Ailiolai

Era el primer amanecer tras la conjunción de las dos lunas llenas y a la luz gris que empezaba a teñir el cielo apenas éramos más que sombras entre la bruma, largas hileras oscuras que ascendían en silencio la ladera siguiendo la luz mortecina de los faroles. Solo se oía el rumor lejano de la cascada y los trinos de los pájaros que empezaban a despertar entre las ramas. Lentamente fuimos reuniéndonos en aquel circo natural de piedra cubierta de musgo y hierba, rodeada de robles y hayas, donde durante generaciones había tenido lugar el Ailiolai.

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Desde allí se dominaba la totalidad del valle. Como estaba en una de las últimas filas podía ver, con solo echar un vistazo por encima del hombro, el manto de árboles que descendía la colina, las montañas que rodeaban el valle, las aldeas con sus tejados de cerámica y sus chimeneas aún sin humo, sus calles empedradas y sus graneros de madera en los márgenes de los interminables campos de cultivo. A mi derecha, la cascada se precipitaba como una cinta de plata entre saltos que movían las ruedas de los molinos antes de convertirse en un riachuelo que atravesaba el valle hasta desembocar en el gran lago que lo cerraba por el sur.

Éramos cientos, como cada año, toda la población del valle. Hombres, mujeres y niños, todos descalzos, todos con la frente ceñida de hojas de acanto y violetas, todos cubiertos con las sencillas túnicas blancas de lino, cortas y sin mangas, a través de las que el frío de la madrugada nos hacía estremecer. Cada linaje de cada clan detrás del farol que portaba su matriarca al final de una vara de ciprés, formando en círculos concéntricos en un silencio absoluto y mortal en torno al foco del rito. Solo cuando cada uno hubo ocupado su posición, cuando los últimos hubieron traído las cabras y ovejas, amordazadas de lana blanca, y las hubieron encerrado en el aprisco construido en la ladera, en una vieja cueva, solo entonces, comenzó a sonar la música.

Primero fue el tañer solitario de una cítara, desgarrado y rítmico, seguido por el pulso de los tambores y el silbar plañidero de las flautas. El rumor de pasos llenó la hondonada a medida que cada círculo giraba en la dirección del sol, de la luz a la oscuridad, de la vida a la muerte y viceversa, trazando un circuito eterno como el ciclo de las almas que durante incontables miles de años habían vivido en el valle, y al morir habían seguido al sol hasta allí para reposar un tiempo antes de regresar y habitar nuevos cuerpos para comenzar el ciclo de nuevo. Cuando la música se detuvo, cada uno estaba exactamente en el lugar que había ocupado al principio.

Las madres de los clanes se acercaron al centro al solo son de la flauta, las cabezas cubiertas por velos blancos diáfanos y ramas de ciprés en las manos. A la vista de todos, se arrodillaron ante el foco del antiguo rito de duelo y de recuerdo, la liturgia de conmemoración que, cada año, las aldeas del valle dedicaban a aquel lugar sagrado donde reposaban los muertos, el lugar en el que había ocurrido algo tan terrible, tan doloroso, que miles de generaciones después seguíamos llorando y nos negábamos a dejar que se olvidara.

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Cualquiera que no conociera la importancia del lugar lo habría pasado por alto. No eran más que unas piedras, los restos ciclópeos de un muro cubiertos de hiedra y malas hierbas, desgastados por miles de años de lluvia y viento, hasta el punto de que apenas podían leerse los caracteres que las cubrían, que de todas formas nadie sabía interpretar. Frente al muro se alzaba un monolito roto, como si un gigante lo hubiera desmochado de un golpe; quizá columna, quizá estela o simple menhir, a primera vista era solo un fuste de piedra negra, vidriosa como la obsidiana, cubierta de aquellas marcas desgastadas y medio ocultas por el musgo. Y a sus pies, medio enterrada, la cabeza de una estatua, de varias veces el tamaño natural, tallada en la misma piedra negra con una tosquedad, o quizá extrañas convenciones artísticas, que delataba su antigüedad: ojos alargados y bulbosos, dientes toscamente trazados en la boca sin labios, enormes orejas, nariz chata.

Dos niños trajeron los instrumentos del ritual: sendos calderos de bronce que depositaron a los pies de la columna. En uno pronto ardió un fuego alegre que calentó los huesos de las madres, expulsando el frío del alba; del otro una de ellas comenzó a asperjar agua sobre la columna, el muro y la estatua.

– He aquí nuestras lágrimas – decía con cada sacudida del hisopo de ciprés -. He aquí nuestro llanto. He aquí nuestras lágrimas. He aquí nuestro llanto.

Las aspersiones finales recayeron sobre los rostros cubiertos por los velos, que se pegaron a las mejillas arrugadas y a las bocas. Otra de las madres, ayudada por los niños, subió a la gran roca plana que había frente a la columna mientras las demás se arrodillaban de nuevo.

– Lloramos la gran tragedia de estas piedras, recordamos la muerte y la desolación, recordamos el dolor, lloramos a los que yacen bajo nuestros pies.

De las madres reunidas se elevó el antiguo grito ritual, un plañido ululante, “ailiolai”, que daba nombre al rito. En principio una sola voz, clara como una campana de plata, alzándose como un vencejo en el amanecer, repitiéndose una y otra vez hasta que poco a poco se le fueron uniendo las demás. Ailiolai, ailiolai. Una voz cada vez, elevándose en bandada por encima de los árboles que rodeaban la hondonada, unas limpias y potentes, otras rotas, unas decididas, otras melancólicas. Solo cuando toda la bandada estuvo en el aire se le unieron las voces de los círculos que rodeaban las ruinas. Como las ondas en la superficie de un estanque, cada círculo se iba arrodillando sucesivamente mientras unía su voz al coro. Ailiolai, ailiolai, ailiolai, ailiolai. Las flautas lloraron también, seguidas de la cítara y los tambores, dando ritmo y melodía a las lamentaciones, hasta que el silencio se extendió de nuevo desde el centro hacia los extremos, y la madre que había anunciado la lamentación se volvió hacia nosotros.

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– Durante miles de generaciones hemos venido aquí, en este día del recuerdo, para honrar a los muertos. No conocemos sus nombres, no recordamos sus caras, pero sabemos que viven en nosotros y en nuestra sangre se perpetuarán, por los siglos de los siglos.

– Ailiolai, ailiolai, ailiolai…

– Las madres de las madres de nuestras madres y los padres de los padres de nuestros padres sufrieron aquí el martirio, la gran tragedia que aún lloramos y que llorarán los hijos de los hijos de nuestros hijos por toda la eternidad.

– Ailiolai, ailiolai, ailiolai…

– Bajo nuestros pies yacen las tumbas de aquellos que quisieron desafiar al mundo con su poder. Crecieron en orgullo y vanidad, elevaron grandes ciudades y monumentos al cielo y sometieron a toda la creación con la vara y la espada, pero los dioses no iban a tolerar su orgullo. En una sola noche todas sus obras fueron deshechas, sus ciudades arrasadas, sus monumentos destruidos, y solo quedamos nosotros, sus descendientes, reducidos a vivir humildemente de la tierra. En este día recordamos el error de nuestros antepasados y lloramos su tragedia.

– Ailiolai, ailiolai, ailiolai…

La anciana se bajó de la roca y otra ocupó su lugar; una mujer algo más joven, que solo recientemente había sido nombrada madre de su clan, y entre cuyas canas aún se veían rizos castaños.

– Bajo nuestros pies yacen  las tumbas de aquellos que no se rindieron. Hace miles de miles de generaciones, cuando los invasores llegaron al valle con fuego y espada, nuestros antepasados se negaron a rendirse. Armados con hoces del campo y con piedras del camino hicieron frente a los jinetes y a sus lanzas, y en esta hondonada fueron sus cadáveres apilados e incinerados. Nosotros, descendientes de los hijos que dejaron atrás cuando partieron a la guerra, en este día recordamos su sacrificio y su valor.

– Ailiolai, ailiolai, ailiolai…

Una tercera anciana ascendió a la piedra, de la mano de los dos niños y de su predecesora. Contrastaba con ella porque era muy probable que este fuera su último Ailiolai. Sus manos nudosas se agarraban a la vara de ciprés como si fuera un bastón, y tenía ya la espalda encorvada y los ojos blanquecinos tras el velo.

– Bajo nuestros pies yacen las tumbas de los primeros pobladores de este valle. Cuando llegaron aquí por primera vez, hace miles de miles de generaciones, fue en este lugar donde el Altísimo les señaló que debían adorarlo mediante el oráculo de una cierva blanca, y bajo aquel altar construyeron sus tumbas desde entonces hasta que se les prohibió. No sabemos qué transgresión llevó al señor del cielo a prohibirnos reposar aquí y nos condenó al eterno retorno, pero en este día recordamos su devoción y pedimos perdón.

– Ailiolai, ailiolai, ailiolai…

A la tercera sustituyó una cuarta, y a esta una quinta. Cada una, al son de los instrumentos, desgranando las antiguas historias, pasadas de generación en generación, de madre a madre, en cada clan, y recordadas eternamente en el ritual del Ailiolai, ailiolai, ailiolai. Cada una distinta, a veces complementarias, casi siempre contradictorias, modificadas quién sabía cuántas veces a lo largo de quién sabía cuántas generaciones por el boca a boca, las frágiles memorias y las fértiles imaginaciones de las madres. Todas trágicas, sin excepción. Muchas sostenían que todas eran ciertas, de un modo u otro, aunque no se referían necesariamente a un mismo hecho. Otras creían que solo una de las historias era cierta, y las otras eran mitos deliberados, creados para confundir a los espíritus malignos. Fuera cual fuera la verdad, lo cierto es que bajo aquellas piedras yacían las tumbas de nuestros antepasados más remotos, y era nuestro deber recordarlos y llorarlos cada año en el primer amanecer tras la conjunción de las lunas llenas, como habíamos hecho desde el principio de los tiempos y como haríamos hasta el fin del mundo.

Ailiolai, ailiolai, ailiolai…

***

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Estaba amaneciendo cuando llegaron a la hondonada. Era el primer amanecer tras la conjunción de las dos lunas llenas, y llevaban semanas caminando por aquellos bosques interminables, atravesando la cordillera en dirección sureste. Ahora, por primera vez, se extendía ante ellos un valle virgen, que descendía suavemente, atravesado por un riachuelo, hasta un gran lago. El río nacía con una cascada en la propia cordillera, al norte de su posición, donde saltaba libre y salvaje entre grandes piedras a medida que descendía hasta el valle, cuyo fondo aparecía cubierto de bosquecillos y monte bajo.

– Al fin – dijo uno de ellos -. Después de tanto tiempo, al fin un lugar donde establecernos.

El líder del grupo asintió gravemente con la cabeza, contemplando el valle que se extendía a sus pies a la luz gris del amanecer.

– No parece que haya casas ni campos. Podemos instalarnos sin que nadie nos moleste y hay sitio de sobra para todas las familias.

– Deberíamos hacer un sacrificio para dar las gracias a los dioses – dijo el otro.

– Sí. Coge a alguien y vuelvan al campamento, díganle a…

– ¡Eh! Aquí hay algo – intervino un tercero -. No somos los primeros.

Se acercaron al centro de la hondonada, donde el más curioso del grupo estaba escarbando con las manos en lo que inicialmente les pareció un mero montículo de tierra cubierta de musgo, hiedra, ramas y raíces. Bajo sus dedos había aparecido un monolito de piedra negra y lustrosa, cubierto de extraños símbolos, y un poco más allá los restos de una pared ciclópea.

– ¿Qué es esto? – masculló el líder.

– No lo sé, pero es artificial. Esto lo construyó alguien.

Otros miembros del grupo habían empezado también a retirar tierra, raíces y piedras sueltas, desvelando las ruinas poco a poco. Entre la tierra empezaba a emerger un ojo bulboso y alargado.

– En todo caso, quien quiera que haya hecho esto debe llevar muerto miles de años. O al menos fuera del valle.

– Tienes razón. Pero, ¿quién habrá sido? Si vinimos aquí es precisamente porque no hay noticias de grandes reinos.

– Una antigua civilización, seguro – dijo el descubridor -. Mira qué dura es la piedra, nadie podría haberla tallado con cincel y martillo. Seguro que su orgullo llegó a ser tan grande que los dioses los castigaron.

– Tonterías – dijo otro -. Seguro que es una tumba. A lo mejor un monumento funerario a algún héroe o un mártir que se sacrificó por su pueblo…

Era el primer amanecer tras la conjunción de las dos lunas llenas, y el anochecer les sorprendió contándose historias sobre aquellas ruinas ancestrales, cuyo origen nadie podía conocer, mientras los clanes acampaban por primera vez en el valle.

Cielo Vacío

Dios ha huido y el cielo está vacío.

Vacío no. Ocupado. Como Irak o como Afganistán. Cuando rezamos, quien recibe las oraciones en el cielo ya no es un ángel, ni Dios, sino un demonio que se ríe y se limpia el culo con ellas. Los ángeles están aquí, en la Tierra, haciendo lo que pueden por salvarnos. Como los guerrilleros vietnamitas o colombianos. No lo están haciendo muy bien, pero es que lo tienen todo en contra. Satán está a punto de ganar, y solo nosotros podemos ayudar a los ángeles a salvarnos. Ayudarnos a nosotros mismos.

Cuando yo era pequeña todos los niños de la calle de Miami lo sabían. Nos contábamos las historias en los albergues y en los refugios o, cuando la cosa estaba muy mal, en corro debajo de los puentes o en los parques. No se podía dejar que los adultos lo supieran, porque muchos son peones del diablo, aunque no lo sepan. Solo nosotros podíamos salvar a la humanidad, y eso nos mantenía fuertes y unidos. Una vez me contaron que no éramos los únicos. En Seattle y en Milwaukee también se contaban las historias, se transmitía el nombre secreto de la Dama Azul y la forma de protegerse de Bloody Mary, y de reconocer a los demonios de incógnito. Algún día seríamos lo bastante fuertes para echarlos de la Tierra y, quizá, recuperar el cielo.

Pero eso se acabó. Ya tengo dieciséis años, y todos los demás han olvidado. La mayoría de los chicos ahora van con International Posse o The Murda Grove Boys; las chicas hacen la calle. Ya no recuerdan el nombre secreto ni que no hay que dejar que Bloody Mary te vea la cara. Ya no luchan por los ángeles, sino que se han vendido a las bandas controladas por Satán. Si los niños más pequeños recuerdan, no me dicen nada. Por lo que yo sé, estoy sola.

Bueno, sola del todo no. Tony está conmigo. Tony es mi enlace con los ángeles. Dice que tienen un campamento secreto en los pantanos, protegido por cocodrilos albinos como los que cuentan que hay en las alcantarillas de Nueva York. Él me trae las noticias del frente y a veces me hace encargos, pequeñas cosas que puedo hacer para ayudar a los combatientes, porque ellos no pueden mezclarse libremente con la gente. Los demonios sí. Los he visto disfrazados, hablando con políticos y gente rica y jefes de bandas. Pero los ángeles no se disfrazan a no ser que no quede más remedio. No sé por qué.

Hace poco estaba sentada en un banco del parque Juan Pablo Duarte, con un perrito caliente que había comprado en un puesto callejero con la limosna de la mañana. La mostaza me caía por la barbilla y me manchaba la camiseta, pero me daba igual. Una mancha más no se iba a notar. De pronto, Tony estaba sentado a mi lado, con las piernas cruzadas como uno de esos sabios indios. Los de la india, no los nuestros.

–          ¿Tienes que aparecerte así? ¿No puedes venir caminando como las personas normales?

Él se encogió de hombros, suspirando como si soportarme fuera una gran carga.

–          En algún sitio me tendré que aparecer. Y no soy una persona normal.

–          Desde que te mataron, lo que eres es imbécil.

Tony está muerto, no lo había dicho. Es un fantasma. Los fantasmas de la gente buena, de alguna, ayudan a los ángeles a luchar contra los demonios y recuperar el cielo. Yo había conocido a Tony cuando estaba vivo, solía quedarse en el mismo albergue que mi madre y yo, y se ocupaba de mi cuando ella estaba borracha o colocada. Calculo que cuando le pegaron el tiro debía tener veintipocos años. Yo tenía siete, y estaba delante cuando ocurrió, pero eso es otra historia.

–          ¿Qué tal te va, Rosa?

–          Bien –mentí, encogiéndome de hombros y masticando lo que quedaba del perrito-. Me las arreglo. Hay un señor cerca de Omni que me deja quedarme en su casa un par de veces a la semana.

–          ¿En su casa o…?

Me encogí de hombros, sin contestar. Tony ponía esa cara, con la frente arrugada y la boca torcida, como si fuera mi padre. Supongo que los padres pondrán esa cara,  no sé. Una vieja que paseaba a un niño muy rubio se me quedó mirando como si estuviera loca. Claro, ella no veía a Tony. Para ella era una mendiga colocada hablando sola. Le saqué la lengua y echó a correr como si le hubiera enseñado una pipa.

–          ¿Qué tal va la guerra?

–          Como siempre. Por cada paso que damos, retrocedemos otro. Por suerte la cosa no está tan mal como cuando tú eras pequeña, con la explosión de bandas de los noventa, pero podría irnos mejor.

Me limpié las manos de mostaza en los vaqueros rotos y asentí con la cabeza. Siempre la misma historia. Si los ángeles se las arreglaban para que un barrio mejorase y se controlaran los problemas de drogas y violencia, los demonios se ocupaban de convertir otros dos en agujeros de miseria y crimen. Los ángeles solo me tenían a mí, y puede que a los niños, mientras que Satán tenía en el bolsillo a los ricos, las bandas, los policías y los políticos. ¿Cómo íbamos a ganar?

–          Escucha, me han dado un encargo para ti. ¿Lo harás?

–          No sé, mis carteras de inversión y los cuatro másters que estoy estudiando no me dejan mucho tiempo libre…

–          ¿Me vas a decir ahora que solo haces esto porque no tienes nada mejor de lo que ocuparte? ¿Después de diez años?

–          No sé si te he dicho ya que te has vuelto un imbécil desde que te pegaron el tiro. ¿No sabes lo que es una broma?

Me levanté del banco, tiré el papel del perrito en un cubo de basura y eché a caminar, tratando de hacerme una coleta con el pelo grasiento y enmarañado. Llevaba más de dos semanas sin lavármelo, porque el señor de Omni apenas me deja usar la ducha. Tony me siguió un momento sin decir nada, hasta que llegamos al paso de peatones que hay entre la Avenida 17 Noroeste y la calle 28. Allí, mientras esperábamos a que aflojara el tráfico, volvió a preguntarme.

–          ¿Quieres saber el encargo o no?

–          Dime.

–          Hay un tipo. Se llama Fernando Ramírez, y es un testigo importante en un caso contra los Murda Grove Boys.

–          ¿Qué pasa con él?- empecé a cruzar la calle, para recorrer la calle 28. En realidad no iba a ningún sitio, pero no me gusta estarme quieta mucho tiempo. Los demonios te pueden localizar si no te mueves.

–          Quieren matarlo. Los demonios se han reunido esta mañana y han decidido cargárselo para que no pueda testificar. Queremos que le ayudes.

–          ¿Cómo? No sé si te has dado cuenta, pero soy una vagabunda huérfana de dieciséis años. ¿Qué esperas que haga?

Tony me miró desaprobador de nuevo. Mientras pasábamos delante de los edificios grises de una o dos plantas, con sus techos de metal recalentado por el sol de Florida, la gente se apartaba a nuestro paso como si le fuéramos a pegar algo. La mayoría me miraba como si estuviera loca.

–          Encontrarás una cartera con dinero y la llave de un motel en el tercer sillón de la izquierda según entras del comedor  del McDonald´s de la Séptima Noroeste. Llévatelo allí y mantenlo a salvo hasta el jueves. El viernes por la mañana tiene que declarar.

–          ¿En la Séptima? ¿No había algo más cerca, no sé, Londres?

–          No te quejes. Tampoco es que las carteras de inversión te quiten mucho tiempo.

–          Imbécil.

No me contestó. La verdad es que no era tan lejos, pero no tenía más dinero y no me apetecía ir hasta allá andando. No es lo mismo pasear tranquilamente que ir a un sitio determinado. Lo que tiene una que hacer por liberar el cielo.

–          ¿Cómo encuentro al tipo?

–          Lo van a matar en su casa, esta noche a las doce. Vive en la Tercera Suroeste, la cuarta casa si vienes desde la 37 Suroeste. Una pequeña.

–          Estás decidido a hacerme caminar, ¿eh?

–          Está casi al lado del McDonald´s, no seas quejica. ¿Vas a hacerlo o no?

–          Sí. ¿Cómo me voy a negar?

Así que esa misma tarde me encontré deslizándome en el aparcamiento del McDonald´s, pasando por debajo del enorme cartel de plástico de Central Shopping Plaza, con sus anuncios de Kmart, Winn Dixie  y Walgreens, y el último de abajo, que no es más que unos tubos de neón fundidos porque alguien lo arrancó hace un montón de tiempo y no lo han arreglado. Siempre me ha hecho gracia que el cartel de Blockbuster esté aparte, como si se les hubiese ocurrido luego.

Estuve merodeando un rato por los alrededores del edificio color rojo ladrillo del McDonald´s, sin decidirme a entrar. Un guardia de seguridad del aparcamiento me gritó que me fuera un par de veces, así que cuando lo vi dispuesto a venir a meterse conmigo entré en el comedor. Sobre el mostrador había un cartel amarillo que nos invitaba a probar la nueva limonada de fresa helada. ¿Cómo puede ser de fresa una limonada? Remoloneé otro poco fingiendo que miraba el menú, aunque en realidad estaba buscando el asiento que me había dicho Tony. Allí estaba, justo de donde un tipo gordo de cuarenta y pico se acababa de levantar para meterse en el baño.

Sabía que si alguien me veía coger la cartera iban a creer que era una ladrona. No iba a servir de nada que les dijera que la habían puesto ahí para mí los ángeles, y que un amigo muerto hacía nueve años me había dicho que la cogiera para cumplir una misión en la guerra contra los demonios. Me habrían tomado por loca.

Así que fingí que se me caía el folleto con el menú al lado del asiento, me agaché para recogerlo y rápidamente me metí la cartera en el bolsillo de la chaqueta. Salí del McDonalds sin mirar atrás, como si fuera lo más normal del mundo, y justo cuando llegaba a la puerta, escuché cerrarse de golpe la del cuarto de baño. Si el tipo creía que la cartera era suya y sumaba dos y dos, se podía armar un escándalo. Miré a ambos lados. Ni rastro del guardia de seguridad.

Me metí en el jardín a la izquierda de la puerta y eché a correr medio agachada por entre las palmeras, pasando por debajo de la misma ventana de las cocinas. Si alguien se asomaba me podría ver, pero desde el aparcamiento me ocultaba a la vista el cartel de tela que habían puesto en la valla del jardín, anunciando la dichosa limonada de fresa. Por suerte, nadie se asomó. Salté por el otro lado, me metí en la gasolinera Chevron y crucé la 37 para sentarme a la sombra de un árbol, en el suelo, a un par de metros del Burger King. Ya era bastante difícil que nadie fuera a relacionarme con el robo del McDonald´s. Que no era un robo.

Me quité la chaqueta y la dejé en el suelo junto a mí, sobre la hierba. Da un calor horroroso durante el día, pero por la noche es lo único que tengo para dormir, y a veces refresca bastante. Saqué la cartera del bolsillo donde la había escondido: dentro estaba la llave y un buen fajo de billetes. Al menos la habitación era en el Residence Inn del aeropuerto, que no estaba muy lejos. Conociendo a Tony, me podía haber mandado al puñetero Jacksonville.

Decidí usar la habitación de campamento base mientras pensaba el resto del plan. Además, tenía unas horas. Vale, admito que quería echar una cabezada y lavarme un poco. ¿Quién sabe cuándo volveré a tener una cama de verdad y agua caliente? Gratis, por lo menos. También quería asegurarme. Me rondaba por la cabeza que el tipo gordo podía perfectamente ser el dueño de la cartera. Tony me había dicho que la encontraría allí, sin más, pero a saber si algún ángel había hecho que se le cayera del bolsillo al gordo. Ellos pueden hacer ese tipo de cosas, creo. Total, que igual cuando volviera esa noche con el tal Ramírez estaba la reserva cancelada, y nos paraba la poli en la puerta. Si eso pasaba (y qué mal quedaría Ramírez, presentándose en un motel con una chica de mi edad…) quería al menos tener la habitación un ratito. Una chica puede soñar.

Así que me duché, dormí un rato, cené un taco de otro puesto callejero con lo que había en la cartera (podía haber ido a un sitio mejor, pero no quería gastarlo todo) y me presenté en la Tercera Suroeste a las doce menos cinco. La verdad es que quería haber llegado antes, pero dormí más de la cuenta. ¿Quién puede culparme? Llevaba años sin tener una cama limpia para mí sola.

La casa era bastante pequeña, la verdad, aunque tenía un buen jardín, con setos y palmeras tras los que ocultarme. Estaba pensando en qué decirle a Ramírez para que viniera conmigo sin sonar como una yonqui loca, tratando de decidir si llamar al timbre o entrar por una ventana, cuando la vibración de unos bajos hizo temblar hasta las mismas hojas de las palmeras. Sonaba reggaetón a todo volumen, a lo lejos, y se acercaba. Los Murda Grove Boys. Mierda.

Tiré una piedra por la ventana de atrás y entré arrastrándome. Me desgarré los pantalones y me raspé la piel, pero por suerte no me hice sangre. Estaba en un salón. Cuando conseguí ponerme de pie, había un tipo joven, con el pelo negro y cara de asustado, en pijama. Tenía un bate de béisbol en la mano, y los nudillos blancos. Dio un paso hacia mí, entre amenazante y asustado.

–          ¿Eres Fernando Ramírez?- chillé en español. Eso lo detuvo, pero no lo tranquilizó. El reggaetón empezaba a oírse ya desde el interior de la casa. Bajó un poco el bate, confundido.

–          ¿Quién eres tú?

–          ¡Vienen los Murda Grove! ¡Ven conmigo!

–          ¿¡Pero qué?!

–          ¡Que vengas! – lo agarré de la camiseta y tiré de él hacia la ventana, desesperada. Si los Boys nos encontraban nos iban a matar a los dos, y los demonios habrían ganado otra batalla. Otra más.

Ramírez forcejeó, pero por suerte no se le ocurrió usar el bate contra mí. Todavía no sé qué le convenció, si fui yo, mi cara de desesperación, o el derrapar de los coches de los Murda Grove, que ya estaban quemando rueda en la esquina de la Tercera con la Treinta y Siete. Echamos a correr, salimos por la ventana que yo había roto, y cruzamos el barrio a ciegas, intentando sencillamente poner tierra de por medio entre la casa y nosotros. Mientras corríamos oímos los primeros gritos en espanglish y los primeros tiros al aire. Desde luego, no tenían pensado hacer esto discretamente. Querían que todo el mundo se enterara de qué les pasaba a los que declararan contra los Murda Grove Boys.

Nos detuvimos, jadeando, en el aparcamiento de camiones de la Cuarta noroeste. No era muy lejos ni era seguro, pero Ramírez estaba histérico, y yo estaba muy cansada. Desde donde estábamos oíamos los gritos y los tiros. Me imagino que ya se habrían dado cuenta de que Ramírez no estaba en casa. Con la lengua fuera, volví a tirarle de la camiseta del pijama.

–          Vamos. Van a encontrar la ventana rota y buscarnos, no son idiotas.

–          ¿Se puede saber quién eres? ¿Por qué estás…?

–          No te lo creerías. Tú hazme caso, te llevo a un lugar seguro.

–          ¿Cómo sé que no…?

–          ¿Qué no estoy con ellos? Porque no les he dejado pegarte un tiro en la puerta de tu casa, hombre. ¡Vamos!

Corrimos un poco más, hasta que me acordé de la cartera que aún llevaba en la chaqueta. Paramos tres taxis, pero ninguno quiso llevarnos, al ver las pintas que llevábamos, y sobre todo el bate. Le dije a Ramírez que lo tirara, pero no quiso. Al final, el cuarto taxi aceptó llevarnos si lo metíamos en el maletero. El tipo tenía una separación de cristal entre su asiento y el del pasajero, micrófono, cámaras y de todo, aparte de una estampa de la Virgen de Guadalupe en el salpicadero. Aquello era un tanque.

Le di la dirección del Residence Inn y nos miró con mala cara, pero no dijo nada. Media hora después estaba sentada en el suelo, con Ramírez en la cama mirándome con incredulidad. Habíamos tenido que dejar el bate escondido entre los setos, en el jardín que hay junto a la puerta del hostal.

–          ¿Me estás diciendo que los Murda Grove se han enterado de que voy a testificar? Pero si solo lo sabe la policía… ¡Tengo que llamarlos!

–          ¿Es que no me escuchas?- me enfadé-. Satán los avisó. Las bandas están controladas por los demonios. La poli también.

–          No me vengas con esas. Además, ¿cómo te has enterado tú?

–          ¡Ya te lo he dicho!

–          ¿Ángeles y fantasmas y demonios? ¡Tú eres una loca!

Le clavé los ojos, cabreada, poniéndome de pie. No le llegaba ni a la barbilla, porque era bastante alto para ser hispano, pero estando sentado yo quedaba por encima, y se echó atrás en la cama. Estuve a punto de darle una bofetada.

–          Soy una loca que te ha salvado la vida y te ha traído aquí para que no te maten, así que respétame, ¿está claro?

Se tragó lo que quiera que fuera a responderme y refunfuñó por lo bajo, así que pasé de él y me fui al baño. Mientras estaba sentada, viéndome las ojeras y la cara de cansancio en el espejo, me vino una idea a la mente. Me puse pálida de repente, sentí un nudo formarse en el estómago y un sudor frío bajarme por la espalda. Apreté los dientes para evitar que me temblara la barbilla. ¡Bloody Mary! ¿Cómo podía haberme olvidado de Bloody Mary?

Estuve a punto de decirlo en alto, y me mordí la lengua tan fuerte que estuve a punto de hacerme sangre. No se puede decir su nombre delante de un espejo, porque si lo dices tres veces viene para matarte. Me subí los vaqueros y salí del baño casi histérica.

–          ¡Ramírez! ¡Levanta!

Él se había quedado adormilado en la cama, y me miró confundido, incorporándose sobre un codo. Le tiré una de sus propias zapatillas para obligarlo a levantarse.

–          ¡Tienes que ayudarme!

–          ¿Qué pasa? ¿Más fantasmas?

–          Ayúdame a quitar los espejos de la habitación.

–          ¿Qué dices?

–          ¡Ayúdame!- le grité, subiéndome a la cama y casi pisoteándolo para llegar al pequeño espejo redondo que había sobre la cabecera.

–          ¿A qué viene eso? ¿Qué haces?

Descolgué el espejo y lo puse boca abajo en la mesilla de noche, luego le tiré de la manga para que me ayudara con el del baño. Como con todo lo demás, me ayudó sin hacer más que rezongar un poco; bastaba presionarlo para que obedeciera. No me extrañaba que se hubiera mezclado con bandas.

–          Tenemos que llevar los espejos abajo y tirarlos. Romperlos dentro del contenedor de basura.

–          ¿Pero me quieres decir por qué?

–          No se puede decir su nombre delante del espejo. Es la aliada de los demonios. Llora sangre y recorre la ciudad por la noche buscando niños que matar.

–          ¿Ahora nos va a atacar La Llorona? ¡Venga, hombre!

–          ¡Ni se te ocurra soltar el espejo! ¡Y no la nombres!

Bajamos el espejo del baño por la escalera de incendios, rezando para que nadie nos viera. Lo dejamos en el contenedor, en vertical, y obligué a Ramírez a envolverse la mano con mi chaqueta y darle un par de puñetazos para romperlo sin hacer mucho ruido. Hubiera preferido tirarlo al suelo o golpearlo contra el borde del contenedor, pero no podíamos arriesgarnos a que nos pillara el personal del Residence Inn. Hicimos lo mismo con el espejo pequeño de encima de la cama, y con uno de mano que encontré en la mesilla de noche. Cuando volvíamos arriba, me quedé un rato parada delante del que había en el pasillo.

–          ¿Qué haces?

–          Deberíamos romper este también.

–          ¿Qué dices?

–          Y si hay uno en el ascensor también.

–          Ni se te ocurra. Bastante he aguantado tus locuras ya, pero no pienso…

Le clavé una mirada de las mías y se tuvo que callar. Me picaban las puntas de los dedos de ganas de destrozar todos los espejos del edificio para evitar que ella entrara, pero Ramírez tenía razón. Si lo hacíamos armaríamos un escándalo, vendría la poli, y no habría forma de que él declarara, ni de permanecer escondidos en el hostal. Me dije que estaba siendo paranoica. Bloody Mary te atacaba cuando estabas delante de un espejo, nunca se alejaba mucho de ellos. No iba a cruzar todo el pasillo para matar a Ramírez. Lo único que teníamos que hacer era salir por la escalera de incendios el viernes por la mañana.

–          ¿Me quieres explicar de qué va todo esto?- me dijo él una vez volvimos a la habitación y me hube asegurado otra vez que no había un solo espejo.

–          Es…- bajé la voz, como si pudiera oírme- Bloody Mary. Se mueve a través de los espejos. Si dices su nombre tres veces delante del espejo viene y te mata.

–          ¡Eso es una leyenda urbana, un cuento de miedo! Ni siquiera los niños pequeños se lo creen.

–          Es verdad. Yo he visto los cristales rotos cerca de donde han muerto los que la han llamado. A veces puede venir también aunque no lo hayas hecho, si alguien se lo pide. Como los Murda Grove no te han pillado, Satán podría haberla llamado a ella.

Ramírez se levantó de la cama donde se había vuelto a sentar y se llevó las manos a la cabeza, exasperado. Sacudía la cabeza como si le estuviera contando alguna locura sin sentido.

–          ¿Pero qué tiene que ver Satán con Bloody Mary?

–          Son aliados. Ella fue la que le ayudó a entrar en el cielo para conquistarlo cuando Dios huyó. No pudo soportar ver todo el mal que hay en el mundo.

–          ¿De qué demonios hablas?

–          Tú no conoces las historias- le dije con desprecio-. Eras un niño rico, ¿verdad? Tenías casa propia, no ibas de albergue en albergue. Seguro que hasta fuiste al colegio. Nadie te contó cómo protegerte, ni te dijo el nombre secreto de la Dama Azul.

Él se dejó caer en la única silla de la habitación, con la cabeza entre las manos. Se la apretaba como si sintiera que le iba a estallar en cualquier momento.

–          Todo esto es una locura. No entiendo nada… hace hora y media me iban a matar por testificar y ahora me estás hablando de guerras mitológicas, de la Llorona y de una mujer de azul.

–          Ella es la única que puede salvarte de Bloody Mary – le dije, sentándome a mi vez en la cama-. Si la llamas por su nombre secreto cuando estás en peligro viene para salvarte. Si Bloody Mary ve tu cara puede encontrarte estés donde estés, así que es la única oportunidad que tienes de salir vivo.

Ramírez hundió los hombros, derrotado. Creo que seguía sin creerse nada, pero los nervios estaban pudiendo con él y estaba dispuesto a rendirse y aceptar cualquier cosa con tal de que lo dejara en paz.

–          De acuerdo, ¿cuál es el nombre?

–          No se puede revelar a los adultos.

–          ¡Tú lo sabes!

–          Cuando me lo dijeron era una niña. Bueno, y legalmente todavía lo soy.

–          ¡Vete a la mierda!

–          De nada por salvarte la vida, imbécil.

–          Me acabas de decir que la puñetera Bloody Mary me va a matar de todas formas porque no me quieres decir el nombre secreto de otro maldito personaje de cuento.

–          No he dicho que te vaya a matar- respondí, satisfecha de mí misma-. Hay otras formas de protegerse, y te las puedo enseñar.

–          ¿Ah, sí? ¿Cuáles? A ver con qué me sales ahora.

Le dije lo que tenía que hacer, cómo fabricar las protecciones y cómo situarlas para que Bloody Mary no lo pudiera atacar, ni siquiera si había visto su cara. No las puedo poner aquí porque dicen que si se escriben pierden su poder. No sé si es verdad. Quiero decir, ¿cómo haces la prueba? Igual alguien lo hizo con una sola de las protecciones y por eso dejó de funcionar y ya no se enseña. Da igual. Le enseñé a Ramírez las que sabía.

–          Vamos a estar aquí una semana. Tú no puedes salir, porque si alguien te ve y avisa a los demonios, te matarán igualmente y no habremos avanzado nada. No pienso permitir que los ángeles pierdan la batalla por mi culpa.

–          Ah, ¿ahora hay ángeles también?

–          Cállate y escúchame. Yo saldré a comprar comida y esas cosas, tengo algo de dinero. No preguntes, escucha. Cada vez que yo cierre esa puerta pondrás las protecciones tal y como te he enseñado, sin olvidarte absolutamente nada. Si te olvidas de algo estás muerto. ¿Entendido?

–          Sí, sí.

–          Y aléjate de los espejos. No quiero que salgas ni siquiera al pasillo. Todas las protecciones del mundo no sirven de nada si pasas delante de un espejo y Bloody Mary te está buscando.

–          Vale, vale – me dijo, encogiéndose de hombros-. Lo que tú digas.

–          ¿No me crees?

–          Eh, sí, de verdad.

No me creía. Lo agarré por los hombros y pegué mi cara a la suya, mirándole a los ojos. Torció el gesto. Supongo que no me huele el aliento a rosas.

–          Me da igual que no me creas siempre que me obedezcas. Esto es una guerra, y tú eres un soldado aunque no quieras. Supongo que eso me convierte a mí en sargento. Ahora repíteme todas las instrucciones que te he dado.

Me maldijo durante un rato, pero al final se rindió y obedeció. Le hice repetirlo tres veces más antes de dejarlo ir a dormir, casi a las cuatro de la mañana.

Durante la semana se portó bastante bien. Yo salía a comprar raciones de supervivencia, que calentamos en un hornillo que compré en una tienda de artículos de monte, aunque la cajera me mirara con mala cara. No le dejé llamar a nadie ni salir de la habitación, y por la mayor parte obedeció, aunque un par de veces rezongaba que lo había secuestrado. Cada vez que volvía tenía las protecciones perfectamente colocadas, aunque yo las revisaba solo por si acaso. El martes, al volver, lo pillé en el pasillo, aunque lejos del espejo, y le eché una bronca impresionante, como las de mi madre cuando estaba borracha y yo era pequeña. Luego estuvimos discutiendo toda la noche.

Tuvimos otra discusión el miércoles, porque Tony vino a ver qué tal iba la operación y Ramírez se empeñó en que ahí no había nadie y yo estaba hablando sola. No entendía que obviamente no podía verlo porque es un puñetero fantasma. Solo se me aparece a mí. ¿A santo de qué se le va a aparecer a otro?

En fin, lo peor vino el jueves por la noche, cuando ya solo quedaban unas horas. Yo intentaba no ir dos veces a la misma tienda a comprar la comida, para que no pudieran fijarse en mí e identificarme si la poli o las bandas venían preguntando, así que a veces tardaba bastante en volver al hostal. El jueves pasé por delante de un mural pintado a graffitti en una pared, que representaba a la Dama Azul, con su rostro ovalado y los ojos enormes, piadosos, sonriendo mientras salvaba a un niño, acurrucado entre unos contenedores, de unos pandilleros con cuernos y garras. La Dama llevaba una pistola en cada mano y estaba disparando sobre los pandilleros. La imagen me reconfortó. Si todo salía mal, siempre podíamos contar con ella. Ya solo quedaba pasar la noche.

Entré a través de la escalera de incendios, como siempre, pero en cuanto llegué al pasillo toda mi confianza se fue al infierno de cabeza. Me paré en seco y sentí erizárseme todos los pelos del cuerpo. Empecé a temblar como si tuviera fiebre, de los puros nervios, y dejé caer todas las bolsas. El espejo del pasillo estaba roto, hecho añicos que cubrían la moqueta hasta la pared opuesta. Como si algo lo hubiera atravesado desde dentro.

–          ¡Ramírez! – chillé.

Dejando las bolsas, eché a correr hacia la puerta de la habitación. Estaba forzada, y se abrió de un empujón. Automáticamente busqué las protecciones. No estaban. ¡No estaban! La puerta del baño estaba abierta, así que me precipité hacia allí, pero apenas llegué retrocedí gritando, histérica, resbalando mientras reculaba hacia la puerta del pasillo. Estuve a punto de caer al suelo, me medio incorporé a cuatro patas y salí corriendo pasillo abajo, hacia las escaleras. Me caí, rodé, me levanté sangrando por la nariz, seguí corriendo, crucé el vestíbulo, me tiré contra las puertas de cristal y huí del Residence Inn sin mirar atrás, con la cara convertida en una máscara de sangre, lágrimas y mocos.

Ramírez estaba muerto en el suelo, cosido a cuchilladas. Y por encima de él una figura de espaldas, una mujer alta con una túnica blanca y un velo que le caía por la espalda, manchados de sangre. Bloody Mary. Pero eso no es lo peor. Eso  no es lo peor.

Estoy escribiendo esto escondida. No voy a decir donde por si alguien lo encuentra. No quiero que me encuentren. No sé qué voy a hacer. No sé qué hacer. Trato de llamarla, pero no puedo. No puedo, no puedo, no puedo. No recuerdo el nombre. No recuerdo el nombre secreto de la Dama Azul, la única que puede salvarte de Bloody Mary. No recuerdo el nombre y eso significa que voy a morir.

Porque cuando llegué a la puerta del baño, Bloody Mary se volvió y me vio la cara.

Teniente: Hemos encontrado esto en los bolsillos de Rosa Martínez, 16, la vagabunda que apareció muerta en el cuarto de baño del Taco Bell de la Segunda Avenida Noroeste, escrito a lápiz en hojas arrancadas de un cuaderno escolar. El cuerpo apareció apuñalado y rodeado de cristales rotos del espejo del baño. Creemos que lo rompió ella misma. Hemos comprobado su historia: es verdad que Ramírez iba a declarar, y que desapareció la semana pasada cuando los Murda Grove Boys atacaron su casa. Apareció muerto en el Residence Inn el viernes por la mañana. La habitación estaba a nombre de la Iglesia Evangélica Pentecostal del Reverendo Jones, de Dallas, reservada por dos semanas. La Iglesia niega todo conocimiento. 

Fuego Nuevo

via Wikipedia.org

Me llamo Miguel Sánchez Hernández. Lo que voy a contar ocurrió hace solo tres días, pero, a veces, parece como si hubiera tenido lugar hace toda una vida, y en otras ocasiones, es como si lo estuviera viviendo ahora mismo, minuto a minuto, cada segundo de duda, cada instante de miedo, turbación, o revelación, cada momento en el que estuve a punto de convencerme a mí mismo de que estaba loco, y todo eran únicamente delirios de mi mente perturbada.

Ahora, al contarlo, hilo acontecimientos separados por varias horas o por días, y me salto otros, de forma que parece algo coherente, pero en su momento no lo parecía. Solo ahora recuerdo fragmentos, datos, hechos, y a la luz de lo que sé los interpreto y les doy forma para contarlos y decir: esto fue importante. En su momento me dio igual. Hasta que no pude dejar de darle la importancia que se merecía, y tuve que asumir todo lo que estaba pasando, porque no me quedó otro remedio.

Creo que todo comenzó, más o menos, cuando conducía la furgoneta del reparto Gran Vía arriba, con Juanito, mi nuevo compañero, a mi lado.  Juanito Nogales. Nunca supe su segundo apellido. Era su primer día en la empresa, donde acabamos todos los inmigrantes latinoamericanos en España: transportando cajas, o sirviendo hamburguesas, o fregando suelos. Era de Medellín, me dijo, y a medida que conducía y hacíamos la ruta, me fue contando las maravillas de su ciudad, con todo y cártel. Yo le fui contando las pocas que tiene el D. F., o por lo menos las pocas que yo vi durante el par de años en los que conseguí salir de Tepito para hacerme, a empujones y becas, un hueco en la UNAM que me duró dos años. Luego se acabó la beca y se acabó la UNAM, y se acabó Antropología. Tendría que haber estudiado para electricista o para mecánico, como quería mi viejo. Ahora al menos tendría un trabajo como Dios manda.

Así que le iba contando a Juanito sobre el Pedregal y Cuicuilco, sobre el Zócalo, o Tlatelolco, o la vez que fui con los cuates de la carrera a Teotihuacán y vi la Pirámide del Sol, o lo que queda de ella, y la de la Luna y la Avenida de los Muertos. Pero también le conté de los bloques deshabitados del barrio de Tepito, de la gente que sale de trabajar en una fábrica para meterse toda la noche en un bar, o en un ring de lucha, a gastarse todo el dinero que han ganado en el día, o de los que venden en las esquinas para el cártel de Juárez, o el de Sonora. Y Juanito me entendió y me contó a su vez, porque en Medellín pasa lo mismo, como pasa en todas las ciudades dejadas de la mano de Dios de Latinoamérica, donde es igual de normal oír un tiroteo que el llanto de un recién nacido.

En esas estábamos cuando aparqué el furgón delante de uno de los VIPs que plagan las esquinas de Madrid, y Juanito se bajó para abrir la puerta posterior y empezar a sacar las carretillas: cajas de papas fritas, de refrescos, de cerveza, de palitos de merluza congelados. El encargado del local salió al ver detenerse el furgón, mirándome con cara de pocos amigos.

–          ¿Dónde estabais? ¡son las once y media de la mañana! ¡esto se va a llenar de gente de un momento a otro, y nosotros sin existencias!

–          Tranquilo, jefe- le dije mientras Juanito empujaba al interior la primera remesa-. Ya estamos aquí, ¿verdad? Y, pues, tenemos más entregas que hacer, no podemos estar en todos sitios a la vez, ¿no?

–          Voy a presentar una queja ante la empresa- me amenazó.

–          Como usted guste, señor.

Se volvió a meter en el local, hecho una furia, y yo me quedé fuera, tomando el aire, y sin molestarme en ayudar a Juanito. Reconozco que abusaba un poco de él, pero es ley de vida, como decía mi viejo. Cuando yo empecé también me tuve que aguantar mis buenas sesiones de entrar y sacar cajas mientras mis compañeros se quedaban fuera, fumándose un cigarro o silbándole a las chavas. Y vaya chavas hay en Madrid, por cierto. De todas partes.

Como había dicho el encargado, era casi mediodía, y en mayo hace aquí un calor del diablo. Me quedé refugiado debajo del toldo rojo que cubría la puerta, paseando la vista por los coches, los transeúntes, la luz del sol filtrándose entre las hojas de los árboles, los edificios de la Gran Vía, la mayoría grises, pero sin embargo vivos e interesantes. Las mariposas revoloteando delante de la puerta del VIPs, ante mis narices. Los carteles de las paradas de camiones, del metro, de los cines o las librerías… Juanito resoplaba a mi lado, bajando otra carretilla del furgón.

–          Podrías ayudarme un poco, ¿no?

–          Podría, güey, podría. Pero ya solo te queda esa.

La entró rezongando, y yo le seguí con la mirada, divertido. Fue entonces cuando posé la vista en algo que me llamó la atención. Una pura tontería, en realidad, pero tengo la costumbre de leer, por reflejo, todo lo que me pasa delante de la cara, y me había encontrado con los estantes de las revistas. Arriba, las de salud y bienestar masculino y belleza femenina, hábilmente mezcladas con las porno; debajo las de deportes e informática, en tercer lugar esas de divulgación, carísimas y con más de cien páginas, que se pusieron tan de moda hace unos diez años y ahora están en decadencia, y por último, las de “esoterismo”. Estas me encantaban desde siempre, así que les dediqué una atención especial.

No es que me las creyera. Cualquiera que haya aprobado la prepa sabe que todo lo que publican es pura tontería y tomadura de pelo, no porque lo asuma como un axioma, sino porque los argumentos que utiliza el noventa por ciento de esas revistas bordean lo ridículo, generalmente por el lado de dentro. En muchas de ella, el argumento más sólido parece ser “la comunidad científica dice que es imposible, así que TIENE que ser cierto”. Cuando estaba en la UNAM me pasé más de dos y de tres tardes con los cuates, doblados de risa con los chupacabras, los OVNIs mayas, y las apariciones de la Virgen de Guadalupe en un tamal en Zacatecas.

Esa mañana, ya casi medio día, me entretuve con titulares sobre el último secreto de Fátima, el Santo Grial que había aparecido en Murcia, los OVNIs de Arkansas, las hadas de Gales y los Poltergeist de Alemania. Pero uno me llamó especialmente la atención. En su momento pensé que porque hacía referencia a mi tierra. Ahora… ahora no puedo decir lo mismo. Aparecía la Piedra del Sol, rodeada de estrellas, y posada en ella, una polilla, o una mariposa (nunca he aprendido a distinguirlas). El titular era “2012: ¿Se acerca el fin del mundo?”. Me hizo gracia que el tipo que hizo la portada no fuera capaz de encontrar nada maya que ponerle a esa supuesta profecía, y le encasquetara el calendario azteca.

Terminamos la ronda sin más novedades, que yo recuerde. Solo nos quedaba una entrega por hacer antes del turno de tarde (los lunes hacemos turno doble), así que, para compensarle a Juanito el no haberle ayudado apenas con las cajas, le dije que fuéramos a comer, que yo pagaba las bebidas. Nos sentamos en un bar restaurante en una zona apartada del centro, donde nuestros salarios mínimos nos permitieran comer sin hipotecarnos, y seguimos contándonos nuestras vidas.

–          ¿Llevas mucho tiempo en España?

–          Qué va, un par de meses nada más.

–          Yo llevo ya ocho años- le dije.

–          ¡Ocho años! ¿No has vuelto?

–          Un par de veces, si me daban vacaciones, pero es difícil que te las den. Normalmente solo estás libre cuando te echan, y cuando te echan no tienes plata para viajar.

–          ¿Llevas mucho con el furgón?

–          Dos años en esta empresa. Antes estuve uno en otra. ¿Y tú, Juanito? ¿Qué estuviste haciendo antes de esto?

–          Bueno, buscar qué hacer, más que nada- rió, bebió un sorbo de cerveza-. Antes estuve una semana nada más en un supermercado, de reponedor.

–          ¿Solo una semana?

–          Me tuve que ir.

Se notaba que no quería hablar del tema, así que no insistí más, y llené el silencio incómodo masticando papas fritas congeladas, que estaban bastante grasientas. Al final cambié de tema como pude:

–          ¿Tienes familia acá?

–          Tengo un primo, me estoy quedando donde él hasta que encuentre piso. Él fue quien me trajo, vino hace dos años. Pero la familia toda está allá.

–          ¿Alguna chavita?

Se le iluminó la cara, allí, debajo del cartel con hamburguesas perfectas que no servían en ningún bar del mundo, delante de la Heineken (no tenían Coronita) que se estaba tomando, encima de los restos de la ensalada.

–          Sí, sí… estoy casado allá, me está esperando, para que yo la llame y venga, cuando esté todo bien. Cuando me vine estaba embarazada, me llamó ayer, me acaba de nacer una chiquita.

–          No manches.

–          Sí, tres kilos pesó… me va a mandar la foto mañana mi suegra

–          Felicidades, hombre- le puse la mano en el hombro, le di la mano. Al final pagué yo el almuerzo entero para celebrarlo. El hombre teniendo una hija en Colombia y yo haciéndolo cargar cajas.

Después de la segunda ronda, dejamos el furgón en el garaje de la empresa, y como dicen aquí, cada uno a su casa y Dios a la de todos. Como no tengo coche propio (¿con qué lana?) me volví a casa en metro, igual que cada noche, medio recostado contra una de las barras verticales, estrujado a veces por masas de pasajeros que entraban y salían a empujones, sin ver ni oír a nadie, sin tener que ver con nada aparte de sus propios asuntos y sus propios problemas. Bostecé, y me bajé del tren para cambiar de línea, con los ojos medio cerrados de sueño.

Estaba cruzando un pasillo oscuro entre dos andenes, flanqueado por los soportes de plástico negro, apagados y muertos, de media docena de anuncios, cuando un ruido brusco, que terminó en un zumbido, me sobresaltó, y me quitó de golpe toda la modorra. Uno de los anuncios se había encendido de pronto, con un chasquido eléctrico, y ahora vibraba y parpadeaba, iluminando a medias el pasillo y proyectando detrás de mí una sombra alargada y enorme, a lo Fritz Lang. Un par de polillas (Dios sabría cómo habían llegado allí) empezaron a revolotear en torno a la luz de neón, que anunciaba un parque de atracciones con temática mesoamericana. Por encima de una pirámide escalonada, rodeada de cocodrilos, palmeras, y quetzales, una sola frase en color verde chillón: “Descubre un Mundo Nuevo”.

Descubre un Mundo Nuevo. Mientras tomaba la otra línea, y hasta que me bajé en Marqués de Vadillo para caminar hasta mi piso alquilado en Carabanchel, no dejé de darle vueltas a la frase. Descubre un Mundo Nuevo. Parece que los españoles lo hicieron, y ahora éramos nosotros los que teníamos que descubrir el viejo mundo, repetir el viaje de Colón en sentido contrario, igual de desesperados que esos primeros marineros, con la esperanza de hacer una fortuna, pero sabiendo, en el fondo, que aspiramos como mucho a sobrevivir un poco mejor que en nuestra tierra. Con eso se nos hace suficiente.

Cené ligero, con los cuates, viendo las noticias en televisión. Primero hablaron del eclipse de sol que habría en unos días. Luego dijeron que había habido otro terremoto en Argentina; últimamente parecía que los había por todas partes. La semana pasada hubo otro en China, y la anterior uno en Etiopía. Lo comentábamos mientras comíamos pasta precocinada y esperábamos por las noticias de deportes. No tenemos canal internacional, así que había que conformarse con la liga española. Nosotros somos todos latinoamericanos, todos los compañeros de piso. Wilson es salvadoreño, Manuel es mexicano como yo,  y Antonio, que no estaba porque siempre trabaja de noche, es cubano. Llevábamos compartiendo piso unos dos años, porque ninguno tenía plata como para comprarse uno o alquilar solo, ni familia que mantener acá, aunque todos mandábamos algo cada mes a nuestros padres, hermanos, esposas, o lo que fuera.

Esa noche tuve un sueño extraño. Me encontraba en el Zócalo, en el D. F. Estaba solo en el centro de la plaza, y hacía bastante frío. Corrían ráfagas de aire que arremolinaban la basura en las esquinas. Faltaban varios edificios, y en el lado noreste, el Templo Mayor estaba reconstruido, con todo y capillas, tal y como en tiempos de los aztecas. El cielo tenía un color amarillo desagradable, como una bombilla cuando está a punto de gastarse, y no se oía ni un sonido. Había un silencio sepulcral. Alcé la mirada y vi el sol, moviéndose majestuosamente por el cielo oscurecido, aunque demasiado rápido para ser natural. Podía ver perfectamente cómo se desplazaba, con su luz cada vez más tenue. Lo rodeaba un auténtico enjambre de estrellas, que a veces me parecía que lo seguían, como perros de caza.

Al llegar justo encima del Templo Mayor, el sol se apagó bruscamente. Por el rabillo del ojo vi a las estrellas agitarse en sus lugares, pero si las miraba fijamente, permanecían quietas. En cuanto el sol se apagó, de una de las capillas del templo salió algo que se precipitó hacia mí a gran velocidad. Di un paso atrás, sobresaltado. A mis pies se desplomó aquello: era un colibrí, moribundo, con el plumaje sucio, descolorido y alborotado. No brillaba. Es una estupidez, porque los colibríes no brillan, pero en el sueño me pareció muy importante, y terrible, que el colibrí no brillara. Solo entonces me di cuenta de que se había desplomado sobre un espejo. Tras él venía un enjambre de polillas, que sin embargo no se atrevía a acercarse. Permanecieron revoloteando por encima del ave, que se agitaba patéticamente sobre el espejo, mirándome, hasta que al final murió, y una serpiente salió reptando de debajo del espejo. Las polillas descendieron hacia él; las estrellas también habían desaparecido. Solo estaba la luna en el cielo, pero vi como unas enormes alas, a veces de polilla, y a veces de murciélago, la tapaban. Una risa baja y chillona, como de hiena, inundó la plaza.

Me desperté con la boca seca y un tremendo dolor de cabeza, como el que sientes cuando alguien ha estado hablándote al oído toda la noche en un bar, tratando de sobreponerse a una música fuerte. Estaba cubierto de sudor frío, y por unos momentos después del despertar, me pareció importantísimo y terrible que el colibrí no brillara, que su luz se hubiera apagado, y peor aún, que fuera a ser devorado por las polillas. Miré el reloj. Eran las cinco de la mañana. Me levanté a tomar un vaso de agua, me acosté y traté de dormir de nuevo, pero fui incapaz. Me pasé las tres horas que me quedaban de sueño dando vueltas en la cama, desvelado.

Fui al trabajo con cara de bulldog, y de un humor de perros. No dejaba de darle vueltas a mi sueño, ¿a santo de qué venía todo eso? El sol y las estrellas podían tener que ver con la portada de la revista, pero el Templo Mayor, las polillas… había visto más de lo normal estos días, pero tampoco era nada del otro mundo, nada como para soñar con ello. Y un colibrí que no brillaba… las cosas que sueña uno. Por su parte, Juanito llegó contentísimo y sonriente, lo cual, por supuesto, solo sirvió para enfadarme a mí más. Nos subimos al furgón casi sin cruzar palabra, yo con ojeras y cara de pocos amigos, y él con una sonrisa de oreja a oreja y pinta de estarse muriendo por hablar, pero no atreverse.

–          ¿Qué pasa, Miguel? ¿mala noche?

–          Sí – gruñí.

–          Claro, es que no te dejan dormir, no se puede salir tanto con mujeres…

–          No sé cómo se lo tomará tu madre cuando se lo diga.

Reconozco que me pasé un poco, pero el zumbido en mis oídos y el dolor de cabeza no se habían ido desde las cinco de la mañana, y no tenía ningunas ganas de que el niñato este me estuviera dando lecciones. Salir con mujeres… ¡ojalá! Lo que estaba haciendo era el tonto, dormir y tener pesadillas como un niño pequeño.

Juanito se enfurruñó, como es lógico, y se dedicó a mirar por la ventana un buen rato, con cara de amargura. Yo tampoco dije nada durante el primer servicio, en parte porque todavía estaba enojado, y en parte por vergüenza. Al final, al cabo de un buen rato, Juanito se sacó del bolsillo un folio doblado, con una imagen impresa, evidentemente con una impresora de mala calidad, con líneas blancas cruzándola y colores desvaídos. Era un bebé tendido en una cuna de plástico blanco, con mantas blancas y rosadas. Me lo dijo con timidez y cierta reserva, supongo que por miedo a que volviera a contestarle mal, pero no podía ocultar la satisfacción.

–          Mira, es mi niña, me mandó la foto mi suegra.

Me había olvidado totalmente de la hija de Juanito que había nacido hacía dos días en Medellín. Me asaltó la vergüenza por haberle respondido de aquel modo, y me obligué a decirle dos o tres tópicos sobre lo bonita o lo grande que estaba, o qué sé yo. Tampoco me esforcé mucho, pero al menos sirvió para quitarle a él el enfurruñamiento, y redimirme un poco por mi salida de tono.

El resto del turno transcurrió sin novedad. Me pareció que me fijaba más en las mariposas y las polillas que nos rodeaban, que habían salido a revolotear en pleno mayo, en busca de apareamiento y muerte. Pero, por supuesto, no se trataba de que hubiera más polillas, o de que me siguieran, sino de que yo, como había soñado con ellas, estaba más pendiente, me fijaba más cada vez que veía una. Eso debía ser, ¿verdad? Es imposible que una misma polilla me esté siguiendo todo el pinche día, revoloteando delante del parabrisas del furgón. Además, ¿esos bichos no son nocturnos? Igual había sido una mariposa. O lo que fuera.

Como ese día no tenía turno de tarde, después de comer me pasé por el centro cultural mexicano. Es un piso adaptado, en una tercera planta, y no está demasiado lejos de mi piso alquilado. Allí se organizan fiestas en los días señalados de la patria, charlas y conferencias, o simplemente se pasa uno cualquier día para encontrarse con gente de allá y platicar, o despedir a los que se van, o recibir a los que vienen recomendados. Debe haber casi un centenar de socios, aunque siempre están yendo y viniendo. Esa tarde me abrió la puerta doña María de los Ángeles, una de las encargadas del centro. Tenía la cara congestionada y lágrimas en los ojos, y me recibió sujetándome la mano entre las suyas y besándomela, nerviosa. Reconozco que me asustó.

–          ¿Qué pasa, doña María? ¿hay algún problema?

–          Ay, Miguelito, Miguelito… ven, entra…

Hay un televisor bastante grande en el recibidor del centro cultural, que estaba atestado de gente. Doña María me llevó de la mano. Muchos lloraban, algunos estaban pegados al televisor como si pudieran meterse dentro, dos o tres cuchicheaban, uno trataba de hablar por el celular. En la televisión, imágenes del desastre. Casas derrumbadas, calles cubiertas de escombros, un perro solitario vagabundeando en busca de su amo, otros perros, más grandes, traídos por los bomberos para buscar supervivientes. Una señora de rostro arrugado y curtido llorando como una niña pequeña ante la cámara.

–          Un terremoto, Miguelito… en Tlaxcala, pero se ha sentido hasta en Puebla y en Cuernavaca…

–          ¿Cuándo?

–          Hace un par de horas nomás… todavía no se saben muertos ni heridos ni nada… ay, Miguelito, que yo tengo familia en Tlaxcala…

Y la pobre señora se echó a llorar ahí mismo, en mis brazos, como todos los demás. Yo no conocía a nadie en Tlaxcala, pero era mi país, y no podía dejar de mirar las imágenes de gente llorando, intentando escarbar entre los escombros con las manos desnudas, de policías y bomberos tratando de rescatar a los pocos supervivientes que pudiera haber. Me pasé allí toda la tarde, consolando a los que habían perdido, o podían haber perdido a alguien, escuchando a los que intentaban llamar a México, atentos todos a las últimas noticias del desastre y a la cuenta de muertos que iba subiendo cada vez más y más rápidamente. Ya rondaba los cincuenta, con cientos de desaparecidos.

Llegué a casa cerca de la una de la madrugada, cuando ya los datos sobre el terremoto que daban las noticias no eran más que lo mismo, una y otra vez, masticado y repetido de distintos modos, pero sin nada nuevo. Cada uno se fue yendo a llorar por su cuenta, a su casa, y lo mismo hice yo, tras a acompañar a doña María de los Ángeles a la suya y dejarla llorando, porque no sabía nada de su familia de Tlaxcala, a pesar de llevar toda la noche llamando. Subí la escalera exhausto, física y mentalmente. El día había empezado mal, seguido sin novedad, y terminado fatal, y no tenía ganas de nada aparte de meterme en la cama y olvidarme de todo. Ni siquiera tenía ganas de cenar, aunque me obligué a hacerme un emparedado de queso blanco. Cuando estaba a punto de dormirme, algo aleteó delante de mi ventana, cubriendo a medias la luz que se reflejaba de la farola próxima. Un murciélago. Supongo que por temor supersticioso, cerré la ventana, nervioso, acordándome de las alas negras de mi sueño. Luego me arrastré hasta la cama.

Una vez más, me encontré en México, aunque esta vez no estaba en el Zócalo, sino en Teotihuacán, en la Avenida de los Muertos, directamente al pie de la Pirámide del Sol. El sol estaba muy bajo en el cielo, de nuevo rodeado de estrellas, y había un silencio sepulcral, roto solo por un batir de alas lejano. Me sentí obligado a ascender la escalera, como si algo me llamara, me exigiera subir. Pisoteé los escalones rotos y agrietados por los siglos, entre los que crecía la hierba. Me sentía tan cansado como cuando me había acostado, y la ascensión, larga y penosa, se me hizo eterna. Los escalones se quebraban bajo mis pies, y cuando bajé la mirada me encontré rodeado de escorpiones, que subían y bajaban los escalones frenéticamente. En el silencio de la noche, me sorprendió un ronco croar de sapos. A mi alrededor revoloteaban las polillas, y más arriba, recortados contra la luz del sol poniente, una bandada de murciélagos negros.

Llegué a la cima de la pirámide. El templo de la parte superior, que yo solo había visto en dibujos y conjeturas, estaba reconstruido. En la plataforma me esperaban los sapos, entre los que continuaban moviéndose centenares de escorpiones. Había cientos de murciélagos y polillas revoloteando en torno al templo, o posados en el dintel, pero aparentemente ninguno se atrevía a entrar. Eso es lo que pensé en el sueño, que no seatrevían. En cambio, yo debía entrar, era absolutamente necesario que yo entrara en el templo. Y así lo hice.

No había nada en el interior, ni habitaciones, ni tabiques. Solo una pira, un amontonamiento de leña en forma de pirámide, ya consumida y casi apagada. En realidad era poco más que un montón de ascuas rojizas entre carbón negro, con una tenue llama aquí y allá. La escasa luz del sol que entraba por las ventanas lamía el suelo de piedra con cierta desgana. Me acerqué a la pira, como sonámbulo, y solo entonces advertí que había algo más. Sobre las ascuas, en posición fetal, yacía un hombre. Estaba desnudo y no tenía una sola quemadura. Temblaba, y me miró fijamente a los ojos, rodeándose el cuerpo con los brazos, como si en lugar de una pira funeraria estuviera en el centro de una cámara frigorífica. Abrió la boca para hablar.

–          Tengo hambre. Tengo frío.

Creo que lo dijo en náhuatl. Yo no hablo ni una sola palabra de náhuatl, como muchos otros mexicanos mestizos cuyos antepasados aztecas se remontan a quién sabe cuántas generaciones, pero, de algún modo, entendí lo que me decía. Tengo hambre. Tengo frío. Aquello, aquella súplica en un idioma desconocido, me afectó profundamente, me hizo estremecer en lo más hondo. El hombre no dejaba de mirarme mientras el sol declinaba, como esperando a que yo hiciera algo. Me dio la impresión de que era absolutamente necesario que yo encendiera el fuego, que quemara a aquel hombre que se moría de frío. En el exterior, el sol se puso, bruscamente, y al mismo tiempo, la pira se apagó. Súbitamente se intensificó el batir de alas, seguido por la risa aguda, baja, de hiena, que ya había oído yo en mi otro sueño. Percibí, más que vi, pues el cielo estaba a oscuras, cómo el suelo se llenaba de escorpiones y sapos, y el aire de murciélagos y polillas, que se abalanzaban sobre la pira. Entonces desperté.

No solo me dolía horriblemente la cabeza, al igual que la otra noche, y me zumbaban los oídos, sino que, a pesar del calor de mayo en Madrid, estaba muerto de frío, absolutamente aterido. Temblaba visiblemente y me castañeteaban los dientes. Era un frío desagradable, pesado, e interno, ese frío que se te clava en los huesos y no te abandona hagas lo que hagas, no importa cuánta ropa te pongas o bajo cuántas mantas duermas. Además, estaba totalmente muerto de hambre. Me rugía el estómago, como si no hubiera comido en semanas. A pesar del copioso desayuno, con café caliente, un emparedado y magdalenas, no conseguí quitarme ni el hambre, ni el frío. Hambre y frío, como el hombre de la pira en mi sueño. Una y otra vez sonaban en mi mente aquellas palabras: tengo hambre, tengo frío, dichas en un idioma que no entiendo, pero que entendí, con un tono de voz tan desgarrado y lastimero que me rompió el corazón. Y el zumbido en mis sienes, molesto y constante.

Afortunadamente, tenía el día libre, así que no tuve que conducir tal y como estaba. Me invadía el cuerpo un malestar general, como el que se siente cuando a uno le va a dar gripe. Debía tener muy mala cara, porque incluso Wilson me preguntó si me pasaba algo y se ofreció a traerme un par de aspirinas. Me negué, aunque luego pensé sinceramente que, si las cosas seguían así, igual me convendría tomarme una o dos.

Me pasé la mañana en el sillón, cubierto de mantas y trasegando café caliente e infusiones, viendo la televisión. Intentaba encontrar noticias sobre el terremoto de Tlaxcala, cifras de muertos, nombres. No había mucha información útil. Todas las televisiones hablaban del desastre, pero ninguna daba muchos más datos de los que yo había oído unas horas antes, con la excepción de que ya eran doscientos treinta muertos y quinientos desaparecidos. Habían encontrado a diez o doce supervivientes, pero muchos estaban heridos.

En otro canal encontré un documental, también sobre México. Pero no hablaba del terremoto. En ese momento pensé que era azar, pero ahora sé que nada ocurre sin un propósito. Todo eran señales, avisos. O peticiones de ayuda.

Trataba sobre el resurgir de la religión azteca. Cada vez más y más mexicanos, muchos indígenas o mestizos, pero también muchos totalmente criollos, abandonaban otras religiones, e incluso el ateísmo, para volver a inclinarse ante Quetzalcoatl, Tezcatlipoca o Huitzilopochtli. El documental mostraba imágenes de los altares floreados donde ardía el copal, y de los sacerdotes (uno de ellos, blanquito, rubio y de ojos azules, me hizo especial gracia) con tilmas y maxtiles blancos, cantando en náhuatl. Un entrevistador le puso un micrófono ante la cara a un anciano de gafas redondas y rostro chupado, a un par de metros de un altar, donde dos jóvenes con vestidos emplumados practicaban una danza tradicional, probablemente inventada.

–          Nosotros somos aztecas, ¿sabe? Incluso los criollos, todos somos mexicanos, México es el país azteca. Nos han traído una religión que no es nuestra, nos han aculturado, y ahora estamos resurgiendo, ¿sabe? Resurgiendo. Las viejas tradiciones están volviendo, nos estamos quitando de encima… nos estamos quitando de encima, ¿verdad?, todo el barniz cristiano que nos impuso la colonia. Pero la colonia hace muchos años que acabó, y nosotros no lo hemos asumido.

–          ¿Así que usted propone una vuelta a la religión azteca?- preguntó el reportero, que tenía más aspecto de indígena que el entrevistado.

–          Sí.

–          Pero la religión azteca incluía sacrificios humanos…

–          Bueno, bueno, ¿sabe? Eso no es así… eso no tiene por qué ser así, ¿verdad? Nosotros somos gente de ahora, gente del siglo XXI. Sí, claro que los aztecas mataban gente, pero nosotros no tenemos por qué tomar esas cosas… podemos tomar las creencias, el ritual, pero no es necesario que… las ofrendas pueden ser otras, ¿sabe? No hay por qué matar a nadie… Estamos en el siglo XXI, ¿verdad? Se está produciendo un cambio, un cambio de ciclo. Lo viejo está resurgiendo, pero no es igual que antes. Es nuevo ahora. Estamos creando algo nuevo, pero nos estamos basando en lo antiguo. Es un cambio radical, el final de una era y el principio de otra…

El fin de una era. El resurgir de las cosas antiguas. Cambios de ciclo. Los dioses aztecas levantándose para ocupar de nuevo su lugar en el mundo, aunque ya nadie les ofreciera corazones, sino únicamente coronas de flores y humo de copal. Pero los dioses aztecas quieren sangre, siempre la han querido, y no se puede engañar a los dioses. Nadie puede, y nadie ha podido nunca. A ratos me parecía que estos pensamientos eran ajenos, que alguien me lo susurraba en el oído. Continué viendo el documental como hipnotizado, aquellas tallas de piedra que imitaban a dioses antiguos, aquellos mestizos vestidos de guerreros águila, llevando y trayendo imágenes de Tlaloc hechas de tierra, donde florecía el maíz.

No sé si influiría para algo el documental, o si simplemente me fui olvidando del malestar, pero lo cierto es que para la hora de comer ya estaba mucho mejor. Decidí pasarme por el centro cultural para ver si había novedades sobre el terremoto, o sobre los parientes de doña María de los Ángeles. Cuando llamé a la puerta, la señora me recibió arrasada en lágrimas.

–          ¿Qué pasa, doña María? ¿alguna noticia?

–          Ay, Miguelito… no es eso, no. Mis parientes están bien, gracias a Dios, estaban fuera de la ciudad ayer.

–          ¿Entonces? ¿algún conocido? ¿alguien del centro ha…?

Me agarró de la mano y me llevó dentro, donde todavía había bastante gente concentrada delante de la pantalla, viendo una y otra vez las terribles imágenes de la tragedia, los cuerpos muertos alineados, cubiertos con sábanas a la orilla de los edificios destruidos y las pilas de escombros. Doña María se sentó en una silla en el vestíbulo, secándose la cara.

–          Ay… es que teníamos una charla hoy, ¿te acuerdas?

–          Eh… claro… – la verdad es que no me acordaba. En el centro cultural se suelen organizar charlas y conferencias, y yo voy a algunas cuando tengo tiempo, pero no me sonaba ninguna para hoy. O quizá con mis propios sueños extraños y el terremoto se me había olvidado.

–          Es un hombre de allá, quería hablar sobre los aztecas- la mujer se persignó devotamente-, ay, yo no sé de eso, de la religión o de los dioses, no sé. Pero está diciendo cosas horribles, Miguelito, cosas del terremoto…

–          ¿Del terremoto?

–          Dice que va a haber más, que se va a acabar el mundo… yo no creo en eso, yo soy católica, apostólica, y romana, pero eso no se puede decir ahora, Miguelito, no es el momento, estamos todos muy afectados…

Me enfurecí, sentí la rabia concentrarse en mi pecho. ¿Cómo se atrevía a hablar de eso precisamente hoy, cuando todo el centro cultural estaba de luto por las víctimas, cuando muchos compañeros acababan de perder a familiares y amigos en el terremoto?

–          ¿Nadie le ha dicho nada, no lo echaron?

–          Muchos nos fuimos de la charla, pero él siguió hablando. Nadie quiere una pelea ahora…

–          Voy a decirle cuatro cosas a ese pinche…

–          No, Miguelito, déjalo, no queremos jaleo, no vale la pena. Hazlo por los muertos…

Aún así entré en la sala de conferencias como una tromba, con los dientes apretados. En el proyector había una imagen de la Piedra del Sol, y el orador estaba hablando con un tono desagradable, de enterado. Había pocas personas, solo cuatro o cinco repartidas por la sala, sentadas en sillas plegables. Al menos una dormitaba, arrullada por el zumbar del proyector y la oscuridad.

–          Cada cincuenta y dos años terminaba un ciclo, un siglo, y había que renovarlo todo, encender el fuego nuevo y cambiar totalmente de vida. Eso es lo que debemos hacer. Tenemos que aprovechar la oportunidad. Está acabando un ciclo, no solo un siglo azteca, sino todo un ciclo. El Quinto Sol se va a acabar, y la nueva era va a ser totalmente distinta. Tenemos que recuperar las antiguas tradiciones, adaptarlas al nuevo sol, al nuevo mundo.

Casualidad o no, debía de ser uno de los de la secta del documental que había visto esa mañana, tratando de hacer conversos aquí, en Madrid. Volver a los dioses aztecas, pero sin sacrificio humano, solo con florecillas y copal. Vi pasar, en la pantalla, el Templo del Sol, imágenes de Quetzalcoatl, de Huitzilopochtli, con su tocado de plumas de colibrí, su espejo y su serpiente, de Tezcatlipoca, con la cara pintada de negro y amarillo, y de Xipe Totec, cubierto con una piel despellejada.

–          Según los antiguos aztecas, estamos en el sol Cinco Movimiento, y por tanto, este ciclo acabará con terremotos, al igual que los otros acabaron por el viento, los jaguares, las inundaciones o el fuego. ¿Qué hemos visto en las noticias últimamente?

Las diapositivas cambiaron de nuevo, mostrando imágenes sacadas de la televisión y de Internet, casas derruidas, refugiados con el rostro desencajado, y equipos de la policía con perros, buscando entre los escombros. Hileras de cuerpos cubiertos con sábanas, fotografías aéreas que mostraban ciudades derrumbadas sobre sí mismas, o aldeas sumergidas por barro o piedras.

–          En noviembre, en Guatemala. En diciembre, en Honduras. En enero, en Alemania. En febrero en Italia. En marzo en Irán. En abril en Indonesia. Solo este mes, en Argentina, China y Etiopía. Ayer, en nuestro propio México, en Tlaxcala. Terremotos. Terremoto tras terremoto. El fin de un ciclo. El quinto sol se nos acaba.

Semejante declaración fue acogida con algunos murmullos, y al menos con un respingo sobresaltado, pero en general la audiencia parecía bastante aburrida. El orador continuó, sin embargo, inasequible al desaliento.

–          Eso es inevitable. Pero hay dos formas de acabar, amigos míos. Los aztecas lo sabían muy bien, y por eso celebraban la ceremonia del Fuego Nuevo, sin falta, cada cincuenta y dos años. Si los dioses continúan siendo adorados apropiadamente, el mundo puede salvarse y sobrevivir al cambio de ciclo. Los supervivientes del sol agua fueron salvados en un tronco, y la humanidad del Quinto Sol fue creada personalmente por Quetzalcoatl. Así pues, puede salvarse el mundo, si adoramos como se debe a los dioses. Pero si no…

Cambió la diapositiva, y fui yo quien dio un respingo. Ahora mostraba a una serie de figuras esqueléticas, con collares formados por corazones y manos, garras de águila, y faldas de plumas, serpientes y huesos. En el centro había una mujer cuya cabeza era una calavera, con alas de mariposa terminadas en cuchillos de obsidiana, y garras de águila en los pies y de jaguar en las manos. Estaba rodeada de escorpiones, polillas, murciélagos y sapos.

–          Esta es Itzpapalotl, rodeada por las Tzitzimimeh. Son las estrellas que rodean al sol, dispuestas a comérselo. Si el sol no es adecuadamente nutrido, si no se le adora como se debe, las Tzitzimimeh se lo comerán, y el mundo no resurgirá jamás. Existe este peligro en cualquier eclipse solar, y también al final de un ciclo. Y esta vez coinciden: el eclipse solar de mañana coincide exactamente con el final del Quinto Sol. Es por eso, amigos míos, que les invito a todos a unirse a nosotros. La religión de los antiguos aztecas es la nuestra, la religión de nuestro pueblo. Celebramos reuniones todas las semanas en…

En ese punto me levanté y salí de allí, sin decirle nada al orador. Estaba bastante confundido. Las estrellas que rodean el sol y quieren comérselo… el sol que debe ser alimentado (“tengo hambre”). Escorpiones, polillas y sapos. ¿Por qué había soñado yo precisamente con esos animales? ¿Por qué con ese hombre hambriento, atacado por las polillas y los murciélagos? Y en todos mis sueños, el sol rodeado de estrellas, estrellas dispuestas a comérselo. De pronto me vino a la mente el colibrí de mi primer sueño, el colibrí que no brillaba como debería, y recordé a Huitzilopochtli, el dios del sol, representado por el colibrí, el espejo y la serpiente… como en mi sueño. El dios del sol moribundo, perseguido por las estrellas. Pidiéndome ayuda. Las estrellas riéndose, burlonas, y las alas de mariposa tapando la luna.

Me fui del centro cultural sin preguntar por el terremoto, sin hablar con doña María. Estaba confuso y asustado, y de nuevo me dolía la cabeza, me asaltaba el terrible zumbido en los oídos, como si hubiera alguien gritándome justo más allá del umbral de la audición, tratando de decirme algo, intentando desesperadamente que yo le escuchara. Mientras cruzaba las calles que me separaban de mi casa, me recorrió un profundo escalofrío, y de nuevo sentí aquél helor en los huesos, y el hambre profunda del dios que me pedía alimento, que necesitaba que yo encendiera su pira. Era una locura, era imposible. Una coincidencia. Tenía que ser una coincidencia.

No llegué a mi casa. Necesitaba salir, caminar, despejarme. Sin saber bien lo que hacía, me sumergí en el metro y me dirigí al centro. Solo necesitaba comer algo, pasear, tomarme una cerveza o un tequila, y todo estaría mucho más claro, todo tendría algo de lógica, en lugar de ser una confusa bola de presentimientos, sueños extraños, coincidencias y supersticiones. Estos últimos días había dormido mal, y seguramente eso me había afectado a las facultades mentales, me había confundido, o qué sé yo. Seguro que era eso. Tenía que ser eso.

Me bajé en Sol, caminé unos metros, me metí en una cafetería de un callejón lateral, esos que, como no frecuentan los turistas, son asequibles incluso para mí. Tenían Coronita. Apoyé la cabeza en los azulejos fríos y blancos de la pared, tratando de serenarme. ¿Por qué había soñado con Itzpapalotl, cuyo nombre no había oído en mi vida? ¿Realmente había soñado con ella? Había visto murciélagos, polillas, escorpiones y sapos, animales que casi todo el mundo considera desagradables. No tenía por qué haber sido precisamente la diosa azteca. Pero había soñado con las estrellas rodeando el sol, con los murciélagos abalanzándose sobre el hombre en la pira. Recordaba haber estudiado algo sobre un dios que se inmoló a sí mismo en una pira para convertirse en el sol, cuando estudiaba en la UNAM. Murciélagos comiéndose el sol.

Tenían que ser recuerdos viejos, cosas que había estudiado hacía diez o doce años, que me habían vuelto ahora a la mente vaya a saber por qué. No había otra explicación. Ninguna racional, al menos. Pero, ahora, justo ahora, que se acababa un ciclo de cincuenta y dos años, precisamente con un eclipse de sol… ahora que había terremotos por todo el mundo, cada vez más frecuentes y más fuertes. No podía haber conexión. No debía haberla. ¿Me estaría volviendo loco?

Me tomé la cerveza a sorbitos, tratando de calmarme. Todo era producto de mi imaginación, no podía ser de otro modo. No había soñado con una mujer con alas de polilla y garras de jaguar, ni con esqueletos con faldas de huesos. Toda conexión que hiciera entre mis sueños y las creencias de los aztecas, o peor aún, la realidad, era inventada, pura coincidencia. Producto de mi imaginación desbocada, y solo eso.

Salí de allí para sumergirme en la masa de gente, o mejor dicho, gentuza, que puebla la Puerta del Sol cuando oscurece, como si su nombre los mantuviera alejados durante el día, igual que Huitzilopochtli a las Tzitzimimeh. Me moví entre la gente, entre camellos, carteristas, turistas y transeúntes, recibiendo y dando empujones. Vi por el rabillo del ojo algo que me sobresaltó: sobre la cabeza de Carlos III hervía un auténtico enjambre de polillas. Me quedé parado, observándolas, aterrado. Aquel símbolo de Itzpapalotl había llegado a convertirse para mí en heraldo del miedo, en prolegómeno de la locura.

Desvié la vista para encontrarme, directamente, con la de una mujer, que clavaba sus ojos en los míos. Debía estar a unos tres metros de mí, apoyada en un macetero ornamental, y no me quitaba ojo. Era mexicana sin duda, totalmente indígena, con unas trenzas negras que le caían sobre la espalda. Había algo extraño en su rostro, joven y viejo a la vez. Pero no solo era eso. La piel parecía rara, artificial. Como maquillaje. Me sonreía de medio lado, burlonamente. En el pecho llevaba un broche en forma de polilla.

Corrí a casa. Antonio se me quedó mirando cuando entré, y me saludó de forma vacilante. Supongo que debía tener un aspecto horrible, agitado como si vinieran persiguiéndome todas las polillas del infierno, sudando y con ojeras por la falta de descanso, y me imagino que con bastante cara de loco. Lo saludé sin mucho entusiasmo, aún nervioso, y me saqué otra cerveza de la nevera. Ahogar mis problemas en alcohol no era la mejor solución, pero era la única que se me ocurría en ese momento, la única forma de poner orden en todo aquel caos de circunstancias inconexas que yo no hacía más que relacionar, de forma, quería hacerme creer a mí mismo, totalmente irracional. No podía tener sentido nada de aquello. Ni siquiera el que la televisión estuviese hablando precisamente de un eclipse solar, del mismo eclipse que había mencionado el orador del centro cultural. El que coincidiría con el fin del Quinto Sol. No pude dejar de imaginarme a las Tzitzimimeh, las estrellas hambrientas, revoloteando en torno al sol moribundo (“tengo hambre, tengo frío”), como las polillas alrededor de la cabeza de Carlos III. Devorándolo. Acabando con el mundo.

Esa noche soñé con la mujer que había visto en Sol. Esta vez no estábamos en México, sino aquí, en Madrid. Nos cruzábamos en el centro cultural, ella me miraba y sonreía, yo le correspondía. Luego, súbitamente, estábamos en mi habitación, y su boca sabía a pulque y a cenizas. Me parecía absolutamente real, no con esa extraña nebulosidad que tienen los sueños, sino con una definición total, una completa sensibilidad. Podía oír, ver, oler, tocar todo cuanto ocurría. Era como si estuviera en mi cuarto realmente, como si no me hubiese dormido o si hubiera despertado para encontrarme a aquella mujer allí, conmigo, con su broche en forma de polilla sobre el pecho, con las alas extrañamente recortadas, empujándome sobre la cama, subiéndose ella, llenándome la boca de sabor a pulque, con su piel oscura fría al tacto, extraña. Oí su voz cascada, “bebe, Miguel”, y sentí un borbotón de sangre inundarme la boca, resbalando por mis comisuras. Manoteé, aterrado, y mis manos se aferraron a su rostro, tiraron, penetraron aquello, que no era más que una máscara de polvos blancos y goma, una máscara que cedió para revelar la calavera sonriente que había debajo, con los ojos inyectados en sangre, las alas de polilla que se extendieron para abarcar toda la habitación, festoneadas de cuchillas de obsidiana.

Grité, me revolví en sueños, mientras unas garras de jaguar me abrían el pecho de un solo golpe. Sentí el dolor como si fuera real, como si aquellas garras se hubieran hundido en mi carne, rasgando la piel, arrancando el esternón, desgarrando los músculos, exponiendo el corazón que latía entre borbotones de sangre. Pude oírlo latir, pude sentir el aire silbando entre mis costillas expuestas, mientras la habitación se llenaba del olor metálico y dulzón de mi propia sangre. Vi a Itzpapalotl abrir la boca, dispuesta a devorarme, y grité. No sé cómo, la empujé, corrí, y de pronto no estaba en mi habitación, sino en las montañas que rodean el D. F., y caí por un precipicio, rodando. Me recibió un cactus, y al estrellarme contra él, sus espinas me atravesaron la carne y llenaron el suelo de sangre, sangre que se derramó como una lluvia y fluyó como un arroyo hasta un gran lago.

De pronto estaba frente al lago, y en su fondo había un corazón. Podía verlo claramente, latiendo con lentitud, a pesar de estar en las profundidades, y supe que ese era el lago Texcoco, y supe que ese era el corazón del primer sacrificio. El cielo estaba oscuro, lleno de estrellas, y escuché a mi espalda el batir de las alas de Itzpapalotl, el chasquear de los huesos de las Tzitzimimeh que venían con ella, corriendo, persiguiéndome, cazándome. Del fondo del lago surgió un árbol, retorcido y lleno de espinas, con sus raíces asentadas en el corazón del primer sacrificio. Oí un chillido detrás de mí, un aullido de rabia que era a la vez el rugir del jaguar, la llamada del águila y el chirrido del murciélago, y era aquella voz baja y de hiena que yo había oído reírse tantas veces.

Aún tenía el pecho abierto, y mi corazón latía, lentamente, mientras las ramas del árbol se tendían hacia mí como manos anhelantes. Sin saber por qué, ni cómo, llevé la mano a mi propio pecho, arranqué el corazón y lo clavé en una de las espinas del árbol. La voz de Itzpapalotl se elevó de nuevo detrás de mí, un aullido ronco y chillón, desagradable, pero era demasiado tarde. Sentí sus garras de jaguar rozarme los hombros. Ante mis ojos, el corazón arrancado ardió, se inflamó y ascendió a los cielos. Amaneció un nuevo día, y cuando alcé la cabeza, para mirar directamente al sol, sin que dañara mis ojos, pude ver que era a la vez mi corazón, un colibrí resplandeciente, y un hombre en llamas, en el centro de su pira funeraria, satisfecho con las llamas del Fuego Nuevo, saciado de sangre.

Desperté temblando, con una extraña sensación de júbilo, a la vez que muerto de miedo por la responsabilidad que había caído sobre mis hombros. Sabía lo que tenía que hacer, y el zarpazo que aún sangraba en mi pecho era la prueba más elocuente. Sabía perfectamente lo que ocurría, lo que aquella voz ajena me había susurrado mientras el anciano de las gafas redondas hablaba del resurgir de los dioses aztecas, pero sin sacrificios humanos. Eso es una pendejada. Sí, las costumbres antiguas resurgen, los viejos dioses vuelven a la vida para evitar que el mundo sea destruido por la falta de cuidado de los hombres, pues, incluso cuando no les prestamos atención, incluso cuando no les sacrificamos como se debe, nos aman y nos protegen.

Pero es falso que debamos adaptarnos a las costumbres del siglo XXI. Es falso que, como ahora vivimos en el mundo occidental y en la cultura europea, tengamos que renunciar a nuestras costumbres. Los dioses no entienden de normas ni de costumbres, ni de balbuceos políticamente correctos para las cámaras. Los dioses entienden de reverencia y de sacrificios. Los dioses, Huitzilopochtli, Nanauatzin, necesitan sangre para vivir, y el mundo necesita a su sol para continuar existiendo. De lo contrario, Iztapapalotl y las Tzitzimimeh lo devorarán todo.

No se puede engañar a los dioses. Los dioses necesitan sangre y corazones, no tonterías de la nueva era y flores. Huitzilopochtli debe estar bien alimentado para que el sol siga saliendo día a día, para que el mundo no se acabe, y ya hemos descuidado esa alimentación durante quinientos años. Hace siglos que no se realiza la ceremonia del Fuego Nuevo, ni los sacrificios diarios. Hace demasiado tiempo que no se alimenta a los dioses para que ellos puedan protegernos y darnos vida. ¿Qué mejor prueba de que nos aman y se preocupan por nosotros que el hecho de que, aún después de tanto tiempo, el sol continúa saliendo? Cada mañana, arrastrándose con esfuerzo por encima del mundo, exhausto y mal alimentado, mientras nosotros nos dedicamos a nuestros asuntos y no agradecemos su sacrificio con el nuestro. Pero todo tiene un límite, y si no se hace algo pronto, también el Quinto Sol dejará de existir, y no habrá un sexto.

Por eso, cuando me desperté, supe exactamente todo lo que tenía que hacer. Por eso hice esa llamada, y me dirigí al Escorial, a los pies de un cerro, y caminé durante media hora, ascendiendo hasta la cima. Por eso encontré esa piedra y de algún modo le saqué punta, como si lo hubiera hecho toda mi vida. No era obsidiana, pero tendría que servir. Me sentía como transportado, como si alguien guiara mis manos a lo largo de todo el proceso, enseñándome cómo debía hacerlo, haciéndolo a través de mí. De algún modo, sabía que la ceremonia no era del todo correcta, que no se habían apagado los fuegos, ni había habido preparación, cinco días de ayuno y silencio, pero, de nuevo, tendría que servir. Era una situación desesperada, la situación más crítica que nunca hubiera existido. Sobre mi cabeza, el sol empezaba a ser devorado por el eclipse, y a su alrededor ya brillaban las Tzitzimimeh. Debía darme prisa.

Y aquí estoy ahora, encerrado en una celda. Dicen que estoy loco, desquiciado, que oigo voces y me imagino cosas, pero yo sé la verdad. ¿Cómo explican los sueños? ¿Cómo explican el zarpazo en mi pecho, y que yo supiera todo lo que había que hacer y decir para la ceremonia del Fuego Nuevo, paso por paso? No estoy loco. Pero las autoridades modernas, europeas, políticamente correctas y civilizadas me encontraron salvando el mundo y decidieron que era inaceptable. Me van a encerrar en una cárcel o en un manicomio, como si no acabara de evitar que el mundo entero fuera destruido por los terremotos, como está profetizado. Como si no hubiera dado vida de nuevo al sol, como si los rayos que veo entrar ahora por mi ventana con barrotes no me estuvieran agradeciendo el alimento que les he proporcionado. “Tengo hambre, tengo frío”. ¿Qué saben ellos? Ningún hombre puede imaginar lo que es mirar a los ojos a un dios moribundo y verle suplicarte, implorarte que le salves, para que él pueda salvar al mundo.

La verdad es que no sé quién llamó a la policía. Puede que alguien viera el fuego, o me oyera cantar en náhuatl (yo, que no sé ni una palabra), o quizá fue mi víctima, alarmada de algún modo, quien les dio el aviso antes de venir a reunirse conmigo en lo alto del cerro. Yo estaba como en trance, y tardé en darme cuenta de que estaban allí, de que me estaban hablando. Después de todo, estaba ocupado. Llegaron justo cuando encendía el fuego, frotando dos ramas en la cavidad donde momentos antes había estado el corazón de mi víctima. En el momento exacto en que la chispa prendía, el sol emergió de nuevo de entre las sombras, bañándome con su luz, a mí, a la pira, a la llama encendida en el cadáver sacrificado, y supe que el ritual había sido aceptado, que el mundo continuaría existiendo al menos otros cincuenta y dos años. Me eché a reír mientras me esposaban.

Los dioses me han hablado y me han elegido como su instrumento para salvar el mundo, y yo lo he hecho. Y si ahora me encierran, bueno, es un sacrificio que debo asumir, como los antiguos aztecas aceptaban que, si eran capturados en batalla, iban a ser sacrificados, e incluso lo exigían.

Todos tenemos que hacer sacrificios, todos. Los sacrificios son una parte esencial del funcionamiento del cosmos, aunque a veces nos duelan y nos den pena. Pero debemos tener presente qué es lo más importante, y que hay cosas que debemos hacer cueste lo que cueste, y sin importar nuestros propios sentimientos. Por ejemplo, a mí me caía bien Juanito, pero tuve que sacrificarlo por el bien de toda la humanidad. No me quedó más remedio.