: ojos de fuego verde que brillaban fosforescentes como fuegos fatuos, colmillos y garras ennegrecidos que apenas reflejaban la luz de la luna y una vaharada de olor a carne podrida y enfermedad que le hizo cerrar los ojos. El peso de la criatura lo derribó y ambos forcejearon en el suelo: el aliento caliente del ser le quemaba el rostro, sus garras se habían cerrado sobre su muñeca y le impedían usar el sable, y sus fauces babeaban una espuma pastosa que se mezclaba con la sangre que goteaba de la herida.

Dimitri oyó llegar a los demás, seguramente el guardaespaldas, el posadero y quizá los braceros, pero ninguno se atrevió a interrumpir el combate. La criatura era escuálida, casi esquelética, pero tenía una fuerza descomunal y pesaba más de lo que parecía. Rodaron por el suelo en una confusión de piernas y brazos, dentelladas, golpes y sablazos que no llegaban a ningún sitio, hasta que Dimitri se las ingenió para lanzar a la cosa contra una pared, quitársela de encima brevemente y, medio incorporándose sobre una rodilla, asestarle dos mandobles cruzados que le rasgaron la garganta y el estómago, arrojando al suelo una mezcla asquerosa de sangre negra, bilis, y entrañas corrompidas que se esparcieron sobre las tablas como un charco fétido. Aún así la cosa seguía moviéndose, intentando incorporarse y emitiendo un gañido ahogado. Sus ojos fosforescentes y enloquecidos estaban fijados en Dimitri con una rabia inhumana.

Dimitri estaba lleno de cortes y heridas, y la sangre corría por sus brazos y su torso, pero no había tiempo que perder. Echando mano a la bolsa, sacó un puñado de hierbas y las asperjó sobre la criatura, que seguía moviéndose en un intento desesperado de escapar sin que se le salieran las tripas. También derramó sobre el ser líquido de una petaca, que pareció quemarle la piel y hacer que se encogiera en su rincón, gimiendo de dolor. Dimitri murmuró unas palabras que ninguno de los presentes pudo entender, y, finalmente, asestó un mandoble que decapitó a la criatura, que solo entonces se derrumbó, inmóvil excepto por algunos espasmos musculares.

A su espalda sintió el calor y la luz de un candil. Tendió la mano para que se lo dieran y, tras asegurarse de que la joven y la dama, ahora abrazadas sobre una de las camas, llorando de terror, estaban bien, iluminó con su luz la cabeza cortada. Carne pálida y enferma, ojos feroces, nariz aplastada… orejas puntiagudas, casi de animal, y un rostro alargado con forma de hocico, semejante al de un perro u otra bestia, con gruesos belfos negros y colmillos de animal de presa. No había nada humano en aquel rostro.

– Señores – dijo Dimitri, volviéndose para encontrarse con el rostro de Alois Gros mirando por encima de su hombro -. Esto no es un muerto viviente.

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Fuente: rock-cafe.info Autor: Marc Viñas «Lochapowa»

Restauración

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Fuente: Times of Israel

El transporte se bamboleaba, esquivando las columnas de humo que se elevaban de los edificios bombardeados y las barricadas que ardían en las plazas. Los combates habían terminado solo unas horas antes, y el alto mando revolucionario aún no había levantado la condición naranja, ya que podían quedar reductos de paramilitares de Acción de Vanguardia atrincherados en edificios de viviendas o de oficinas, esperando la oportunidad para tender una emboscada a las fuerzas de liberación. Al otro lado del río las operaciones continuaban; corrían rumores de que una columna blindada había sido detenida en la autopista elevada que daba acceso a los barrios ricos, tras cuyas murallas el ejército de la Alianza se había hecho fuerte ante el avance de los revolucionarios. Un transbordador había intentado evacuar a un grupo de oligarcas hacia la órbita, pero sus escoltas habían sido derribados y la aviación revolucionaria lo había obligado a tomar tierra en el astropuerto, donde sus pasajeros fueron hechos prisioneros.

Marco, con la carabina entre las rodillas, echó un vistazo por la ventana hacia las calles, allá abajo. Puntos de control en los cruces ondeando la bandera roja junto a las de las unidades y milicias, patrullas a pie de soldados de las Ejército Popular Revolucionario escoltando a equipos de relaciones humanas que abordaban a los ciudadanos confusos y asustados que empezaban a salir a la calle tras el fin de los combates y se interesaban por sus necesidades y el estado de sus viviendas y familias. A veces les daban suministros o medicinas, pero los furgones tenían una capacidad limitada; a la mayoría los dirigían hacia los centros de ayuda humanitaria que las fuerzas revolucionarias iban estableciendo a medida que avanzaba el frente.

Las pantallas gigantes que de ordinario decoraban las fachadas y las plazas estaban en su mayor parte apagadas o rotas; las supervivientes ya no mostraban la propaganda de la Alianza por la Libertad, sino mensajes revolucionarios: vídeos que revelaban las atrocidades de la Alianza, la pobreza, la explotación, el lujo de los oligarcas, la destrucción del medio ambiente, seguidos por los proyectos del Consejo Revolucionario y su desarrollo en las zonas liberadas. Marco sabía que había equipos de diseñadores y artistas trabajando en turnos, produciendo los impactantes carteles revolucionarios que mostraban las pantallas: puños alzados, estrellas rojas, bravos soldados enfrentándose a monstruos que portaban los emblemas de la Alianza y de Acción de Vanguardia. Los eslóganes aparecían en grandes bloques de letras doradas: “vientos del pueblo”; “rompiendo cadenas”; “a las barricadas”; “obrero, ¡despierta!”; “la tiranía se combate con cultura”; “ahora comienza la vida”; “¡Venceremos!”. Muchos eran fragmentos de los poemas y canciones revolucionarias que empezaban a emitir los altavoces, que, a diferencia de la neolengua artificial y formulaica que fomentaba la Alianza, estaban compuestos en las cuatro o cinco lenguas distintas que se hablaban en la región.

El transporte inició el descenso hacia una plaza frente a un enorme edificio cúbico, cuya fachada neoclásica contrastaba con el austero brutalismo de los bloques de viviendas que lo rodeaban, donde malvivía la gente pagando alquileres abusivos. Alguien había colgado una enorme bandera roja del Consejo Revolucionario Democrático del arquitrabe, mientras dos obreros suspendidos por arneses desprendían el enorme logo de bronce de Vita Nova que presidía el tímpano. El patio era una confusión de palés de suministros, cajas apiladas, vehículos y mensajeros que corrían de un lado para otro. Cuando el transporte se posó con un silbido, emitiendo nubes de vapor desde los motores, uno de los mensajeros se detuvo en su carrera, echó un vistazo al número de serie pintado junto a la cabina, y volvió a entrar en el edificio al trote, pasando entre los guardias armados de la puerta.

Marco y sus compañeros bajaron por la rampa, echándose las carabinas al hombro y con los cascos colgados del pecho, ya que no se esperaban combates. Aquella zona estaba prácticamente asegurada; de lo contrario ellos, que no eran soldados de primera línea, no estarían allí.  El piloto y el copiloto cerraron la cabina de un portazo y se fueron hacia la cantina que se había instalado, bajo un toldo, en un extremo de la plaza, en busca de un café o un bocadillo, mientras los pasajeros rodeaban el vehículo y se dirigían hacia la escalinata del antiguo edificio de Vita Nova. Allí alguien salió a recibirlos.

Era una mujer, no demasiado alta, con la mandíbula apretada y las mejillas marcadas por la tensión continua de la guerra. Vestía como una miliciana: mono azul abierto hasta la cintura, camiseta roja, pañuelo rojo en la cabeza, bajo el que asomaban mechones y una coleta de color castaño claro, y correaje de cuero sintético negro, con una pistola en la cadera y un fusil al hombro. Había poco que la distinguiera de Marco y los suyos, excepto por el armamento y la estrella roja de tres puntas que llevaba prendida en el pecho del mono. La acompañaban dos escoltas con subfusiles, vestidos de manera similar. La mujer le tendió la mano a Marco en cuanto llegó a su altura.

– Rosa Moret, comandante de la Brigada de Acero. Estos son Carlos y Alicia. Bienvenidos, camaradas.

– Marco Vega. Soy el jefe de la sección. Mis compañeros Lucía, Julia, Cosme y Fran. ¿Qué tenemos?

Moret les indicó que la siguieran y entraron en la cavernosa recepción del edificio, recién liberado de la poderosa corporación Vita Nova, que ofrecía toda clase de servicios de biotecnología y medicina a lo largo y ancho del espacio de la Alianza. No era la primera vez que Marco y los suyos se encontraban con uno de esos edificios, a los que se referían como “carnicerías”. Aunque la propaganda de la empresa, que aún les asaltaba desde las paredes aunque ya la estaban retirando, lo vestía todo de palabras bonitas como libre elección, altruismo, bioautonomía y autodesarrollo, lo cierto es que solo ofrecían dos tipos de servicios: los que facilitaban y mejoraban la vida de los ricos, y los que convertían a los pobres en máquinas de carne al servicio de los primeros.

– Es una instalación grande, bastante completa- decía Rosa-. Ya hemos enviado a un centro de acogida a unos veinte clones entre tres y dieciocho años. Los de servicios médicos están procesando a varias docenas de mujeres que tenían en la granja de gestación subrogada y en la de lactancia. Parece que estaban probando un nuevo régimen de hormonas para incrementar la producción, así que aún no sabemos si tendrán secuelas ni cuánto tiempo tendrán que estar en tratamiento.

– Desgraciados. Cuando uno piensa que no pueden dar más asco…

– Ya. Aún estoy esperando por los equipos de psicólogos, pero tienen demasiado trabajo en los centros de ayuda humanitaria. Mientras tanto hacemos lo que podemos.

Habían llegado a un gran vestíbulo que abarcaba toda la altura del edificio, rodeado de balconadas y escaleras que abrazaban los tres montacargas que ocupaban la columna central. Había sillas de plástico repartidas en hileras, orientadas hacia las pantallas que debían indicar el turno, pero ahora solo mostraban carteles revolucionarios. La comandante los guió hacia las escaleras que llevaban al primer piso.

– ¿Y lo nuestro?

– También es bastante grande. Tienen toda un ala dedicada a Fulgor Vitae, al menos un centenar de personas. De momento ya han pasado la revisión médica básica y parece que están bien, pero hay que intervenir antes de que en Fulgor lo den todo por perdido y empiecen a darle al interruptor.

La escalera les llevó hacia una puerta marcada con el logo de Fulgor Vitae, combinación del de Vita Nova y el gigante tecnológico Fulgor. Aquel proyecto, inicialmente secreto, llevaba al menos veinte años en marcha, y su revelación había sido uno de los detonantes principales de la revolución. Una parte considerable de los esfuerzos de agitprop del Consejo Revolucionario en territorio de la Alianza se dedicaba a exponer la realidad del programa y a disuadir a la población de participar. En consecuencia, Vita Nova y Fulgor eran dos de los principales enemigos de la revolución, y cada año invertían cantidades obscenas de dinero no solo en propaganda contrarrevolucionaria sino también en armar a los grupos de Acción de Vanguardia y financiar a terroristas en las zonas liberadas.

– No te preocupes – dijo Marco -. A menos que hayan mejorado mucho la encriptación y los protocolos de seguridad solo tardaremos unos minutos con cada uno.

– Ya estamos aquí.

Atravesaron una puerta para entrar en una sala enorme, ocupada por hilera tras hilera de literas con taquillas incorporadas. Algunas habían sido apoyadas contra las paredes para crear espacios nuevos, donde se habían colocado sillas y mesas dispares, seguramente rescatadas de otras partes del edificio o de las tiendas de campaña de los oficiales de la brigada. Los “activos” de Fulgor Vitae sentados a su alrededor comían y bebían o jugaban a juegos de mesa, mientras otros leían en las literas o conversaban. Durante la etapa anterior, Marco lo sabía porque había visitado muchos de aquellos centros, no se les permitía prácticamente nada. Cuando no estaban trabajando estaban durmiendo o disfrutando de su escaso tiempo libre en la propia litera. Comían en refectorios comunales, hacían ejercicio por grupos en el gimnasio de la empresa, consumían solo su propaganda audiovisual disfrazada de entretenimiento y no disponían siquiera de un rincón en el que reunirse a conversar sin supervisión.

No hacía falta más que mirarlos para saber que la mayoría eran inmigrantes. Algunos de otras zonas del planeta, pero Fulgor Vitae los prefería extraplanetarios, e incluso llegaba a trasladarlos de un mundo a otro a la fuerza. Así estaban aislados de cualquier base social y no podían escapar, sencillamente porque no tenían a dónde ir. Muchos de ellos ni siquiera chapurreaban los idiomas locales, aunque la compañía se aseguraba de que conocieran las órdenes básicas en neolengua, lo suficiente para trabajar y poco más.

– Hemos instalado el puesto en la antigua enfermería – iba diciendo Rosa-. Si necesitas algo díselo a Marta, es la responsable de la planta.

Marta les esperaba al final del dormitorio junto con dos personas más, todas vestidas de milicianos, pero con el emblema de Seguridad en el pecho. Hechas las presentaciones, y tras indicarles dónde estaba de su despacho, les abrió la puerta de la enfermería, anexa al dormitorio principal, donde los médicos de Vita Nova habían llevado un seguimiento de los trabajadores hasta la llegada de los revolucionarios.

El equipo de Marco ocupó sus posiciones con eficiencia y rapidez. Tampoco necesitaban mucho: solo una mesa y una silla cada uno, una fuente de energía auxiliar y espacio para que los pacientes esperaran su turno. Le gustó el detalle de que hubieran situado una camilla junto a cada mesa, para facilitar la comodidad de los pacientes en lugar de hacer que se sentaran. Cada espacio de trabajo estaba oculto por un biombo, y había jarras con agua y vasos en cada mesa. Rosa les dejó unos minutos para familiarizarse con el lugar antes de ponerle una mano en el hombro a Marco.

– Te voy a dejar con lo tuyo, que aún tengo muchísimo trabajo aquí. El Comité de Operaciones quiere empezar con las expropiaciones inmediatamente, antes de que los oligarcas empiecen a vaciar las cuentas, y todavía no tenemos ni siquiera una lista de todas las industrias, empresas, filiales y demás que tienen aquí las corporaciones.

– Claro, no te preocupes. Nosotros de momento no necesitamos nada más. Bueno, una cosa, ¿se sabe algo de la distribución de las propiedades liberadas? Nos prometieron un local para poder trabajar tranquilos en la fase de limpieza de redes.

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Fuente: upstatebusinessjournal.com

Siempre pasaba igual después de liberar una ciudad: Fulgor, que producía la mayor parte de la electrónica doméstica y de las infraestructuras y su software, comenzaba a explotar puertas traseras y otros agujeros de seguridad para espiar a los revolucionarios a través de las cámaras y micrófonos embebidos en los dispositivos de los civiles, bloquear los anuncios y agitprop revolucionarios, introducir virus en los sistemas, o simplemente desactivarlos. Había habido más de un incidente grave en las primeras fases de la revolución, cuando las plantas de energía dejaban de funcionar de un día para otro, las señales de tráfico se volvían locas, o las compuertas de una presa se abrían solas. Los equipos informáticos como el de Marco tenían que dedicar semanas cada vez a cerrar las puertas traseras, bloquear el acceso remoto y construir redes alternativas; cada vez que desarrollaban un protocolo eficaz, el enemigo descubría otra forma de introducirse en las redes seguras.

– El subcomité presentará el informe preliminar mañana al Comité para que lo apruebe. No sé detalles, pero me imagino que lo de siempre. Los edificios con valor artístico serán convertidos en bibliotecas, museos y centros sociales y culturales, las oficinas pasarán al Gobierno provisional revolucionario, y las viviendas de los oligarcas serán divididas en apartamentos para alojar a los desplazados o los que vivieran en condiciones indignas antes de la liberación. Con suerte podremos encontrar un espacio para el equipo en uno de los almacenes de las corporaciones o en sus oficinas.

– ¿Conoces a alguien en el subcomité?

– Sí, ¿quieres que hable con ellos a ver si lo han tenido en cuenta?

– Te lo agradecería, la verdad. Necesitamos buenas conexiones de red, energía segura que no se nos vaya a caer, y montones de agua y barritas energéticas.

– Veré lo que puedo hacer.

– Gracias, comandante. Hasta luego.

– Hasta luego, camarada.

Marco dejó la carabina apoyada en la silla, donde no sería visible desde la camilla, y sacó de su petate los cables y conectores que iba a necesitar para su trabajo. Como sus compañeros, no llevaba camiseta bajo el mono; uno de los cables iba de la fuente de energía auxiliar a un puerto situado en su plexo solar, y otro, conectado a su torso justo encima del ombligo, terminaba en un adaptador del que salía un manojo de cables marcados con anillas de diferentes colores. A los de Seguridad no les costó más que unos minutos organizar a los trabajadores en cinco grupos y empezar a hacerlos pasar.

El primer paciente no debía tener más de quince años, y solo se pudo entender con él en neolengua. Hizo una anotación mental para recordar que debía solicitar al Comité de Operaciones que les proporcionaran intérpretes para este tipo de misiones. Cuanto antes erradicaran la maldita neolengua mejor. El chico estaba flaco y ojeroso, y cuando se levantó la camiseta Marco pudo contarle las costillas. Insertó los cables en los puertos de plástico negro que le salpicaban el torso y esperó mientras sentía cómo su percepción se expandía y las ventanas de estado de conexión empezaban a aparecer ante sus ojos.

El chico estaba prácticamente hueco. Corazón, hígado, bazo, uno de los pulmones, los dos riñones y parte del intestino delgado eran todos artificiales, reproducciones baratas que Fulgor les daba para reemplazar los órganos que le vendían a Vita Nova para que se los implantara a oligarcas y ricachones cuyos cuerpos empezaban a fallar por los excesos. Un detalle que no sabían hasta que salían de quirófano era que el dinero de la venta iría casi íntegro a pagar los reemplazos, y eso aún no cubría las licencias de uso, las actualizaciones y el mantenimiento del software.

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Fuente: Vladislav Ociacia en artstation.com

Para pagar eso estaban allí, esclavizados durante años: Fulgor les “conseguía” trabajos con Ergon, la megacorporación que afirmaba no ser más que una plataforma que ponía en contacto a ciudadanos y empresas con trabajadores autónomos, a los que, en concepto de gastos y comisiones, solo dejaba con unas migajas de sus míseros sueldos, de donde aún debían pagar impuestos y la “deuda” contraída con Fulgor, además del alojamiento, la asistencia médica y la comida. A fin de mes no solo no les quedaba nada, sino que a menudo aumentaba su deuda.

– ¿Dónde pasióndevida? – preguntó en neolengua mientras le servía un vaso de agua; odiaba la palabra para “trabajo”, sobre todo por la hipocresía, especialmente viniendo de un idioma cuyos promotores en la Fundación Sofia Felix, vendían como “científico, objetivo, neutral y técnico”.

– Cendistrib. Siete a nueve.

Un centro de distribución, una planta logística. Tenían a aquel chico flacucho cargando cajas de mercancía, seguramente a pulso o con ayuda de algún instrumento rudimentario, catorce horas al día, alimentándolo con bazofia barata y exprimiéndole incluso el poco dinero que le pagaban. Marco sintió la bilis subir por la garganta, pero se controló. Tenía un trabajo que hacer, y tenía que hacerlo ya.

Los órganos artificiales parecía que funcionaban bien, al menos todo lo bien que podían funcionar aquellas copias baratas impresas en 3D con materiales de segunda fila. Por eso no se las ponían a los oligarcas: estos preferían órganos frescos y jóvenes, sabiendo que la terapia genética evitaría el rechazo, en lugar de quedar vinculados de por vida a Fulgor, que retenía el control del software y el mantenimiento. Ningún ricachón iba a ir a actualizar la programación de su nuevo hígado a una oficina de Fulgor Vitae; eso era para pobres. Ellos se implantaban uno nuevo, lo destruían en poco tiempo, y compraban otro. Los mejor situados encargaban un clon entero para hacerse una renovación completa cada veinte años sin necesidad de terapia de compatibilidad. Marco recordó a los jóvenes que ya estaban en casas de acogida; el movimiento de liberación de los clones, que solo en espacio revolucionario tenían derechos humanos y eran considerados personas, era uno de los principales componentes de las Fuerzas Revolucionarias Democráticas.

Una vez comprobado el estado general de los órganos artificiales llegaba la parte delicada. Marco accedió al código de regía su funcionamiento y comenzó a cargar sus propias herramientas informáticas: buscadores, sondas, programas de bloqueo, de reparación y de corrección. La primera tarea era cerrar todas las posibles conexiones externas de los órganos y sus puertas traseras, para evitar que Fulgor las utilizara. Como hacían con las infraestructuras y la electrónica, no era raro que introdujeran actualizaciones destructivas o directamente desactivaran los órganos artificiales de los esclavos “para proteger sus activos y propiedad intelectual”. A Marco se le había muerto más de uno en medio del proceso, cuando su corazón se paraba sin previo aviso o su intestino dejaba de procesar los alimentos y empezaba a contaminar a propósito el flujo sanguíneo.

Había que conseguir que los órganos siguieran funcionando, pero sin permitir el acceso desde el exterior, al menos hasta que los cibernéticos de las Fuerzas Revolucionarias pudieran desarrollar e implantar nuevos reemplazos libres de malware. Mientras iba limpiando el código con el mismo cuidado con el que un restaurador raspaba el hollín de un cuadro, Marco pensó que era lo mismo que estaban haciendo con la sociedad: expulsar a los elementos destructivos que, por puro despecho, estaban dispuestos a destruirlo todo si no podían salirse con la suya, y restaurar el resto  para mantenerlo en funcionamiento como mejor podían mientras construían algo mejor.

No iba a tardar más de cinco minutos con el chico, pero la tarea de la revolución iba a durar décadas.

Ailiolai

Era el primer amanecer tras la conjunción de las dos lunas llenas y a la luz gris que empezaba a teñir el cielo apenas éramos más que sombras entre la bruma, largas hileras oscuras que ascendían en silencio la ladera siguiendo la luz mortecina de los faroles. Solo se oía el rumor lejano de la cascada y los trinos de los pájaros que empezaban a despertar entre las ramas. Lentamente fuimos reuniéndonos en aquel circo natural de piedra cubierta de musgo y hierba, rodeada de robles y hayas, donde durante generaciones había tenido lugar el Ailiolai.

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Desde allí se dominaba la totalidad del valle. Como estaba en una de las últimas filas podía ver, con solo echar un vistazo por encima del hombro, el manto de árboles que descendía la colina, las montañas que rodeaban el valle, las aldeas con sus tejados de cerámica y sus chimeneas aún sin humo, sus calles empedradas y sus graneros de madera en los márgenes de los interminables campos de cultivo. A mi derecha, la cascada se precipitaba como una cinta de plata entre saltos que movían las ruedas de los molinos antes de convertirse en un riachuelo que atravesaba el valle hasta desembocar en el gran lago que lo cerraba por el sur.

Éramos cientos, como cada año, toda la población del valle. Hombres, mujeres y niños, todos descalzos, todos con la frente ceñida de hojas de acanto y violetas, todos cubiertos con las sencillas túnicas blancas de lino, cortas y sin mangas, a través de las que el frío de la madrugada nos hacía estremecer. Cada linaje de cada clan detrás del farol que portaba su matriarca al final de una vara de ciprés, formando en círculos concéntricos en un silencio absoluto y mortal en torno al foco del rito. Solo cuando cada uno hubo ocupado su posición, cuando los últimos hubieron traído las cabras y ovejas, amordazadas de lana blanca, y las hubieron encerrado en el aprisco construido en la ladera, en una vieja cueva, solo entonces, comenzó a sonar la música.

Primero fue el tañer solitario de una cítara, desgarrado y rítmico, seguido por el pulso de los tambores y el silbar plañidero de las flautas. El rumor de pasos llenó la hondonada a medida que cada círculo giraba en la dirección del sol, de la luz a la oscuridad, de la vida a la muerte y viceversa, trazando un circuito eterno como el ciclo de las almas que durante incontables miles de años habían vivido en el valle, y al morir habían seguido al sol hasta allí para reposar un tiempo antes de regresar y habitar nuevos cuerpos para comenzar el ciclo de nuevo. Cuando la música se detuvo, cada uno estaba exactamente en el lugar que había ocupado al principio.

Las madres de los clanes se acercaron al centro al solo son de la flauta, las cabezas cubiertas por velos blancos diáfanos y ramas de ciprés en las manos. A la vista de todos, se arrodillaron ante el foco del antiguo rito de duelo y de recuerdo, la liturgia de conmemoración que, cada año, las aldeas del valle dedicaban a aquel lugar sagrado donde reposaban los muertos, el lugar en el que había ocurrido algo tan terrible, tan doloroso, que miles de generaciones después seguíamos llorando y nos negábamos a dejar que se olvidara.

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Cualquiera que no conociera la importancia del lugar lo habría pasado por alto. No eran más que unas piedras, los restos ciclópeos de un muro cubiertos de hiedra y malas hierbas, desgastados por miles de años de lluvia y viento, hasta el punto de que apenas podían leerse los caracteres que las cubrían, que de todas formas nadie sabía interpretar. Frente al muro se alzaba un monolito roto, como si un gigante lo hubiera desmochado de un golpe; quizá columna, quizá estela o simple menhir, a primera vista era solo un fuste de piedra negra, vidriosa como la obsidiana, cubierta de aquellas marcas desgastadas y medio ocultas por el musgo. Y a sus pies, medio enterrada, la cabeza de una estatua, de varias veces el tamaño natural, tallada en la misma piedra negra con una tosquedad, o quizá extrañas convenciones artísticas, que delataba su antigüedad: ojos alargados y bulbosos, dientes toscamente trazados en la boca sin labios, enormes orejas, nariz chata.

Dos niños trajeron los instrumentos del ritual: sendos calderos de bronce que depositaron a los pies de la columna. En uno pronto ardió un fuego alegre que calentó los huesos de las madres, expulsando el frío del alba; del otro una de ellas comenzó a asperjar agua sobre la columna, el muro y la estatua.

– He aquí nuestras lágrimas – decía con cada sacudida del hisopo de ciprés -. He aquí nuestro llanto. He aquí nuestras lágrimas. He aquí nuestro llanto.

Las aspersiones finales recayeron sobre los rostros cubiertos por los velos, que se pegaron a las mejillas arrugadas y a las bocas. Otra de las madres, ayudada por los niños, subió a la gran roca plana que había frente a la columna mientras las demás se arrodillaban de nuevo.

– Lloramos la gran tragedia de estas piedras, recordamos la muerte y la desolación, recordamos el dolor, lloramos a los que yacen bajo nuestros pies.

De las madres reunidas se elevó el antiguo grito ritual, un plañido ululante, “ailiolai”, que daba nombre al rito. En principio una sola voz, clara como una campana de plata, alzándose como un vencejo en el amanecer, repitiéndose una y otra vez hasta que poco a poco se le fueron uniendo las demás. Ailiolai, ailiolai. Una voz cada vez, elevándose en bandada por encima de los árboles que rodeaban la hondonada, unas limpias y potentes, otras rotas, unas decididas, otras melancólicas. Solo cuando toda la bandada estuvo en el aire se le unieron las voces de los círculos que rodeaban las ruinas. Como las ondas en la superficie de un estanque, cada círculo se iba arrodillando sucesivamente mientras unía su voz al coro. Ailiolai, ailiolai, ailiolai, ailiolai. Las flautas lloraron también, seguidas de la cítara y los tambores, dando ritmo y melodía a las lamentaciones, hasta que el silencio se extendió de nuevo desde el centro hacia los extremos, y la madre que había anunciado la lamentación se volvió hacia nosotros.

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– Durante miles de generaciones hemos venido aquí, en este día del recuerdo, para honrar a los muertos. No conocemos sus nombres, no recordamos sus caras, pero sabemos que viven en nosotros y en nuestra sangre se perpetuarán, por los siglos de los siglos.

– Ailiolai, ailiolai, ailiolai…

– Las madres de las madres de nuestras madres y los padres de los padres de nuestros padres sufrieron aquí el martirio, la gran tragedia que aún lloramos y que llorarán los hijos de los hijos de nuestros hijos por toda la eternidad.

– Ailiolai, ailiolai, ailiolai…

– Bajo nuestros pies yacen las tumbas de aquellos que quisieron desafiar al mundo con su poder. Crecieron en orgullo y vanidad, elevaron grandes ciudades y monumentos al cielo y sometieron a toda la creación con la vara y la espada, pero los dioses no iban a tolerar su orgullo. En una sola noche todas sus obras fueron deshechas, sus ciudades arrasadas, sus monumentos destruidos, y solo quedamos nosotros, sus descendientes, reducidos a vivir humildemente de la tierra. En este día recordamos el error de nuestros antepasados y lloramos su tragedia.

– Ailiolai, ailiolai, ailiolai…

La anciana se bajó de la roca y otra ocupó su lugar; una mujer algo más joven, que solo recientemente había sido nombrada madre de su clan, y entre cuyas canas aún se veían rizos castaños.

– Bajo nuestros pies yacen  las tumbas de aquellos que no se rindieron. Hace miles de miles de generaciones, cuando los invasores llegaron al valle con fuego y espada, nuestros antepasados se negaron a rendirse. Armados con hoces del campo y con piedras del camino hicieron frente a los jinetes y a sus lanzas, y en esta hondonada fueron sus cadáveres apilados e incinerados. Nosotros, descendientes de los hijos que dejaron atrás cuando partieron a la guerra, en este día recordamos su sacrificio y su valor.

– Ailiolai, ailiolai, ailiolai…

Una tercera anciana ascendió a la piedra, de la mano de los dos niños y de su predecesora. Contrastaba con ella porque era muy probable que este fuera su último Ailiolai. Sus manos nudosas se agarraban a la vara de ciprés como si fuera un bastón, y tenía ya la espalda encorvada y los ojos blanquecinos tras el velo.

– Bajo nuestros pies yacen las tumbas de los primeros pobladores de este valle. Cuando llegaron aquí por primera vez, hace miles de miles de generaciones, fue en este lugar donde el Altísimo les señaló que debían adorarlo mediante el oráculo de una cierva blanca, y bajo aquel altar construyeron sus tumbas desde entonces hasta que se les prohibió. No sabemos qué transgresión llevó al señor del cielo a prohibirnos reposar aquí y nos condenó al eterno retorno, pero en este día recordamos su devoción y pedimos perdón.

– Ailiolai, ailiolai, ailiolai…

A la tercera sustituyó una cuarta, y a esta una quinta. Cada una, al son de los instrumentos, desgranando las antiguas historias, pasadas de generación en generación, de madre a madre, en cada clan, y recordadas eternamente en el ritual del Ailiolai, ailiolai, ailiolai. Cada una distinta, a veces complementarias, casi siempre contradictorias, modificadas quién sabía cuántas veces a lo largo de quién sabía cuántas generaciones por el boca a boca, las frágiles memorias y las fértiles imaginaciones de las madres. Todas trágicas, sin excepción. Muchas sostenían que todas eran ciertas, de un modo u otro, aunque no se referían necesariamente a un mismo hecho. Otras creían que solo una de las historias era cierta, y las otras eran mitos deliberados, creados para confundir a los espíritus malignos. Fuera cual fuera la verdad, lo cierto es que bajo aquellas piedras yacían las tumbas de nuestros antepasados más remotos, y era nuestro deber recordarlos y llorarlos cada año en el primer amanecer tras la conjunción de las lunas llenas, como habíamos hecho desde el principio de los tiempos y como haríamos hasta el fin del mundo.

Ailiolai, ailiolai, ailiolai…

***

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Estaba amaneciendo cuando llegaron a la hondonada. Era el primer amanecer tras la conjunción de las dos lunas llenas, y llevaban semanas caminando por aquellos bosques interminables, atravesando la cordillera en dirección sureste. Ahora, por primera vez, se extendía ante ellos un valle virgen, que descendía suavemente, atravesado por un riachuelo, hasta un gran lago. El río nacía con una cascada en la propia cordillera, al norte de su posición, donde saltaba libre y salvaje entre grandes piedras a medida que descendía hasta el valle, cuyo fondo aparecía cubierto de bosquecillos y monte bajo.

– Al fin – dijo uno de ellos -. Después de tanto tiempo, al fin un lugar donde establecernos.

El líder del grupo asintió gravemente con la cabeza, contemplando el valle que se extendía a sus pies a la luz gris del amanecer.

– No parece que haya casas ni campos. Podemos instalarnos sin que nadie nos moleste y hay sitio de sobra para todas las familias.

– Deberíamos hacer un sacrificio para dar las gracias a los dioses – dijo el otro.

– Sí. Coge a alguien y vuelvan al campamento, díganle a…

– ¡Eh! Aquí hay algo – intervino un tercero -. No somos los primeros.

Se acercaron al centro de la hondonada, donde el más curioso del grupo estaba escarbando con las manos en lo que inicialmente les pareció un mero montículo de tierra cubierta de musgo, hiedra, ramas y raíces. Bajo sus dedos había aparecido un monolito de piedra negra y lustrosa, cubierto de extraños símbolos, y un poco más allá los restos de una pared ciclópea.

– ¿Qué es esto? – masculló el líder.

– No lo sé, pero es artificial. Esto lo construyó alguien.

Otros miembros del grupo habían empezado también a retirar tierra, raíces y piedras sueltas, desvelando las ruinas poco a poco. Entre la tierra empezaba a emerger un ojo bulboso y alargado.

– En todo caso, quien quiera que haya hecho esto debe llevar muerto miles de años. O al menos fuera del valle.

– Tienes razón. Pero, ¿quién habrá sido? Si vinimos aquí es precisamente porque no hay noticias de grandes reinos.

– Una antigua civilización, seguro – dijo el descubridor -. Mira qué dura es la piedra, nadie podría haberla tallado con cincel y martillo. Seguro que su orgullo llegó a ser tan grande que los dioses los castigaron.

– Tonterías – dijo otro -. Seguro que es una tumba. A lo mejor un monumento funerario a algún héroe o un mártir que se sacrificó por su pueblo…

Era el primer amanecer tras la conjunción de las dos lunas llenas, y el anochecer les sorprendió contándose historias sobre aquellas ruinas ancestrales, cuyo origen nadie podía conocer, mientras los clanes acampaban por primera vez en el valle.

Hucancha (18 y final)

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Ascender el angosto barranco que llevaba al altar fue una tarea ardua, casi un sacrificio. Corrían cuesta arriba, arrojando piedras y pegotes de tierra húmeda hacia el fondo, tropezando con raíces y oyendo cómo los insectos chirriaban a su paso. Jadeaban como perros de caza, respirando de forma superficial, cubiertos de sudor y humedad en el frío de aquellas montañas de Anaga en las que los mismos árboles y las hojas goteaban como si lloraran. Las mochilas les pesaban y les parecía que se les iban a partir las piernas y las rodillas por el esfuerzo, pero no podían parar, no podían parar. Naira, que era más ligera, encabezaba la marcha, y en más de una ocasión tuvo que detenerse para esperar a Antonio, que la seguía a trompicones, se retrasaba, y a menudo tropezaba. Seguía como aturdido, mascullando a veces para sí, y ocasionalmente se distraía con la forma grotesca de un hongo pálido y putrefacto o con el chirrido extrañamente articulado de un insecto.

Sonaban voces y ladridos a sus espaldas, cada vez más cerca. Los habitantes de Timabisen los perseguían barranco arriba, decididos a impedir que tocaran el altar de su dios, prisionero, o lo que fuera. Habían conseguido llegar al barranco principal con ventaja y comenzar la ascensión hacia el altar, pero esa ventaja se reducía cada vez más en el empinado barranco donde había comenzado todo. Y arriba, en el cielo, más allá de las ramas y las hojas chorreantes, la oscuridad iba cubriéndolo todo poco a poco, hasta el punto de que resultaba casi imposible ver el camino bajo los pies, y a Naira se le erizó la piel de los brazos al percibir un susurro bestial en el roce de los helechos y los laureles y el sonido de un hocico monstruoso en el viento que los agitaba. La misma piedra a su alrededor parecía vibrar de anticipación, como un depredador dispuesto a saltar sobre su presa.

Oyó ruido a su espalda, un grito ahogado, una voz más potente, triunfal, un ladrido. Se volvió para ver a dos de sus perseguidores abalanzándose sobre Antonio, que parecía haberse detenido, quién sabe si exhausto o para examinar uno de aquellos hongos infernales. Ninguno de los atacantes era ya joven, pero ambos eran sin duda más fuertes que cualquiera de ellos, y había una expresión salvaje en sus ojos, de locura fanática. Maldiciendo, Naira bajó de nuevo la cuesta, abalanzándose sobre el grupo. Antonio estaba en el suelo, apoyado en manos y rodillas, mientras uno de los perseguidores, casi encima de él, trataba de levantarlo por las correas de la mochila. El otro, acompañado de un presa canario, se dirigió directamente hacia Naira. Tenía una escopeta de caza en las manos, y la levantó para darle un culatazo.

No le dio tiempo. Pese a la incomodidad de la mochila, logró deslizarse bajo su guardia y conectar dos puñetazos, uno en el plexo y otro en la garganta. El hombre gorgoteó y trastabilló hacia atrás, a punto de caer, pero se mantuvo firme; Naira no tuvo tanta suerte. El presa se abalanzó sobre ella y la derribó; por un segundo todo lo que alcanzó a ver fueron dientes, babas y pelo atigrado entre negro y gris verdoso. Sintió las uñas del perro rasgarle los brazos desnudos y la sangre correr por ellos; pudo agarrarle la cabeza, jugándose un dedo para evitar que se le cerraran sobre el cuello aquellas mandíbulas enormes, pero el animal debía pesar más de cincuenta kilos y a ella la mochila no le daba libertad de movimientos. Pero no podía perderla. No podía perderla.

Pateó, se revolvió, tiró, empujó y golpeó, sabiendo que si las mandíbulas del presa se cerraban sobre su brazo o su cuello estaba perdida, porque no la soltaría hasta matarla o hasta que el dueño lo ordenara. No podía ver a éste, porque el perro ocupaba todo su campo de visión, pero oía gritos y gruñidos de dolor que solo podían proceder de Toni. Las babas del perro le cubrían la cara y el cuello, y el aliento fétido del animal le llenaba las fosas nasales. Tenía la boca abierta directamente frente a su rostro, bajando lentamente, sin que ella pudiera hacer más que retrasarlo, doblándole los brazos paulatinamente. Ya no oía nada más que el gruñir ronco del presa. Los músculos de los brazos le ardían como si estuvieran en llamas, y la mezcla de sangre y sudor le picaba y le empapaba la ropa. Atrapada entre el animal y la mochila, apenas podía moverse, estaba agotada y no le quedaba mucho por hacer más que rendirse. Centímetro a centímetro, los belfos babeantes se iban acercando cada vez más a su garganta y su resistencia se iba debilitando.

Pero no podía acabar así. No podía rendirse. Qué triste, después de semanas acosada por un demonio prehispánico sobrenatural, que la fuera a matar un vulgar perro de presa en el monte. Y si lo hacía, ¿qué? Aquella cosa quedaría libre, seguiría matando animales y personas, y nadie podría hacer nada. Aquella gente sabía cómo mantener al monstruo apaciguado, pero no sabían contenerlo. No lo harían, porque ni siquiera entendían lo que estaba pasando, solo sabían que alguien quería manipular el altar que habían atendido durante generaciones. Si ellos fracasaban, si Antonio y Naira morían allí, toda la isla quedaría a merced de aquella cosa.

Con un último esfuerzo, jugándosela, soltó la mano derecha del cuello del animal y, cerrando el puño, lo estrelló contra su ojo una vez, dos, tres, mientras pataleaba y trataba de golpearle el vientre. El perro aulló de dolor, rodó hacia un lado, gañendo, y rodó por la tierra húmeda del barranco. Naira se levantó sin perder tiempo, tambaleándose, cubierta de sangre y tierra, y se abalanzó inmediatamente sobre el de la escopeta, que apenas tuvo tiempo de darse la vuelta al oír aullar a su perro.

Sostenida solo por la adrenalina, Naira cerró los brazos en torno al cuello del hombre desde atrás, en la clásica postura del mataleón. El hombre, sorprendido, emitió un sonido ahogado, pero Naira no era lo bastante fuerte como para asfixiarlo sin más. La escopeta cayó al suelo. Cerró sus manos de acero sobre las de ella, que sintió como si se le fueran a romper las muñecas, y dobló la espalda para quitársela de encima. Naira aguantó, flexionando las rodillas para bajar su centro de gravedad, y barrió la pierna del hombre con la suya, haciéndolo caer de rodillas. Ahora sí: Naira echó todo su peso sobre el agarre, presionando la tráquea del hombre como si fuera una tabla de salvación. Las sacudidas se fueron haciendo más lentas, la presión en las muñecas de Naira disminuyó, los gruñidos cesaron, y finalmente el hombre se derrumbó boca abajo, inconsciente. El perro, que ya se había recuperado, ignoró a Naira para venir a olfatear y tratar de despertar a su amo, gimiendo lastimeramente.

Quedaba uno. Antonio no había sido capaz de defenderse; estaba boca arriba en el suelo, cubriéndose el rostro con las manos y el torso con codos y rodillas, mientras el segundo atacante le daba patadas. El hombre solo levantó la vista cuando oyó el martillo de la escopeta de caza.

– ¿Qué haces, niña? Suelta eso.

Naira le apuntaba entre los ojos. No había usado una de esas en su vida, pero eso él no tenía por qué saberlo.

– Déjalo.

– No sabes lo que estás haciendo. No sabes dónde te metes. ¿Crees que lo importante es el altar? El altar no es nada. Es la roca, el barranco… es un lugar sagrado, más antiguo que nosotros, que los guanches, que la Atlántida y que la humanidad. Está aquí y en el madai, donde no puedes tocarlo, pero él puede tocarte a ti. Solo acercarse es peligroso. Si no te mata, te cambia… a ti ya te ha tocado. Puedo verlo, estás marcada. Pero nosotros podemos ayudarte. Suelta la escopeta, vuelve conmigo, vamos a hablarlo. Nosotros sabemos cómo contenerlo…

– Yo sé lo que hay que hacer. Deja a mi amigo, coge al tuyo y lárgate.

– Te vas a hacer daño con eso – el hombre dio un paso a un lado, apartándose de Toni, que se arrastró como pudo, tosiendo, para alejarse de su atacante -. Si subes hasta el altar morirás, o algo peor. No se debe jugar con el Hucancha. Déjalo. Vete.

Naira avanzó un paso más, sin dejar de apuntarle con la escopeta. El cañón temblaba al mismo ritmo que sus brazos de músculos doloridos. Puso lentamente el dedo sobre el gatillo, de manera que el hombre lo viera. Sintió un fortísimo impulso de disparar, una rabia sorda en el pecho que le quemaba subiendo por la garganta. Les habían perseguido con perros, amenazado, pegado… se merecía un tiro entre ceja y ceja. Se merecía que lo matara allí mismo y lo dejara para que los perros se comieran el cadáver y lamieran la sangre. Una descarga eléctrica le recorrió la espalda y estuvo a punto de hacerlo. Notaba la cabeza embotada y la rabia ardiendo como una llama en su pecho. Igual que aquella noche en el Aguere, pero mil veces peor. Apretó los dientes, tratando de contenerse.

– Que te largues. Fuera de aquí, ¡fuera!

El hombre se encogió de hombros y empezó a caminar hacia su acompañante, que seguía inconsciente. Naira lo siguió con el arma, sin dejar de apuntarle. Susurró unas palabras al perro, que se sentó para dejar que levantara al caído y se lo echara al hombro. Miró una vez más a Naira con lo que pareció conmiseración.

– Allá tú, niña.

Esperó hasta que se perdieron tras un recodo del barranco para bajar el arma y dirigirse a Toni, que seguía en el suelo en posición fetal. Lo levantó tirando de las asas de la mochila, aunque le ardieron los cortes del brazo al hacerlo. Él seguía aturdido y sollozando, y en un principio trató de resistirse.

– Soy yo, Toni. Tranquilo. Ya está. ¿Estás bien?

Asintió con la cabeza. Un nuevo relámpago de ira en el corazón de Naira, que se veía obligada a hacerlo todo por sí misma, a rescatarlo a él, a empujarlo hacia adelante y evitar que se distrajera. Este era el que los guiaba por los senderos, el asertivo, el científico. Le daban ganas de abofetearlo.

– ¿Te duele algo? ¿No? ¿Seguro? ¿Nada roto? Pues vamos.

No había tiempo siquiera para lavarse las heridas. Los del caserío se habían ido, pero quién sabía si volverían, y de todas formas no eran su preocupación principal. Había cosas peores allí, cosas que incluso ahora se infiltraban en su mente para incitarla a matar. El cielo seguía cubierto de nubes negras, tan densas que se hacía difícil ver el camino. A medida que avanzaban notaban cómo bajaba la temperatura y, poco a poco, el mundo cambiaba a su alrededor. Todo parecía atenuado, como visto a través de una nube de humo o una niebla fina, a oscuras, pero extrañamente perfilado por una pálida luz de estrellas. Los sonidos (sus jadeos, el repicar de las mochilas y la escopeta, las piedras que desplazaban al caminar) habían quedado amortiguados, excepto por el sonido del viento en las hojas, que se asemejaba cada vez más a un aullido, y aquel gruñido que oyeran la primera vez, cada vez más profundo y ronco, como si la misma roca estuviera a punto de temblar y rasgarse bajo sus pies. Les invadió las fosas nasales el hedor a sangre, putrefacción y tierra removida que había descrito Antonio en su primer encuentro con la cosa. Un poco más adelante la degollada trazaba una curva cerrada, tras la que se encontraba el altar. Ya estaban cerca… al alzar la vista hacia el recodo, Naira se detuvo en seco, haciendo que Toni chocara contra su mochila.

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Había algo allí. Una sombra más oscura detenida en medio de la curva, negro sobre negro, inmensa, amenazadora, con aquellas pupilas de luz moribunda. Fue solo un instante, casi demasiado rápido como para que el ojo lo registrara, pero allí estaba. Esperándoles.

– Vamos.

Se le pusieron los pelos de punta al llegar al recodo, pero allí no había nada. Ante ellos, a pocos metros, la roca y el altar. Seguía como lo habían dejado, cubierto de hojas secas y putrefactas bajo las que se entreveían restos de huesos de animales y manchas de sangre oscura, todo ello rodeado de las velas metidas en vasos, esta vez encendidas. Sobre todo ello, la figura de la bestia presidía orgullosa. No había rastro de Yeray por ningún lado, aunque Naira se preguntó si alguno de aquellos huesos no era demasiado largo para ser de cabra.

Recorrieron los últimos metros casi a la carrera pese al cansancio y al dolor. Toni iba rezongando algo a la espalda de Naira, entre dientes, de manera que no podía entender lo que decía. Soltaron las mochilas en el suelo, aliviados de librarse de su peso, y tras descalzarse comenzaron inmediatamente los preparativos. Se quitaron la ropa para lavarse la tierra y la sangre con agua que habían traído en varias botellas, antes de proceder a las abluciones siguiendo el estricto ritual que les había indicado Galván: manos, cara, cabeza, pies. Se vistieron con ropa blanca de lino, que tenían en el fondo del armario desde que habían ido a los Indianos unos años antes y habían tenido que volver a lavar con agua consagrada y sal.

– Haz tú el círculo, toma – Naira le tendió a Toni una jarra de cristal llena de una mezcla de sal marina y resina de pino -. Yo iré haciendo la limpieza.

– Esto no va a funcionar – era la primera vez que hablaba claro en un largo rato-. Estas supersticiones…

– ¿Otra vez, Toni? ¿Después de todo esto, otra vez? – de nuevo sintió ganas de pegarle, de aplastarle la cabeza con una piedra, de quitárselo de encima -. Haz el favor de empezar.

Aún así, rezongó mientras trazaban un círculo interrumpido por la piedra del altar. Él lo iba delimitando con la sal, mientras Naira avanzaba justo detrás asperjando agua con un hisopo de helecho.

– Venimos a este círculo purificados. Hemos pasado por las aguas y las aguas nos han purificado. No tardaremos, no nos echaremos atrás. Conjuramos por los fuegos de la Tierra y por la luz del cielo a los espíritus que moran en este círculo para que sean expulsados, para que huyan a los abismos del mar. Ningún demonio, ni macho ni hembra, puede entrar en este santuario. Las dos puertas de la tierra están cerradas.

Ya estaba hecho. No podían salir, ni nada podría entrar. Aunque los amuletos de Galván habían perdido su poder, ahora estaban a salvo… al menos por un tiempo. En cuanto hubo asperjado la última gota de agua, un gruñido profundo retumbó en el barranco, haciendo estremecer las paredes. La oscuridad descendió sobre ellos, tan profunda que apenas veían nada más allá de los confines del círculo.

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– Está funcionando.

Antonio rezongó, sin más, mientras dejaba el tarro de nuevo en la mochila. Naira le indicó que preparara el siguiente paso mientras ella se situaba en el centro del círculo, de cara al altar, con los brazos en alto.

– Las dos puertas de la tierra están cerradas, las dos puertas del cielo se abren. El sello está roto. Hemos abierto las dos puertas para que se nos permita pasar. Las dos puertas del cielo están abiertas y las huestes del cielo relucen. La luz del cielo se eleva en su caverna. Sus ojos iluminan la noche y la asamblea se inclina ante ella, que está en lo ardiente.

Toni había colocado frente a ella varios cuencos de barro. Uno lo llenó de agua destilada, otro de agua del mar, y en el tercero introdujo una mezcla de resina de cedro y de pino e incienso, que regó con aceite de oliva. Cuando Naira se lo indicó con un gesto, le prendió fuego con una cerilla. Una nube de humo gris azulado se alzó frente al rostro de Naira, casi ocultando el altar y enroscándose como una serpiente hacia el cielo. Ella se inclinó para coger uno el cuenco de agua marina y de nuevo asperjó con el hisopo, esta vez en las cuatro direcciones.

– En el principio solo existían las aguas del abismo, de las que todas las cosas se alzaron y al que todas las cosas volverán. De las aguas del mar surgió la vida y al abismo del océano ha de regresar. Rodeado por el abismo, este círculo es el universo.

Dejó el cuenco en el suelo y prendió una ramita que le tendió Toni en las llamas. A la luz del fuego pudo ver, más allá del círculo, aquella mancha negra de oscuridad sobre oscuridad que lo rodeaba, paseando como un león enjaulado, buscando un resquicio, un lugar por el que poder entrar. Podía sentir su mente hambrienta y furiosa arañando las puertas de su cerebro, tratando de entrar y devorarla, sumergirla en una erupción de terror y rabia. Tenía que aguantar.

– El fuego de las profundidades agitó las aguas del abismo para hacer surgir la tierra. El fuego del cielo y el fuego de la tierra mueven a todas las cosas y les dan la vida y todo lo destruyen y lo aniquilan. Entre el fuego del abismo y el fuego del cielo, este círculo es el universo.

Dejó caer la rama encendida en el cuenco y, con los brazos extendidos giró sobre sí misma:

– Esta es la montaña sagrada cuyo pico toca el cielo y cuyas raíces están en el abismo. Este es el centro del mundo, el pilar de los cielos, el sustentador del cielo y la tierra.

No importaba dónde mirara, la cosa estaba allí. Sus ojos brillaban como cristales rotos en medio de la oscuridad, y su forma se desplazaba al mismo tiempo que ella, siempre al otro lado del círculo, acechando. Toni estaba inquieto y se removía, sin saber qué hacer mientras ella realizaba el ritual. Cada vez que atisbaba a la cosa que los perseguía daba un respingo y se movía, como tratando de huir, pero él también estaba atrapado, incapaz de salir del círculo.

Naira le indicó que le trajera el siguiente elemento del ritual: un cuchillo de obsidiana, tallado al estilo de los aborígenes, vidrio volcánico que resplandecía cruelmente a la luz del fuego. Con él en la mano, se acercó hasta el altar y, aunque se le cortaba la respiración y se le erizaba la piel, aunque todos sus nervios tiraban en dirección contraria y le suplicaban a gritos que no lo hiciera, agarró el ídolo. Era como agarrar un trozo de hielo, tan frío que le quemaba las manos. Cuando intentó moverlo resultó más pesado que el perro que se había quitado de encima minutos antes, más que la mochila, más que cualquier peso que hubiera levantado en su vida. Era como tratar de levantar una montaña, pero perseveró, sabiendo que no había otra opción. La mente se le inundó de pánico y de miedo, como si la estatua fuera una serpiente dispuesta a morderla o un carbón encendido. Apretó los dientes. Era buena señal: el Hucancha estaba tan asustado como ella. Iban por buen camino.

Finalmente, de un tirón que casi la hizo caer de espaldas, arrancó el ídolo del altar, y con él en la mano volvió al centro del círculo, donde Toni ya había trazado una cruz de brazos iguales con la sal y la resina, como un gigantesco punto de mira. Dejó el ídolo en el suelo y se arrodilló. Esta era la peor parte, pero no había otra opción. Sosteniendo la mano izquierda sobre la boca de la imagen, deslizó la hoja sobre la palma, haciéndose un profundo corte. El filo cristalino penetró la carne como si no existiera, rasgando la piel en una línea recta de la que brotó un borbotón de sangre que llovió sobre el ídolo, manchándole la boca y la cabeza.

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– Por esta sangre que hueles y quieres derramar te conjuro, perro maldito, para que vengas aquí, a este círculo, a esta figura que te representa y la habites y la animes. Seas dios o diosa, espíritu o demonio, macho o hembra, del mar o del cielo o de la tierra, Hucancha, Yrguan, Tibicena o por cualquier nombre al que respondas, si tienes nombre, yo te conjuro y te ordeno que vengas a esta imagen por las virtudes y potencias del cielo, del abismo y de la tierra, por las dominaciones y los principados y las huestes resplandecientes y oscuras.

Tendió la mano a Toni para que se acercara, pero él estaba al borde del círculo, mirando hacia afuera, temblando como presa de la fiebre y musitando por lo bajo. Al otro lado Naira pudo ver la forma oscura de la criatura: estaba de pie, erguida, como un hombre, mirando fijamente a Toni con aquellos ojos pálidos y fríos, y era más alta que él. Hucancha. Hombre perro. No se enfrentaban a un mero animal.

– Esto no va a funcionar.

– ¿Qué dices? Ven aquí, tenemos que acabar con esto.

– No va a funcionar. Todo es culpa tuya, todo es culpa tuya, Naira, ¡culpa tuya!

– Ahora no hay tiempo, ven aquí.

Se volvió hacia ella con el rostro congestionado, distorsionado por una expresión de furia ciega. Avanzó dos pasos dentro del círculo, alzando la mano como si fuera a pegarle.

– Si no hubieras ido detrás de Yera, si no hubiéramos venido hasta aquí todo esto no habría pasado. Todo es culpa tuya.

– Vale, lo que tú quieras, pero ven aquí, tenemos que terminar el ritual.

– ¡El ritual es una machangada, y estamos aquí jugándonos la vida, haciendo el idiota, y Yera e Iris están muertos, y Bruno, y todo es culpa tuya!

Naira se levantó y se acercó a él para apaciguarlo, con las manos en alto. No se había dado cuenta de que en una de ellas llevaba aún la tabona. Al verla Toni dio un salto,  con la cara retorcida de miedo y de rabia.

– ¿Me vas a sacrificar a mi también?

– ¿Pero qué…?

No le dio tiempo a terminar. Toni se abalanzó sobre ella, echando espumarajos por la boca, tratando de quitarle el cuchillo de la mano. Forcejearon, tropezando con las mochilas, con la escopeta de caza, con el ídolo, y a punto estuvieron de volcar los cuencos de agua y fuego. Naira sabía luchar, pero Toni era más grande, más pesado, y parecía poseído de una cólera bestial, tan enloquecido que ni acusaba los golpes ni le importaba que Naira lo desequilibrara o barriera, porque se limitaba a lanzarle todo su peso encima como un saco. La tenía agarrada por la muñeca con las dos manos y lentamente, lentamente, iba doblándosela, llevando el cuchillo peligrosamente cerca de su cara.

– Todo es culpa tuya, culpa tuya, culpa tuya…

La hoja de obsidiana rozó la piel de Naira bajo el ojo derecho, derramando una lágrima de sangre que corrió por su mejilla. Con el peso de Antonio detrás se hundió en la carne, amenazando con enterrarse bajo el globo ocular. Ella se vio sacudida por un ataque de pánico. El ojo no, el ojo no. Sin pensar, pateó, empujó, mordió, olvidada ya toda la técnica, poseída solo por el terror y por la furia de verse atacada por su amigo, amenazada, culpada después de todo lo que había hecho, de todo lo que había pasado.

No supo cómo, pero en un segundo Toni trastabilló hacia atrás, ya separados ambos, tropezó, y, con una expresión de pánico que Naira recordaría toda la vida, cayó fuera del círculo. A merced de la bestia. Cada fotograma de su caída pasó por el cerebro de su amiga como una secuencia de diapositivas. La furia, la sorpresa, el miedo, el arrepentimiento, la expresión de desamparo, suplicante, rogándole que lo ayudara, que saliera ella también del círculo, que lo salvara de aquella cosa que ahora estaba allí, con él.

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Por primera vez pudo Naira ver bien a la criatura, allí, en el otro lado, fuera del tiempo y del espacio, que el habitante de Timabisen había llamado madai. Lo vio y no lo vio. Ya no era una sombra oscura, sino una figura resplandeciente, de un blanco espectral que le quemaba los ojos. No vio formas, sino sensaciones. Vio un hambre famélica y angulosa, una cólera afilada y babeante, un frío glacial de los abismos submarinos y un calor infernal de la profundidad de los volcanes. Vio un rostro de bestia y de hombre, una inteligencia mucho más vasta que la suya, lastrada por una bestialidad atávica, abismal y primordial. Aquellos ojos de estrellas frías la traspasaron, más afilados que el cuchillo de obsidiana, como dardos de hielo, y ella chilló, derrumbándose de rodillas dentro del círculo, de miedo y de dolor. El cuerpo de Toni se revolvía bajo las patas de aquella cosa fantasmal, y el chillido que emitió, alto y claro como un cristal, se le metió en los oídos, aunque no fue tan terrible como el silencio absoluto que siguió cuando se cortó de cuajo.

Llorando, se arrastró de nuevo hasta el ídolo, dejó que las lágrimas que arrastraban la sangre de la herida de su mejilla gotearan sobre su boca, y volvió a cortarse la mano, murmurando el hechizo con voz embotada. Ahora solo necesitaba su propia sangre: la única que la bestia no se había cobrado ya. Esto lo hacía ahora para salvarse a sí misma y a al resto del mundo, pero sus amigos ya no tenían salvación… y la culpa, como había dicho Toni, era suya. Ella había seguido a Yeray, y no lo había querido acompañar a ver a Galván, y ahora había empujado a Toni fuera del círculo, a la muerte.

– … por las dominaciones y principados y las huestes resplandecientes y oscuras. Ven aquí, a este ídolo, habítalo y anímalo y comparte su destino.

Una ráfaga de viento agitó las llamas y dispersó la nube de incienso. El aire en el interior del círculo se oscureció, como si lo hubiera cubierto una nube de alquitrán o de tinta de calamar. Durante un segundo no vio nada, pero, cuando se le aclaró la visión, supo que había funcionado. El ídolo emitía pulsaciones de hambre, de odio, de rabia, de pánico y de crueldad. Nada había cambiado en apariencia, pero podía sentirlo, podía sentir la luz pálida que temblaba en el fondo de los ojos de la estatua.

Aunque abrumada por las sensaciones, no perdió el tiempo. Con un cordón de cuero trenzado, teñido de rojo, ató las cuatro patas y las fauces de la estatua con múltiples vueltas y nudos, mientras recitaba con voz rota y ahogada.

– Así como amarro a esta imagen te amarro a tí, Hucancha, Yrguan, Tibicena, o por cualquier nombre al que respondas, si tienes nombre. Así como ella no puede andar, ni caminar, ni correr, ni levantarse, ni hablar, ni morder, que tú no puedas andar, ni caminar, ni correr, ni levantarte, ni hablar, ni morder.

Sacó de la mochila varios clavos, con los que atravesó los ojos, las patas y la boca de la figura, golpeándolos con una piedra plana llena de símbolos que Galván les había dado. El último, de casi treinta centímetros, lo clavó atravesando la figura en el punto exacto en el que se intersectaban los brazos de la cruz de sal.

– Si en la cruz te mato, con la cruz me das vida. Como clavo a esta figura para que no pueda ver, ni hablar, ni morder, ni andar, ni correr, ni levantarse, te clavo a ti para que no puedas ver, ni hablar, ni morder, ni andar, ni correr, ni levantarte – la asperjó con agua consagrada -. Cruz, perro maldito. No te corto con cuchillo ni con hierro martillado, sino con palabras ciertas y verdaderas. Te corto los tendones y la espalda, la lengua y los ojos, para que quedes inmóvil e inerte y no puedas hacer daño ni atacarme a mí ni a nadie.

El ídolo se estremecía en sus manos como una criatura viva que tratara de escapar. Aún la recorrían oleadas de pánico y miedo y accesos de cólera injustificada, contra todo y contra todos. Contra los habitantes de Timabisen, contra Galván, contra la funcionaria que había mentido a Iris y la policía que no la había encontrado, contra los padres de Yeray que habían tardado dos días en denunciar la desaparición. El cuerpo le pedía soltar la imagen, volver a Santa Cruz y acabar con todos ellos. Pero no podía, no podía. Tenía que resistir y terminar el rito o nada habría valido la pena.

Lo colocó de nuevo en el altar y esparció en el cuenco que ardía hojas de laurel, tomillo, torvisco y ruda y cabezas de ajo. Levantando el cuenco, con cuidado de no quemarse, sopló el humo sobre el ídolo; tras dejarlo en su lugar, tomó el de agua del mar y sumergió en él la imagen.

– Como esta imagen sumerjo en el mar, así tú, perro maldito, Hucancha, Yrguan, Tibicena, por cualquier nombre al que respondas, si tienes nombre, que seas tirado al fondo del mar, al abismo más profundo, donde no crezcas ni permanezcas, ni a criatura alguna le hagas ningún mal.

Estuvo a punto de derramar el cuenco: el ídolo se movía realmente en sus manos, debatiéndose contra las cuerdas, los clavos y el agua, y casi sintió aquellas fauces de hielo cerrarse en su corazón e inundarlo de odio y de rabia. Pero también sintió miedo; no solo las oleadas de pánico acostumbradas, que le hacían temblar las piernas y llorar los ojos, sino verdadero terror procedente de la bestia que estaba atrapada en la estatua. El ser le tenía miedo. Eso le dio fuerzas. Y cuando dejó el ídolo en el altar y repitió por última vez “cruz, perro maldito, huye a la profundidad de los abismos a reventar”, sintió como de pronto todas aquellas sensaciones desaparecían. El ídolo era un trozo de madera inerte; el viento ya no susurraba. La nube negra había desaparecido y la luz del sol bañaba las plantas y las rocas a su alrededor. De Toni no había ni rastro.

Lo había logrado. El monstruo estaba preso, inerme, no muerto, pero soñando, como había dicho Galván. Lo había hecho. Estaba a salvo.

Lloró de alegría y felicidad, de tensión y de alivio, aunque sabía que aún no podía abandonar el círculo. Levantándose, derramó parte del agua del mar sobre el ídolo y el resto alrededor del círculo.

– Esta agua consagrada del abismo abre las puertas de la tierra y cierra las puertas del cielo. Que ella purifique las miasmas y los males y arrastre la corrupción y el dolor. Todo está completado.

Abandonó el círculo, casi temiendo que el Hucancha se abalanzara de nuevo sobre ella. Pero no, permanecía allí, inerte, atrapado en su imagen. Los de Timabisen sabrían qué hacer con él cuando volvieran al altar, seguramente ese mismo día. Ahora ella tenía que volver, conduciendo el coche de Toni, cuyas llaves estaban en la mochila, y pensar en cómo iba a explicarle todo eso a su familia.

Recogió con lágrimas en los ojos al pensar en sus amigos, pero también en ella. Porque había visto cosas que poca gente es capaz de ver, y había sobrevivido. Galván les había dicho que, una vez uno mira más allá del velo, ya no hay vuelta atrás, y tenía razón.

Aún no sabía cómo, pero su vida había cambiado para siempre.

Hucancha (17)

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El trayecto a través de Anaga, en dirección al caserío que Galván les había indicado, Timabisen, no fue especialmente placentero. Toni conducía con los nudillos blancos y la vista al frente, apretando los dientes tan fuerte que a veces le chirriaba la mandíbula. De vez en cuando, mirándolo de reojo, Naira alcanzaba a ver lágrimas en sus ojos. Por las mentes de ambos pasaban una y otra vez Iris y Yeray, desaparecidos y seguramente muertos, devorados o lo que fuera por aquella cosa en la que no querían creer, pero no les quedaba más remedio. Aquella cosa cuyo poder era más grande en el lugar al que se dirigían, donde los amuletos de Galván no podrían protegerles.

Intercambiaron solo algunas palabras mientras estuvieron en el coche. Naira no tenía ganas de hablar, y Toni apenas respondía con gruñidos. Cuando pasaron Las Casillas y empezó el camino a pie, entre aquellos hongos carnosos y pútridos que parecían multiplicarse a su alrededor y las tallas cada vez más presentes de espirales y otros glifos, la actitud de Antonio se fue haciendo cada vez más preocupante. Miraba atrás constantemente, y cualquier rudo le hacía saltar. Los dos estaban nerviosos, pero lo de él parecía algo más, algo insano. Se detenía a veces a observar los jeroglíficos que había tallados en los árboles y las piedras, algunos medio cubiertos de musgo y líquenes, y Naira tenía que tirar de él para que siguiera. Apenas habló hasta que se detuvieron a descansar, soltando las pesadas mochilas donde llevaban todo lo necesario para el rito.

– No me lo quito de la cabeza.

– ¿El qué? – preguntó Naira, rebuscando en la mochila hasta que encontró una botella de agua.

– Lo que nos enseñó Galván. Esa cosa que nos caza. Si es todo verdad…

– ¿Todavía no te lo crees?

Él asintió con la cabeza, pesadamente, como si le costara mucho.

– Sí, sí. Me lo creo. No me queda más remedio. Ese es el problema.

– ¿El problema por qué?

Antonio soltó una carcajada amarga.

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– ¿Qué por qué? Esto lo cambia todo. Todo lo que sabíamos… existen espíritus, o demonios, o como los quieras llamar, entidades que no son biológicas, energías que la ciencia no conoce y no puede medir, y vamos a hacer un ritual en medio de un barranco, ¿y no ves el problema?

– Me da igual – Naira se encogió de hombros cuando él la miró horrorizado-. No importa lo que yo piense, las cosas son como son y hay que aceptarlas. Si esto es lo que hay que hacer para acabar con todo esto, vamos a quitárnoslo de encima ya.

Antonio bebió de su botella de agua sin levantar la vista del suelo, negando lentamente con la cabeza.

– Claro que importa. Claro que importa – murmuró -. Todo lo que creíamos que sabíamos… no sirve nada, la ciencia, nada… todo a la mierda.

Naira se levantó de la piedra en la que estaba sentada, sacudiéndose la tierra de los pantalones.

– Vamos. Se nos va a hacer tarde.

Él la obedeció sin hacer más comentarios, aunque durante el resto del trayecto continuaba extrañamente fascinado por las tallas, y en más de una ocasión se acercó a los hongos para estudiarlos detenidamente.

– No son hongos normales… tienen algo que ver con esto, seguro. Si pudiéramos estudiarlos… a lo mejor las esporas que dijo la de Patrimonio…

– ¿Ahora sí crees en lo de las esporas? Anda, vamos.

Naira, desde luego, no estaba tan segura como parecía, pero sabía que lo mejor que podía hacer era aparentarlo. No podían permitirse que los dos cayeran en un estado de agitación y empezaran a cuestionarse la vida y el universo. Ahora no. Ya habría tiempo más tarde, cuando todo hubiera terminado. Ahora había que tirar para adelante y no mirar atrás ni pararse por cada perro que ladrara. Tenían otro perro, mucho mayor, del que ocuparse. Le inquietaba que Toni pareciera no tener la misma resolución que ella; parecía siempre tan asertivo y seguro de sí mismo que verlo así, mascullando y cuestionándoselo todo, era profundamente perturbador.

A ella, más que las implicaciones para la ciencia, le preocupaba lo que significaba para su futuro, para su vida. Sin pretenderlo habían entrado en un mundo del que hasta ese momento eran ignorantes, y en este caso la ignorancia era una bendición. Ahora que sabían que estas cosas estaban ahí fuera, que habían leído los libros de Galván y sabían lo que eso significaba, aunque solo podían entender una millonésima parte de todo lo que había pasado por delante de sus ojos… ¿cómo iban a seguir ignorándolo? ¿Se lo permitirían si quiera las cosas que habitaban ese otro mundo? Si el simple hecho de tocar el ídolo había desencadenado todo esto, ¿qué pasaría una vez hubieran hecho magia de verdad?

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Llegaron al caserío, apenas cuatro casas en torno a un edificio más grande que podía ser a la vez venta, bar, centro comunitario, almacén y quién sabe qué más. Al otro lado asomaba una ermita destartalada entre los árboles, y por todas partes dormitaban perros enormes. Cuando ya casi habían atravesado Timabisen y buscaban la boca del barranco, alguien se interpuso en su camino. Era un señor mayor, aunque aún erguido y de espaldas anchas, con su chaqueta de pana contra el frío y la humedad de Anaga y su camisa blanca. Tenía los ojos hundidos, rodeados de venillas rojas, y Naira se fijó en que en ellos también brillaba aquella peculiar luz pálida, aunque mucho más tenue que la de Galván.

– Buenos días.

No les quedó más remedio que detenerse. Toni, que normalmente tomaba el liderazgo en estos casos, se quedó un paso atrás, así que fue Naira quien se enfrentó al hombre.

– Buenas.

– ¿Qué hacen aquí?

Ella se encogió de hombros. El anciano frunció el ceño e insistió.

– ¿A dónde van?

– Estamos de senderismo.

– Por aquí no hay sendero ninguno – dio un paso más, interponiéndose entre ellos y la boca del barranco -. Se van a perder.

– No se preocupe – respondió Naira, rodeándolo -. Conocemos el camino.

– Que no hay camino ninguno – restalló el viejo con su voz cascada, volviendo a adelantarse-. Váyanse, por favor.

– Mire – Naira se le enfrentó con las manos en las caderas -. Sabemos lo que está haciendo, pero no nos va a impedir hacerlo. Estamos todos en el mismo lado. Ustedes llevan conteniéndolo ni se sabe cuánto, y nosotros queremos que vuelva a estar controlado. Déjenos pasar.

– No sé de qué me habla, joven – el viejo echó una mirada fugaz al barranco, pero cerró con obstinación sus manos surcadas de venas azules -. Si van por ahí se van a acabar matando. No va a terminar bien.

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Naira no contestó. En su lugar, se echó las manos a las asas de la mochila, le dio un codazo a Antonio, y echó a andar. No había dado dos pasos antes de que la mano del viejo se cerrara sobre su brazo como un cepo. Estaba frío, más de lo que debería a pesar de la humedad del aire, y le hizo daño. Era como un grillete de hierro cerrado sobre su bíceps. Naira tardó una fracción de segundo en reaccionar, pero el entrenamiento entró en juego casi por reflejo. Pivotando sobre el pie derecho, descargó el puño sobre la oreja del viejo con todo su peso; el cepo de su brazo se abrió con un grito, al que siguió otro cuando un segundo golpe derribó a su atacante sobre la tierra fría y húmeda.

– ¡Corre!

Corrieron los dos, bajando a trompicones la pendiente que llevaba al barranco, casi sin prestar atención a las velas encendidas en sus vasos a ambos lados. Cuando pasó junto a Toni, Naira tuvo que empujarlo también, casi arrastrarlo, porque en su aturdimiento no había tenido tiempo de reaccionar a todo lo que estaba ocurriendo. A su espalda se oían los gritos del anciano, y otras voces que les respondían.

Llegaron al fondo, giraron en dirección a la cumbre, al lugar del que venía el barranco, más allá de cuyos recovecos se encontraba el altar fatídico dedicado a la cosa que les perseguía. El peso de las mochilas les dificultaba la marcha, pero no podían dejarlas atrás ni prescindir de nada de lo que cargaban. El ritual tenía que llevarse a cabo con la máxima exactitud si no querían acabar como Yeray. En lo alto del barranco, las voces, cada vez más airadas, empezaban a descender también la pendiente.

– ¡Corre, corre, corre!

Sobre ellos, una inmensa nube negra empezaba a cubrir el cielo encapotado, y un rugido profundo, como un trueno, llenó los estrechos confines del barranco.

Había llegado.

Hucancha (16)

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La semana que siguió a la entrevista con Galván fue una de las más extrañas y duras de la vida de Naira y Antonio. Para empezar, los padres de Yeray habían denunciado su desaparición, y la policía no se creía que fuera casualidad que un amigo de Iris al que habían tomado declaración un par de días antes se desvaneciera súbitamente. Se barajaban todo tipo de hipótesis, que nadie les contó a ellos mientras los hacían prestar declaración una y otra vez, no solo ante la policía sino también ante el juez de instrucción. Les preguntaron insistentemente por sus actividades durante la última semana, por la pelea en el Aguere, si se habían vuelto a ver, qué habían hablado, incluso les pidieron los móviles para ver los mensajes. Naira mencionó a la técnica de Patrimonio que había hablado con Iris, igual que la había mencionado anteriormente, pero los agentes no parecieron darle importancia. Las palabras de Galván sobre “lo que significan esos apellidos” no se apartaban de su cabeza al ver la desidia de los policías.

Cuando no estaban declarando estaban en casa de Augusto Galván. Ambos dejaron prácticamente de ir a la universidad, a pesar de que se acercaban fechas de entrega de trabajos y exámenes. Daban cualquier excusa a familia y amigos, prácticamente no respondían a los mensajes, y se encerraban en la cavernosa mansión de aquel hombre misterioso que pretendía entrenarlos para acabar con la cosa sobrenatural que los perseguía.

Durante la semana siguió habiendo ataques por toda la isla. Saltaron de las historias de Instagram a los periódicos: animales muertos, destrozados como por unas fauces descomunales, muchos de ellos en la carretera o en el campo, pero otros dentro de patios cerrados o incluso en jaulas, en lugares a los que era prácticamente imposible que un perro u otro animal asilvestrado pudiera entrar sin ayuda, mucho menos salir sin dejar rastro. Y, sin embargo, allí estaban. Pollos, conejos, perros y gatos sobre todo, muchas cabras, algún caballo. La especulación se desató en los medios y en los comentarios de internet. Perros asilvestrados, un animal salvaje escapado del Loro Parque, que lo negaba rotundamente, un psicópata suelto, una secta, rituales satánicos o de santería, que eran la primera opción de mucha gente siempre que pasaba algo extraño, incluso ovnis. La Guardia Civil emitía comunicado tras comunicado, informando a la población de que estaban investigando el asunto, pero nunca parecía haber resultados.

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Antonio y Naira siguieron experimentando visitas de aquel ser, suficientes para que incluso Antonio se convenciera, pero, aunque el pánico y la angustia de sentir una presencia alienígena, hambrienta y feroz acosarles en cualquier lugar seguía presente, la cosa parecía incapaz de atacarles, o siquiera de acercarse mucho. Ambos llevaban en todo momento al cuello unos preparados que les había entregado Galván, en bolsas de cuero, exigiéndoles que no las abrieran. Les había asegurado que les mantendría a salvo de la criatura temporalmente, pero advirtiéndoles de que perderían su efecto en pocos días, y no tendrían ningún poder una vez llegaran al altar. Y aún así, cada vez que las luces se atenuaban a su alrededor, cada vez que veían aquel fulgor de estrellas lejanas clavándose en su interior, cada vez que oían el profundo gruñido que sonaba como un trueno y olían a tierra removida y sangre, volvían a experimentar el terror atávico de la presa que se encuentra frente a frente con el depredador.

Galván los sometió a un régimen estricto de instrucción, aunque según él eran solo unas nociones, suficientes para ejecutar lo que tenían que hacer y poco más. En aquella casa antigua y llena de sombras y sonidos extraños que se arrastraban por los rincones les mostró fragmentos traducidos de obras de las que nunca habían oído hablar: los Cultos sin Nombre de Von Juntz,  el Testamento de Fray Arnau, el Ars Magna et Ultima de Ramón Llul, las Observaciones sobre varios lugares de África, de sir Wade Jermyn, el Testamento de Salomón, el Picatrix, el Libro de las Sombras de Honorio, el Dogma y Ritual de la Alta Magia de Eliphas Levi, o el Misterios del Atlas de Carignan. Otros que vieron en la biblioteca no se los dejó siquiera tocar: el Cultes des Ghoules, en francés, el Liber Ivonis, otro en latín encuadernado en metal, De Vermiis Mysteriis, y por encima de todo un pequeño librito, casi del tamaño de un misal, encuadernado en tela amarilla, que se apresuró a guardar bajo llave en cuanto vio que había llamado la atención de Antonio.

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Fuente: parapedia.fandom.com

Les enseñó la estructura básica del ritual, qué debían hacer y cómo, y sobre todo, para que no creyeran que podían tomar atajos, el por qué era importante cada paso y cada sílaba. Les hizo aprenderse de memoria fragmentos, no solo de los libros, sino de testimonios orales que tenía manuscritos en varias carpetas, algunas de las cuales parecían tener siglos de antigüedad. Les dio instrucciones precisas sobre cómo debían prepararse antes del rito, qué debían hacer y qué debían editar, pero, sobre todo, los sometió a un régimen estricto de entrenamiento.

Naira había hecho mindfulness alguna vez, en el gimnasio, e incluso Antonio había probado, pero eso se parecía a lo que hacían con Galván como construir un castillo de arena en la playa a dirigir las obras de una catedral. Pasaban horas cada día vaciando la mente, focalizando la atención en un solo punto hasta que les dolía incluso pensar, apartando cualquier distracción y cualquier pensamiento errante para concentrarse únicamente en la tarea que tenían a mano. Galván se paseaba tras ellos armado con una vara, como en los templos budistas, para tocarles ligeramente el hombro o la cara si veía que se distraían.

– La parte más importante de la operación es la concentración. Los hechiceros tailandeses lo llaman samatti, que deriva de samadhi, la unión con el universo. En Japón es zanshin, la mente absolutamente concentrada y consciente, que puede usarse como una espada; ya los sacerdotes egipcios afirmaban que se transformaban en cuchillos cuando iban a operar un ritual. La operación mágica es como agarrar a un tigre por la cola. Si falla la concentración un solo segundo, el tigre escapa y devora al hechicero. Tengan esto muy presente.

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Nunca habían estudiado tanto, entrenado tanto, ni se habían esforzado tanto. Cada noche volvían a casa ojerosos, exhaustos y saturados, incapaces de hacer nada más que cenar y acostarse, y a la mañana siguiente regresaban a casa de Galván para continuar. Las condiciones del ritual, que les imponía una estricta abstinencia y unas condiciones de ayuno que se iban a agravar considerablemente en los tres últimos días, no hacían que estuvieran precisamente en la mejor forma. Pero continuaban delante. Se lo debían a sus amigos, que seguramente estaban muertos, sí, se lo debían a toda la gente de la isla, pues Galván les había advertido que si no detenían a la criatura pronto empezaría a atacar a seres humanos, pero, sobre todo, era una cuestión de supervivencia propia.

El jueves, una noticia dio la alarma en toda la isla. Un niño pequeño había desaparecido en Tacoronte y se creía que su desaparición podía estar relacionada con los ataques a animales, si bien la Guardia Civil y la Policía Nacional pedían calma y no sucumbir a la histeria. Esa misma noche Galván les informó de que, a partir del día siguiente, no podían consumir ningún producto animal ni beber más que agua, y solo podrían hacer una comida al día. La fase final había comenzado.

El domingo por la mañana, Antonio recogió a Naira en su casa.

– ¿Lo tienes todo?

– Sí.

– Vamos allá.

Hucancha (15)

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Yeray corría lo mejor que podía por el cauce del barranco. La pesada mochila amenazaba con hacerlo caer de bruces, las piedras y la tierra se movían bajo sus pies, y más de una vez tropezó, yéndose de cara contra raíces húmedas o masas de hongos carnosos de olor repugnante, que se mezclaba con el del barro y un persistente hedor que no sabía de dónde procedía. A su espalda oía los gritos de sus perseguidores y el ruido que hacían las piedras al rodar barranco abajo a su paso, pero, incluso con la mochila, él era más rápido, más ágil y más joven, y llevaba mejor calzado. Tenía que llegar al altar, detener de una vez aquello y librarse, él y sus amigos, de aquella cosa que los perseguía.

Respiraba con agitación, sintiendo el pulso latirle en las sienes y el corazón en la garganta. El cauce serpenteante del barranco parecía no terminar nunca y retorcerse sobre sí mismo, como un laberinto encajado entre las montañas, o una espiral que no terminaba nunca. Espirales como las que decoraban las piedras y las casas, como las que se encontraba a veces a unos centímetros de la cara cuando tropezaba y se iba contra las paredes del barranco. Le ardían las piernas y la base de la espalda de correr, y los ruidos a su espalda, pese a todo, cada vez estaban más cerca. No podía desfallecer, no podía detenerse, pero cada vez le costaba más y más seguir. Sabía que el altar no debía estar muy lejos, pero a cada paso le pesaban las piernas como si llevara pesas de plomo en los tobillos.

Llegó a un cruce y se detuvo un instante a recobrar el aliento. Allí confluían el barranco principal que llevaba hasta la playa, el ramal por el que él venía, y el afluente donde habían encontrado el altar. Era el punto exacto en el que se habían detenido en aquella maldita caminata, el punto en el que habían oído el rugido extraño que habían atribuido a cualquier cosa menos a lo que realmente era: el despertar de aquel ser primitivo que ahora los acechaba. Tuvo que pasar bajo una cortina de helechos, raíces y hojas para salir a la encrucijada; normal que en su primera visita no hubiesen visto aquella entrada. Alzó la vista, más allá de las paredes escarpadas que ocultaban aquellos caminos cortados a hachazos en las montañas, y se le heló la sangre al ver cómo el cielo azul de Anaga se iba cubriendo lentamente de una nube negra, ominosa, idéntica a la que habían visto en la playa el día fatídico, y que se movía contra el viento. Las sombras crecieron a su alrededor, trepando por las rocas como olas cuando sube la marea, y la temperatura descendió de golpe, hasta el punto de que empezó a emitir un vaho tembloroso al respirar.

Estaba allí. Lo había visto.

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Fuente: pinterest

Echó a correr por el ramal, como lo había hecho aquella vez, pero en sentido contrario: desde abajo hacia arriba, desde el principio al final, para expulsar a la bestia en lugar de para despertarla, con conciencia y propósito en lugar de despreocupación e ignorancia, pensando en sus amigos en lugar de con egoísmo.

Ahora podía oírlo a su alrededor. Gruñía desde las grietas de las piedras, aullaba con el viento que empezó a soplar en la estrecha degollada, y el mismo suelo vibraba como sacudido por sus pasos. Todo estaba en sombras, casi no podía ver por dónde caminaba, pero lentamente descubrió un resplandor tenue, luz de estrellas que le daba todo una sensación de irrealidad, como cuando la cosa se había aparecido en su habitación. Estuvo a punto de derrumbarse, atacado por el recuerdo, pero fue capaz de aguantar, se apoyó en la piedra y se impulsó hacia adelante.

Ya no oía las voces de los habitantes del caserío a sus espaldas, solo aquel ronquido feroz, que llegaba de todas partes, un retumbar bronco que se confundía con el del trueno en aquella oscuridad interminable perfilada apenas de luz de luna, a pesar de que era pleno día.

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Jadeaba, desesperado, tratando de recordar cuánto faltaba, cuando giró un recodo y alcanzó a ver, allá arriba, la roca y el altar. Le inundó las fosas nasales un olor a sangre derramada que estuvo a punto de hacerle vomitar, pero sacó fuerzas de flaqueza para acelerar su carrera, siguiendo el resplandor tembloroso de las velas que alguien había encendido en torno a la piedra como si fueran faros. Casi había llegado. Aún le quedaba mucho por hacer, y no sabía si tendría tiempo, pero tenía que intentarlo. Por Iris, por Naira, por Antonio, por él mismo, y por cualquiera que fuera a ser la siguiente víctima de aquella cosa. No podía rendirse.

Lo sentía a su espalda, muy cerca, y de nuevo, como en su habitación, de un modo inexplicable, pudo sentir su mente. No entenderla: era tan incomprensible como la de un alienígena o un dios. Pero la sentía en su propia mente y en sus huesos. Sentía el hambre abrasadora y voraz como un vacío en el fondo de su estómago que amenazaba con devorarlo todo como un agujero negro. Sentía la rabia negra y ciega como una opresión en el pecho y en la garganta, la misma sensación que había tenido en el Aguere cuando se había peleado con sus amigos. Sentía el perverso placer de la caza, la astucia calculadora del depredador al acecho, la euforia de la persecución y la crueldad de dejar creer a la víctima que podía escapar.

Dejarle creer que podía escapar.

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Fuente: pinterest

Se derrumbó frente al altar, a un paso de las velas que ardían en sus vasos de cristal. Un peso gigantesco se posó en su espalda, mil veces mayor que aquella noche en su habitación, más sólido, más real, mucho más terrible. El gruñido de la bestia le llenó los oídos como un trueno encadenado, interminable, una tormenta que amenazaba con consumir el mundo, y la luz de la vela se extinguió lentamente ante sus ojos hasta que todo lo que pudo ver fue oscuridad. No podía moverse, solo sentir cómo sus huesos crujían y se lamentaban bajo aquella masa que le oprimía; trató sin éxito de retorcerse como un gusano bajo la bestia, y casi le pareció que el gruñido se transformaba en una risa ronca.

Sintió de nuevo aquel aliento, fétido, helado y ardiente a la vez, cerrándose sobre su nuca.

Hucancha (14)

Antonio seguía sin estar convencido. Aparcaron el coche en San Benito y, mientras recorrían las calles de La Laguna en dirección a la plaza de la Junta Suprema, Naira iba dándole argumentos que cada vez le parecían más peregrinos. Aquel domingo por la tarde se veía poca gente paseando bajo los soportales de la calle Núñez de la Peña, seguramente en dirección a Herradores o la Trinidad. Las calles peatonales que eran el corazón de La Laguna estaban adormecidas, apenas transitadas, con las terrazas prácticamente vacías bajo un cielo encapotado y un viento frío que sacudía a ráfagas las esquinas. Pasaron frente a la mole gris y blanca de la catedral, con sus verjas de metal, sus torres y sus cúpulas, y subieron la calle San Agustín pasando junto a los muros vacíos de la iglesia del mismo nombre, que seguía sin ser restaurada más de cincuenta años después del incendio que la destruyera.

– Mira, yo tampoco me lo creo – venía diciendo Naira -. Tú sabes que yo no soy supersticiosa, pero alguna explicación tiene que haber. Está pasando algo raro, y no es cosa de nuestra imaginación. Iris desaparecida, y ahora Yera.

– Algo está pasando, pero no tiene por qué ser nada sobrenatural. Seguro que hay alguna explicación lógica.

– ¿Para lo de los pollos también? ¿Lo de Bruno? Mira, ¿has visto Instagram hoy? – Naira blandió el móvil frente a su cara.

– ¿Eso a qué viene ahora?

– Mira – lo manipuló, le acercó la pantalla y comenzó a enseñarle vídeos -. Está en las historias de todo el mundo. Por toda la isla, desde el miércoles o el jueves para acá.

Antonio alzó la mano y apartó el móvil mientras avanzaba, sin echarle más que un vistazo de reojo.

– Quítame eso de la cara, qué necesidad.

– Animales muertos, Toni. Gatos, perros, cabras. Hasta un caballo. Igual que en tu casa. Igual que…

El otro hizo un aspaviento, adelantándose unos pasos hacia la sombra de la araucaria que presidía la plaza de la Junta Suprema. Naira trotó tras él, guardándose el móvil.

– No lo puedes ignorar.

– Se habrá escapado un león del Loro Parque o yo qué sé.

– El león más rápido del mundo, ¿no? ¿Tiene coche el león para atacar en Arico y en Anaga el mismo día?

– Yo qué sé.

Se detuvieron en la esquina de la avenida de San Diego, flanqueada de muros bajos, árboles y chalets.

– ¿Es por aquí?

– Si, todo recto – echaron a andar por las estrechas aceras, casi indistinguibles del asfalto -. Entonces, no sabes, se te dan soluciones, y no te gustan, ¿qué quieres?

– Soluciones racionales, mira. Además, ya vine, ¿no? ¿Qué más quieres?

– Hombre, estaría bueno. Aunque no creamos lo que nos tiene que decir este tío, y yo tampoco estoy muy convencida, por lo menos tenemos que saber qué pasa con Yera.

– Sigo diciendo que tendríamos que haber llamado a la policía.

– Vamos a llamar. Pero primero tendremos que saber qué decirles, ¿no?

Siguieron un buen rato avanzando en silencio por la avenida, que no era en realidad más que una calle angosta, aunque muy larga, más allá de cuyos muros solo se veían las huertas, árboles y palmeras que rodeaban casas a las que ninguno de ellos iba a tener acceso nunca. A ratos, el sol salía de detrás de las nubes y lograba atravesar las ramas para calentarles apenas el rostro.

– ¿Seguro que vamos bien?

– Que sí. Mira, es allí.

La casa de Augusto Galván estaba rodeada de un muro de piedra seca, algo más alto que el resto de los de la calle: tanto que apenas veían al otro lado, excepto las ramas crecidas de los setos, aparentemente sin podar, y por encima de ellos el piso superior de la casa, que no era un chalet moderno como la mayoría, sino una antigua casa señorial lagunera, con su frontón barroco de piedra volcánica azul, sus tejas, y su balcón con celosías. Si de verdad era una casa antigua, debía haber estado totalmente aislada cuando se construyó, muy lejos del centro de la villa. La puerta del jardín era de madera claveteada, sin ninguna decoración, casi como la de un castillo. Se miraron por un momento, sin saber qué hacer, hasta que Naira pulsó el botón del portero automático que se había añadido sin mucho cuidado a una de las jambas. Nadie respondió: la puerta se abrió por sí sola con un zumbido y les dio acceso.

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Fuente: pinterest

El jardín estaba tan descuidado como parecía: un auténtico bosque de setos de ramas enmarañadas, muchos de ellos con espinas largas como dedos y raíces nudosas que salían de entre la tierra para invadir la pista de losas que llevaba a la puerta principal, no en línea recta, sino trazando una extraña figura a través del jardín. Aquí y allá, entre las ramas, aparecían los rostros de ojos vacíos y rasgos curiosamente deformes de varias estatuas, que parecían distribuidas al azar en aquel laberinto de verde y piedra. Se oían movimientos entre las hojas, como de algo que se arrastraba en paralelo al camino, acechándolos, pero era imposible ver de qué se trataba. Cuando llegaron a la puerta, con dos escalones de piedra, Galván les esperaba en el umbral.

No era alto, pero parecía elevarse hacia el cielo que ya se iba oscureciendo. Delgado, de mejillas hundidas y ojos oscuros que los observaban desde lo más profundo de unas cuencas  de calavera. Vestía como un profesor universitario, con suéter gris de cuello de pico por el que asomaba una camisa y pantalones de pinzas. Quizá se debía a la hora, o al viento, pero al acercarse notaron un descenso apreciable de la temperatura que les erizó la piel de los brazos. Galván no se movió hasta que estuvieron prácticamente en los escalones, y aún entonces fue solo para apartarse con un ademán rígido y pausado.

– Bienvenidos. Pasen, por favor.

Atravesaron el zaguán, decorado con azulejos de extrañas formas geométricas y una figura en una hornacina, que tomaron por un santo o una virgen, a pesar de que la forma que se entreveía al otro lado de la celosía que la cubría no parecía remotamente humana. Una escalera de piedra, adosada a la pared del patio interior, les llevó al piso alto, a una sala inmensa, iluminada solo por un farol que colgaba de las vigas. El suelo de listones de madera crujía bajo sus pies, y el olor a piedra helada, a cera y a madera antigua se les metía en la nariz. Las sombras se arremolinaban en los recovecos, perfilando figuras apenas entrevistas de vitrinas, estanterías y muebles, siempre más allá del estrecho círculo de luz y calor del farol. Los artesonados del techo eran una sucesión de aquellas mismas figuras geométricas que vieran en el zaguán.

Galván los guio hacia unas butacas tapizadas situadas junto a una alta ventana de guillotina con banco, a través de la que se veía la maraña selvática del jardín. Entre las butacas había una mesa baja, y sobre ella una bandeja con varias jarras y cafeteras metálicas que parecían de artesanía marroquí y reflejaban la luz del farol.

– Tomen asiento, por favor. ¿Desean tomar algo? ¿Café, té?

Naira y Antonio se miraron, intimidados por aquel ambiente sombrío. Seguía haciendo frío en el interior, y podían oír las corrientes de aire silbando en las profundidades de la casa. Aceptaron un cortado por compromiso y se sentaron mientras su anfitrión lo preparaba en la mesa de centro. Ninguno dijo nada hasta que Galván le hubo tendido a cada uno una taza de latón repujado y se hubo servido a sí mismo una infusión.

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Fuente: auction.catawiki.com

– Bien. Como le dije a la señorita Fariña por teléfono, estamos aquí porque no sé nada de su amigo Yeray desde el viernes por la noche, y me temo lo peor.

– Antes de nada – intervino Naira -, ¿quién es usted, exactamente, y qué tiene que ver con Yeray?

Galván asintió con la cabeza brevemente, como concediendo el punto. Bebió de su infusión antes de responder, y cuando lo hizo a Naira le dio la impresión de que sus ojos brillaban también como fuegos fatuos, como los de aquella cosa que había visto en el Aguere.

– Mi nombre ya lo conocen. Desde hace mucho tiempo dedico mi atención a estudiar una cara del mundo oculta a la mayoría de las personas, una que solo algunos, más por desgracia que por suerte, podemos penetrar. Digo por desgracia porque mirar al otro lado de ese velo te cambia para siempre, y nadie que haya visto lo que hay al otro lado puede olvidarlo ni alejarse por completo de ello.

– Todo eso está muy bien – dijo Antonio -, pero queremos saber qué pasa con Yeray.

– Me puse en contacto con su amigo al detectar sus investigaciones en internet. No tengo perfil público, desde luego, pero observo determinados dominios en los que, a veces, aparecen pequeños rastros de la verdad. Comprendí que su amigo tenía un problema y le envié un e-mail, luego lo invité a venir y a contarme su problema.

– Bueno – gruñó Antonio -, su interpretación del problema, en todo caso…

Galván rió suavemente, aunque por algún efecto que les puso los pelos de punta, su risa hizo un eco, ronco y áspero, en el otro extremo de la casa, como si algo enorme le hubiera coreado entre las sombras.

– ¿Qué fue eso? – saltó Naira. Galván la ignoró.

– Así que sigue usted sin creer – se encogió de hombros -. Entonces no puedo hacer nada por usted. Pero está aquí, así que al menos está dispuesto a contemplar la posibilidad.

– Quiero saber dónde está mi amigo.

– Yo también, señor González. Pero para eso voy a necesitar su ayuda.

– Nosotros veníamos a que usted nos ayudara – dijo Naira.

– Ayudémonos mutuamente. Pero antes necesito que comprendan, que comprendan de verdad, a qué nos enfrentamos.

Antonio se recostó en la butaca cruzándose de brazos.

– ¿Y a qué nos enfrentamos?

Galván dejó su taza sobre la mesilla y se retrepó a su vez en el asiento, mirándolos con aquellos ojos cuyo resplandor no parecía un reflejo del farol, sino una luz interna, pálida y lejana, como si un filamento de luz de estrellas hubiera quedado atrapado en sus pupilas.

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Fuente: pinterest

– Nuestra lucha no es contra carne y sangre, sino contra principados, contra potestades, contra los poderes de este mundo de tinieblas, contra las fuerzas espirituales de maldad en las regiones celestiales – se los quedó mirando un momento, como esperando una reacción; luego se encogió de hombros -. Veo que no conocen la carta de Pablo a los Efesios. Da igual, y no se preocupen, nada más lejos de mi intención que sermonearles con la Biblia.

– ¿Entonces? – dijo Antonio, malhumorado -. ¿Por qué perder el tiempo? ¿Y qué es eso de principados y espíritus?

Galván asintió con la cabeza, apoyando las manos, largas y con dedos finos como patas de araña, en los reposabrazos de la butaca. Echó la cabeza hacia atrás y entrecerró los ojos.

– Iré al grano, pues. Hay cosas antiguas, más antiguas que los conquistadores y los guanches, cosas de hambre y de rabia que ya estaban aquí, acechando, cuando los primeros seres humanos llegaron a las islas, como quiera que lo hicieran. Solo se las puede percibir del todo en el otro lado, donde tienen más poder, pero a veces pueden manifestarse aquí cuando algo las atrae, como tiburones al olor de la sangre.

Sentían presencias a su alrededor, como si algo se moviera entre las sombras que rodeaban el charco de luz del farol, como ojos que los observaban, hambrientos, antiguos, poseídos de una paciencia infinita y abismal. Naira se removió en el asiento, incómoda.

– ¿Qué son?

Galván se encogió de hombros.

– Simplemente son. Existían antes que el lenguaje y que los nombres, incluso que el pensamiento racional, y es inútil tratar de definirlos o limitarlos. Son un terror atávico, el pánico espontáneo que nos asalta a veces cuando estamos solos en lo más profundo de la naturaleza, donde todas las herramientas y la ciencia de la humanidad no valen de nada. Hay muchos tipos, si es que realmente se los puede clasificar; ni siquiera es correcto decir, como san Pablo, que sean “potencias malignas”, porque están tan por encima del bien  y del mal como las bestias del campo, aunque no por ello dejan de poseer inteligencia, a su propio modo. Podemos llamarlos demonios, ángeles, genios, espíritus… eso da igual.

Hizo una pausa. El viento continuaba silbando en las profundidades de la casa y en el jardín, haciendo frotarse entre sí a las ramas de los arbustos y los árboles. Casi parecía que aquellos susurros llevaban consigo palabras articuladas, un lenguaje incomprensible pero que resonaba en los oídos y en el fondo de la mente, a un paso de tener significado, pero siempre inasible. Galván continuó con aquella voz baja y susurrante.

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Fuente: pinterest

– Y sin embargo siempre hemos intentado ponerles nombre. Creo que Yeray les enseñó algunos, porque se les conoce en todas las culturas. Black Shuck o barghest, en el norte de Inglaterra, el Viejo Ojos Rojos en Flandes, el huerco en Asturias, dip en Cataluña, cadejo en Centroamérica, amarok en Groenlandia. Los aborígenes de La Palma lo llamaban iruene, y los de La Gomera irguan; en bereber es argu, cuyo plural es precisamente irguan. Lo mismo en Gran Canaria, tibicena, equivalente al tiwigzen bereber. Por cierto, del irguan de La Gomera se dice que aparecía como un animal lanudo que caminaba sobre dos patas, y lo mismo del Viejo Ojos Rojos Flamenco. Aquí, en Tenerife, se le llama hucancha, que literalmente significa “hombre perro”…

– Perdone, pero no nos interesa la clase de mitología – interrumpió Antonio -. ¿Qué pasa con Yeray?

– Paciencia. Es necesario entender esto para comprender lo que ocurre con su amigo – Galván volvió a llevarse la taza a los labios y tomó un sorbo-. Lo importante es que estos seres de oscuridad y de hambre han sido expulsados poco a poco de sus dominios, se han ido retirando a medida que avanzaba la civilización, pero nunca han desaparecido del todo. Yacen eternamente, pero no están muertos. Aún existen altares dedicados a su culto, o más bien a su propiciación, en los barrancos y las cumbres, donde ciertas familias les hacen sacrificios, generación tras generación, para mantenerlos dormidos y aplacados. Ya en el Testamento de Fray Arnau, escrito en 1400 por un fraile mallorquín que pasó más de cuarenta años en las islas, antes incluso de la llegada de los normandos, se menciona esta práctica. Ustedes encontraron uno de esos altares.

– Eso ya lo sabemos. Iris habló con una mujer de Patrimonio… – dijo Naira.

– Ah, sí – Augusto rió por lo bajo, y de nuevo resonó aquel eco ronco, aunque esta vez procedía de una dirección distinta -. Samarín y Castillo de Lara. Si ustedes supieran lo que significan esos apellidos… pero no hay tiempo ahora para eso. Lo importante es que al perturbar el altar despertaron a la bestia, al hucancha, y quedaron marcados. Como un sabueso cuando huele una presa, no descansará hasta haberlos cazado a todos, y quién sabe si aún entonces. Se alimenta de muerte y dolor, pero también de miedo, de angustia, de rabia y de desesperación, y siembra para cosechar. Cada vez que inflige terror se vuelve más fuerte, más capaz de actuar en este lado, y aunque descanse unas horas o unos días, su apetito se incrementa cada vez más, en proporción a su fuerza.

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Fuente: pinterest

– Marcados… – Naira cerró la mano sobre el antebrazo de Antonio, clavándole las uñas-. Eso fue lo que dijo el mendigo, el día que la cosa me persiguió por Santa Cruz. Que estaba marcada y que podía olerme.

– Más adelante tendremos que hablar de ese mendigo. Ahora no importa. Lo importante es, ¿están dispuestos a hacer lo que sea necesario para expulsar a esa bestia antigua al lugar del que vino?

– ¿Qué hay que hacer?

– Pero, ¿qué pasa con Yeray? – insistió Antonio.

– Yeray, señor González, vino a mí como vinieron ustedes, y le conté esto mismo. Le expliqué los pasos que debía dar, pero es un proceso lento y arduo, y Yeray era impulsivo y tenía mucha prisa, igual que usted. Creo que intentó apaciguar al hucancha por sí solo, sin estar preparado, y temo que no haya sobrevivido.

Un escalofrío de hielo recorrió las espinas dorsales de Naira y Antonio. Se miraron, con los pelos de punta, en aquella mansión centenaria llena de corrientes de aire que hablaban lenguas incomprensibles, en un océano de sombras, con aquel personaje estrafalario que les hablaba de monstruos y demonios como de lo más normal del mundo e insinuaba secretos aún más profundos, y les decía, como si tal cosa, que Yeray estaba muerto, que seguramente Iris lo estaba también. Tragaron saliva.

– Díganos qué hay que hacer. Lo haremos.

Augusto Galván asintió lentamente con la cabeza, uniendo las puntas de los dedos frente al rostro, escrutándolos con aquellos ojos que parecían despedir una luz propia y trémula.

– Espero que estén a la altura. Por su propio bien y el de todos.

Hucancha (13)

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Fuente: Saltaconmigo.com

Conducir por Anaga era como viajar en el tiempo, introducirse en aquellos bosques cretácicos de los que les hablaba Antonio cuando hicieron el fatídico sendero durante el que encontraron el altar. Yeray ascendió en el coche de sus padres desde San Andrés, tomando curvas cerradas entre montañas peladas y barrancos escarpados, dejando atrás las casas blancas de El Suculum antes de subir por la cresta de la montaña, entre riscos y bancales y, tras un laberinto de curvas y meandros cada vez más altos, con la roca a un lado y el abismo al otro, alcanzó el Bailadero, donde las brujas celebraban sus aquelarres, según Iris. Al otro lado, ya en las cumbres, comenzaba la laurisilva, pero a Yeray aún le quedaba recorrido.

La carretera, estrecha y mal asfaltada, estaba ahora rodeada de vegetación por ambos lados, excepto cuando un claro permitía ver la caída interminable hacia el fondo de los barrancos y, a lo lejos, el mar oscuro e indiferente. Entre árboles esqueléticos, como dedos desnutridos cubiertos de hojas de un verde intenso, pasó la entrada a La Ensillada, la zona de acampada que llamaban “el bosque encantado”, y continuó, más arriba, cada vez más lejos, internándose más profundamente en aquel túnel del tiempo que le llevaba al a época de los dinosaurios, de las cosas oscuras y hambrientas que acechaban entre las sombras y en las copas de los árboles, contemplando con ansia a los mamíferos de sangre caliente que se atrevían a invadir sus dominios.

A medida que se internaba en la laurisilva le iba invadiendo una sensación de agobio que se manifestaba en tensión en hombros y cuello, la mandíbula apretada, los ojos inquietos, moviéndose siempre de una sombra a otra, en busca de un enemigo o una aparición. No había vuelto a ocurrir nada desde la noche de la desaparición de Iris y la muerte del perro de Antonio, y ahora él se introducía en los dominios de la bestia, el lugar en el que la habían encontrado. Tenía armas, sabía a lo que se enfrentaba, estaba preparado, o eso creía. Pero ni toda la confianza del mundo podía vencer a un miedo atávico que estaba ligado a aquella tierra, a su sangre y hasta a su nombre, que había estado oculto en el fondo de su mente desde antes de que naciera.

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Fuente: ahorrayviaja.com

Los árboles se encontraban sobre la carretera formando una bóveda verde y negra que ya no atravesaba la luz del sol de aquel domingo por la mañana. Llegó finalmente al cruce que era la última referencia clara que tenía; Galván le había indicado lo que tenía que hacer, aunque le había insistido en que era demasiado pronto y tenía que esperar, pero una cosa es tener las direcciones de palabra, y otra estar allí. Google maps no le había ayudado: más allá de este punto no había nada, ni rutas, ni fotos, ni indicaciones. Solo sabía que en este cruce debía tomar el ramal de la derecha, que volvía a descender hacia la zona más árida de los montes de Anaga, y abandonar por un momento la laurisilva. Recordó el fatídico cruce durante el sendero, cuando había decidido ir hacia abajo en lugar de continuar la ruta como decía Antonio. Había sido culpa suya, y todo lo que había ocurrido después era su responsabilidad. Iris. Iris seguía desaparecida, y Yeray no tenía ninguna esperanza de que fuera a aparecer con vida. Su amiga había muerto por su culpa, y era su responsabilidad poner fin a todo aquello, aunque notara unas fauces de hielo cerrarse sobre su garganta y atenazarla de terror.

Continuó, abandonando la laurisilva hasta que la carretera dio paso a una pista de tierra que hacía gemir la suspensión del coche con sus rocas y socavones, y llegó un momento en el que tuvo que parar, porque el camino era demasiado estrecho, demasiado empinado y en demasiado mal estado. Pero estaba preparado; Galván lo había puesto sobre aviso. Aparcó, sacó la pesada mochila de senderismo y, aunque le temblaban las piernas, continuó, ahora ascendiendo de nuevo por aquel camino de cabras.

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Fuente: wikipedia 

El caserío se llamaba Las Casillas, y era el último punto de su ruta que aparecía en los mapas. Encaramado en la cresta de la montaña, con el barranco de Igueste de San Andrés a un lado y el de Ijuana al otro, no era más que las ruinas de varios edificios abandonados, en los que nunca llegaron a vivir más de veinte personas. La imagen era desoladora: paredes que se alzaban poco más de un metro del suelo, rotas como si las hubieran arrancado de un mordisco, escombros cubiertos de vegetación que había crecido durante décadas, envolviéndolos y usándolos como soporte, tejas rotas medio hundidas en la tierra, vanos de puertas y ventanas vacíos y oscuros como ojos de calaveras, y alrededor las cumbres cubiertas de bosques prehistóricos de la laurisilva y los barrancos áridos que descendían hacia la costa escarpada, allá a lo lejos. Apenas unos kilómetros en el mapa, pero en la realidad mundos enteros recogidos sobre sí mismos como serpientes, espirales infinitas que desafiaban las concepciones normales del espacio y el tiempo.

Espirales. A medida que atravesaba el pueblo fantasma le parecía notar algo extraño, algo inquietante que no encajaba, pero no sabía qué. Entonces se dio cuenta. Había símbolos grabados en algunas de las piedras, casi desvaídos por la lluvia y el viento, algunos ligeramente teñidos de un rojizo oscuro, aunque el pigmento casi se había desprendido. Se acercó para verlos de cerca con el corazón en un puño. Había espirales, sí, muchas. Figuras en forma de rombos, con los extremos de las líneas sobresaliendo del punto de contacto para volverse a curvar o cerrar, y también cruces y aspas. Había leído algo sobre aquello: símbolos de protección, amuletos contra el mal de ojo. Otros símbolos le recordaban a los que habían encontrado en torno al altar, grabados en la roca que lo protegía. Pero lo que más le impresionó fueron los hongos: aquellas cosas hinchadas, pálidas y leprosas que brotaban por todas partes en el barranco y aquí volvían a aparecer trepando por las paredes de las casas e infectando los troncos de los pocos árboles que se agarraban a las rocas. Se estremeció mientras pasaba de largo a paso rápido. Era señal de que estaba en el buen camino, pero eso no le tranquilizaba. En todo caso, Las Casillas era solo un lugar de paso. Su destino estaba más lejos.

Más allá de este punto Google maps no mostraba nada. Ni caminos, ni poblaciones, ni fotos, ni señalización. Solo una mancha verde recorrida por las finas líneas azules de los barrancos o, en la vista de satélite, las formas severas de la orografía, con sus riscos implacables y sus barrancos cortados a pico por la erosión. A partir de ahora iba completamente a ciegas. Descendió de nuevo aquellos caminos de cabras hasta que pudo volver a ascender, ya en el otro lado del barranco de Ijuana, hacia las cumbres verde oscuro que le llamaban como sirenas, meciéndose al compás del viento. Sabía que este camino era más directo que el que había hecho con sus amigos, mucho más corto, pero desde luego no era más sencillo, ni más seguro. Se estaba metiendo en las profundidades de aquel bosque ancestral, solo, sin que nadie supiera exactamente dónde estaba excepto, quizás, Galván, y a su alrededor el único signo de presencia humana era el hecho de que la vegetación no hubiera devorado completamente aquel sendero. Los laureles y los viñatigos pronto se cerraron sobre él mientras las hojas de los helechos le cubrían los pies. Había girones de niebla enganchados a las ramas altas, y notaba las gotas de agua deslizarse por el cuello de su camiseta y bajar, gélidas, empapándole la espalda. O puede que fuera miedo.

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Fuente: Saltaconmigo.com

El camino le llevó varias horas, durante las que siguió viendo hongos amarillentos y carnosos brotar en los troncos de los árboles, en las rocas y en el mismo suelo, y también algunos símbolos grabados a cuchillo en la corteza o la piedra. Tuvo que pararse a descansar, a comer algo, allí sentado sobre una roca cubierta de musgo, solo en la oscuridad a la que no llegaba la luz del sol, rodeado de troncos retorcidos, hongos putrefactos y niebla que cada vez bajaba más y más, amenazando con cubrirlo todo y hacer que se perdiera y se matara al caer por algún barranco. Solo por curiosidad, intentó consultar el móvil: nada. No había cobertura ni internet. Estaba incomunicado, tan incomunicado como si estuviera solo en medio del Amazonas o del Sáhara, e igual de inaccesible o más, porque hasta allí solo podrían venir a rescatarlo a pie. Se obligó a levantarse y a continuar, aunque solo fuera porque ya no había vuelta atrás. Había llegado demasiado lejos como para volver, pese al miedo que le atenazaba y pese al frío y la humedad que se le metían en los huesos, cada vez más intensos a pesar de que el mediodía se aproximaba.

La última cuesta trazaba una curva cerrada, en la que el camino se iba ensanchando, como si fuera más transitado, una señal tímida de algo remotamente parecido a la civilización. Al otro lado, apenas cuatro casas de piedra y un local o almacén de hormigón pintado de verde, ocultos entre lomas cubiertas de vegetación. Debía haber otra forma de llegar, más accesible, porque había un furgón y un coche desvencijados aparcados tras el almacén, pero Yeray no veía ningún otro camino. Había llegado a su destino: Timabisen. Galván le había dicho que el nombre era aborigen, pero no supo o no quiso darle la traducción. También el asentamiento lo era. De una forma u otra, allí, en medio del macizo de Anaga, lejos de todo, llevaba viviendo gente desde antes de la conquista, guardando algo que él se disponía a profanar.

Se adentró en el caserío: no se veía ni un alma, como si estuviera tan abandonado como Las Casillas. Solo vegetación salvaje creciendo en el suelo sin asfaltar, hongos trepando por las paredes y casi devorando algunos de los tejados, y de nuevo aquellos símbolos pintados o grabados en las piedras. Cuando pasó por delante del local le pareció ver movimiento al otro lado de la puerta metálica entreabierta, pero no se detuvo. Al otro lado, rodeada de laureles, se veía una ermita desvencijada, casi devorada por las raíces, las enredaderas y los hongos, a cuya puerta dormitaban dos enormes perros negros cuya visión hizo que el corazón de Yeray diera un salto. Pero los animales no hicieron más que levantar la cabeza, olisquear y seguir durmiendo. Seguía solo.

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Fuente: bswalesphotography.co.uk

Oyó pasos a su espalda, pero no se volvió. Continuó su camino, rodeando la iglesia para encontrar lo que buscaba: un sendero estrecho, escarpado, rocoso y cubierto de musgo y hongos, que descendía casi a pico la ladera en dirección al barranco. Aquel era el barranco que ellos habían descendido hasta la playa y, remontándolo desde ese punto, podría encontrar de nuevo el altar fatídico. Le convenció de que estaba en lo cierto lo que vio a ambos lados del sendero: más símbolos grabados en las rocas, y vasos de cristal en los que ardían velas, los churretones de cera desbordando los recipientes para pegarse a la piedra y la tierra.

– Oiga, joven – una voz ronca, profunda, a su espalda.

No respondió. Armándose de valor, empezó a descender el sendero, pasando entre las llamas que marcaban el umbral.

– Joven, ¿qué hace? ¿A dónde va?

Se adentró en la oscuridad.