Dios ha huido y el cielo está vacío.
Vacío no. Ocupado. Como Irak o como Afganistán. Cuando rezamos, quien recibe las oraciones en el cielo ya no es un ángel, ni Dios, sino un demonio que se ríe y se limpia el culo con ellas. Los ángeles están aquí, en la Tierra, haciendo lo que pueden por salvarnos. Como los guerrilleros vietnamitas o colombianos. No lo están haciendo muy bien, pero es que lo tienen todo en contra. Satán está a punto de ganar, y solo nosotros podemos ayudar a los ángeles a salvarnos. Ayudarnos a nosotros mismos.
Cuando yo era pequeña todos los niños de la calle de Miami lo sabían. Nos contábamos las historias en los albergues y en los refugios o, cuando la cosa estaba muy mal, en corro debajo de los puentes o en los parques. No se podía dejar que los adultos lo supieran, porque muchos son peones del diablo, aunque no lo sepan. Solo nosotros podíamos salvar a la humanidad, y eso nos mantenía fuertes y unidos. Una vez me contaron que no éramos los únicos. En Seattle y en Milwaukee también se contaban las historias, se transmitía el nombre secreto de la Dama Azul y la forma de protegerse de Bloody Mary, y de reconocer a los demonios de incógnito. Algún día seríamos lo bastante fuertes para echarlos de la Tierra y, quizá, recuperar el cielo.
Pero eso se acabó. Ya tengo dieciséis años, y todos los demás han olvidado. La mayoría de los chicos ahora van con International Posse o The Murda Grove Boys; las chicas hacen la calle. Ya no recuerdan el nombre secreto ni que no hay que dejar que Bloody Mary te vea la cara. Ya no luchan por los ángeles, sino que se han vendido a las bandas controladas por Satán. Si los niños más pequeños recuerdan, no me dicen nada. Por lo que yo sé, estoy sola.
Bueno, sola del todo no. Tony está conmigo. Tony es mi enlace con los ángeles. Dice que tienen un campamento secreto en los pantanos, protegido por cocodrilos albinos como los que cuentan que hay en las alcantarillas de Nueva York. Él me trae las noticias del frente y a veces me hace encargos, pequeñas cosas que puedo hacer para ayudar a los combatientes, porque ellos no pueden mezclarse libremente con la gente. Los demonios sí. Los he visto disfrazados, hablando con políticos y gente rica y jefes de bandas. Pero los ángeles no se disfrazan a no ser que no quede más remedio. No sé por qué.
Hace poco estaba sentada en un banco del parque Juan Pablo Duarte, con un perrito caliente que había comprado en un puesto callejero con la limosna de la mañana. La mostaza me caía por la barbilla y me manchaba la camiseta, pero me daba igual. Una mancha más no se iba a notar. De pronto, Tony estaba sentado a mi lado, con las piernas cruzadas como uno de esos sabios indios. Los de la india, no los nuestros.
– ¿Tienes que aparecerte así? ¿No puedes venir caminando como las personas normales?
Él se encogió de hombros, suspirando como si soportarme fuera una gran carga.
– En algún sitio me tendré que aparecer. Y no soy una persona normal.
– Desde que te mataron, lo que eres es imbécil.
Tony está muerto, no lo había dicho. Es un fantasma. Los fantasmas de la gente buena, de alguna, ayudan a los ángeles a luchar contra los demonios y recuperar el cielo. Yo había conocido a Tony cuando estaba vivo, solía quedarse en el mismo albergue que mi madre y yo, y se ocupaba de mi cuando ella estaba borracha o colocada. Calculo que cuando le pegaron el tiro debía tener veintipocos años. Yo tenía siete, y estaba delante cuando ocurrió, pero eso es otra historia.
– ¿Qué tal te va, Rosa?
– Bien –mentí, encogiéndome de hombros y masticando lo que quedaba del perrito-. Me las arreglo. Hay un señor cerca de Omni que me deja quedarme en su casa un par de veces a la semana.
– ¿En su casa o…?
Me encogí de hombros, sin contestar. Tony ponía esa cara, con la frente arrugada y la boca torcida, como si fuera mi padre. Supongo que los padres pondrán esa cara, no sé. Una vieja que paseaba a un niño muy rubio se me quedó mirando como si estuviera loca. Claro, ella no veía a Tony. Para ella era una mendiga colocada hablando sola. Le saqué la lengua y echó a correr como si le hubiera enseñado una pipa.
– ¿Qué tal va la guerra?
– Como siempre. Por cada paso que damos, retrocedemos otro. Por suerte la cosa no está tan mal como cuando tú eras pequeña, con la explosión de bandas de los noventa, pero podría irnos mejor.
Me limpié las manos de mostaza en los vaqueros rotos y asentí con la cabeza. Siempre la misma historia. Si los ángeles se las arreglaban para que un barrio mejorase y se controlaran los problemas de drogas y violencia, los demonios se ocupaban de convertir otros dos en agujeros de miseria y crimen. Los ángeles solo me tenían a mí, y puede que a los niños, mientras que Satán tenía en el bolsillo a los ricos, las bandas, los policías y los políticos. ¿Cómo íbamos a ganar?
– Escucha, me han dado un encargo para ti. ¿Lo harás?
– No sé, mis carteras de inversión y los cuatro másters que estoy estudiando no me dejan mucho tiempo libre…
– ¿Me vas a decir ahora que solo haces esto porque no tienes nada mejor de lo que ocuparte? ¿Después de diez años?
– No sé si te he dicho ya que te has vuelto un imbécil desde que te pegaron el tiro. ¿No sabes lo que es una broma?
Me levanté del banco, tiré el papel del perrito en un cubo de basura y eché a caminar, tratando de hacerme una coleta con el pelo grasiento y enmarañado. Llevaba más de dos semanas sin lavármelo, porque el señor de Omni apenas me deja usar la ducha. Tony me siguió un momento sin decir nada, hasta que llegamos al paso de peatones que hay entre la Avenida 17 Noroeste y la calle 28. Allí, mientras esperábamos a que aflojara el tráfico, volvió a preguntarme.
– ¿Quieres saber el encargo o no?
– Dime.
– Hay un tipo. Se llama Fernando Ramírez, y es un testigo importante en un caso contra los Murda Grove Boys.
– ¿Qué pasa con él?- empecé a cruzar la calle, para recorrer la calle 28. En realidad no iba a ningún sitio, pero no me gusta estarme quieta mucho tiempo. Los demonios te pueden localizar si no te mueves.
– Quieren matarlo. Los demonios se han reunido esta mañana y han decidido cargárselo para que no pueda testificar. Queremos que le ayudes.
– ¿Cómo? No sé si te has dado cuenta, pero soy una vagabunda huérfana de dieciséis años. ¿Qué esperas que haga?
Tony me miró desaprobador de nuevo. Mientras pasábamos delante de los edificios grises de una o dos plantas, con sus techos de metal recalentado por el sol de Florida, la gente se apartaba a nuestro paso como si le fuéramos a pegar algo. La mayoría me miraba como si estuviera loca.
– Encontrarás una cartera con dinero y la llave de un motel en el tercer sillón de la izquierda según entras del comedor del McDonald´s de la Séptima Noroeste. Llévatelo allí y mantenlo a salvo hasta el jueves. El viernes por la mañana tiene que declarar.
– ¿En la Séptima? ¿No había algo más cerca, no sé, Londres?
– No te quejes. Tampoco es que las carteras de inversión te quiten mucho tiempo.
– Imbécil.
No me contestó. La verdad es que no era tan lejos, pero no tenía más dinero y no me apetecía ir hasta allá andando. No es lo mismo pasear tranquilamente que ir a un sitio determinado. Lo que tiene una que hacer por liberar el cielo.
– ¿Cómo encuentro al tipo?
– Lo van a matar en su casa, esta noche a las doce. Vive en la Tercera Suroeste, la cuarta casa si vienes desde la 37 Suroeste. Una pequeña.
– Estás decidido a hacerme caminar, ¿eh?
– Está casi al lado del McDonald´s, no seas quejica. ¿Vas a hacerlo o no?
– Sí. ¿Cómo me voy a negar?
Así que esa misma tarde me encontré deslizándome en el aparcamiento del McDonald´s, pasando por debajo del enorme cartel de plástico de Central Shopping Plaza, con sus anuncios de Kmart, Winn Dixie y Walgreens, y el último de abajo, que no es más que unos tubos de neón fundidos porque alguien lo arrancó hace un montón de tiempo y no lo han arreglado. Siempre me ha hecho gracia que el cartel de Blockbuster esté aparte, como si se les hubiese ocurrido luego.
Estuve merodeando un rato por los alrededores del edificio color rojo ladrillo del McDonald´s, sin decidirme a entrar. Un guardia de seguridad del aparcamiento me gritó que me fuera un par de veces, así que cuando lo vi dispuesto a venir a meterse conmigo entré en el comedor. Sobre el mostrador había un cartel amarillo que nos invitaba a probar la nueva limonada de fresa helada. ¿Cómo puede ser de fresa una limonada? Remoloneé otro poco fingiendo que miraba el menú, aunque en realidad estaba buscando el asiento que me había dicho Tony. Allí estaba, justo de donde un tipo gordo de cuarenta y pico se acababa de levantar para meterse en el baño.
Sabía que si alguien me veía coger la cartera iban a creer que era una ladrona. No iba a servir de nada que les dijera que la habían puesto ahí para mí los ángeles, y que un amigo muerto hacía nueve años me había dicho que la cogiera para cumplir una misión en la guerra contra los demonios. Me habrían tomado por loca.
Así que fingí que se me caía el folleto con el menú al lado del asiento, me agaché para recogerlo y rápidamente me metí la cartera en el bolsillo de la chaqueta. Salí del McDonalds sin mirar atrás, como si fuera lo más normal del mundo, y justo cuando llegaba a la puerta, escuché cerrarse de golpe la del cuarto de baño. Si el tipo creía que la cartera era suya y sumaba dos y dos, se podía armar un escándalo. Miré a ambos lados. Ni rastro del guardia de seguridad.
Me metí en el jardín a la izquierda de la puerta y eché a correr medio agachada por entre las palmeras, pasando por debajo de la misma ventana de las cocinas. Si alguien se asomaba me podría ver, pero desde el aparcamiento me ocultaba a la vista el cartel de tela que habían puesto en la valla del jardín, anunciando la dichosa limonada de fresa. Por suerte, nadie se asomó. Salté por el otro lado, me metí en la gasolinera Chevron y crucé la 37 para sentarme a la sombra de un árbol, en el suelo, a un par de metros del Burger King. Ya era bastante difícil que nadie fuera a relacionarme con el robo del McDonald´s. Que no era un robo.
Me quité la chaqueta y la dejé en el suelo junto a mí, sobre la hierba. Da un calor horroroso durante el día, pero por la noche es lo único que tengo para dormir, y a veces refresca bastante. Saqué la cartera del bolsillo donde la había escondido: dentro estaba la llave y un buen fajo de billetes. Al menos la habitación era en el Residence Inn del aeropuerto, que no estaba muy lejos. Conociendo a Tony, me podía haber mandado al puñetero Jacksonville.
Decidí usar la habitación de campamento base mientras pensaba el resto del plan. Además, tenía unas horas. Vale, admito que quería echar una cabezada y lavarme un poco. ¿Quién sabe cuándo volveré a tener una cama de verdad y agua caliente? Gratis, por lo menos. También quería asegurarme. Me rondaba por la cabeza que el tipo gordo podía perfectamente ser el dueño de la cartera. Tony me había dicho que la encontraría allí, sin más, pero a saber si algún ángel había hecho que se le cayera del bolsillo al gordo. Ellos pueden hacer ese tipo de cosas, creo. Total, que igual cuando volviera esa noche con el tal Ramírez estaba la reserva cancelada, y nos paraba la poli en la puerta. Si eso pasaba (y qué mal quedaría Ramírez, presentándose en un motel con una chica de mi edad…) quería al menos tener la habitación un ratito. Una chica puede soñar.
Así que me duché, dormí un rato, cené un taco de otro puesto callejero con lo que había en la cartera (podía haber ido a un sitio mejor, pero no quería gastarlo todo) y me presenté en la Tercera Suroeste a las doce menos cinco. La verdad es que quería haber llegado antes, pero dormí más de la cuenta. ¿Quién puede culparme? Llevaba años sin tener una cama limpia para mí sola.
La casa era bastante pequeña, la verdad, aunque tenía un buen jardín, con setos y palmeras tras los que ocultarme. Estaba pensando en qué decirle a Ramírez para que viniera conmigo sin sonar como una yonqui loca, tratando de decidir si llamar al timbre o entrar por una ventana, cuando la vibración de unos bajos hizo temblar hasta las mismas hojas de las palmeras. Sonaba reggaetón a todo volumen, a lo lejos, y se acercaba. Los Murda Grove Boys. Mierda.
Tiré una piedra por la ventana de atrás y entré arrastrándome. Me desgarré los pantalones y me raspé la piel, pero por suerte no me hice sangre. Estaba en un salón. Cuando conseguí ponerme de pie, había un tipo joven, con el pelo negro y cara de asustado, en pijama. Tenía un bate de béisbol en la mano, y los nudillos blancos. Dio un paso hacia mí, entre amenazante y asustado.
– ¿Eres Fernando Ramírez?- chillé en español. Eso lo detuvo, pero no lo tranquilizó. El reggaetón empezaba a oírse ya desde el interior de la casa. Bajó un poco el bate, confundido.
– ¿Quién eres tú?
– ¡Vienen los Murda Grove! ¡Ven conmigo!
– ¿¡Pero qué?!
– ¡Que vengas! – lo agarré de la camiseta y tiré de él hacia la ventana, desesperada. Si los Boys nos encontraban nos iban a matar a los dos, y los demonios habrían ganado otra batalla. Otra más.
Ramírez forcejeó, pero por suerte no se le ocurrió usar el bate contra mí. Todavía no sé qué le convenció, si fui yo, mi cara de desesperación, o el derrapar de los coches de los Murda Grove, que ya estaban quemando rueda en la esquina de la Tercera con la Treinta y Siete. Echamos a correr, salimos por la ventana que yo había roto, y cruzamos el barrio a ciegas, intentando sencillamente poner tierra de por medio entre la casa y nosotros. Mientras corríamos oímos los primeros gritos en espanglish y los primeros tiros al aire. Desde luego, no tenían pensado hacer esto discretamente. Querían que todo el mundo se enterara de qué les pasaba a los que declararan contra los Murda Grove Boys.
Nos detuvimos, jadeando, en el aparcamiento de camiones de la Cuarta noroeste. No era muy lejos ni era seguro, pero Ramírez estaba histérico, y yo estaba muy cansada. Desde donde estábamos oíamos los gritos y los tiros. Me imagino que ya se habrían dado cuenta de que Ramírez no estaba en casa. Con la lengua fuera, volví a tirarle de la camiseta del pijama.
– Vamos. Van a encontrar la ventana rota y buscarnos, no son idiotas.
– ¿Se puede saber quién eres? ¿Por qué estás…?
– No te lo creerías. Tú hazme caso, te llevo a un lugar seguro.
– ¿Cómo sé que no…?
– ¿Qué no estoy con ellos? Porque no les he dejado pegarte un tiro en la puerta de tu casa, hombre. ¡Vamos!
Corrimos un poco más, hasta que me acordé de la cartera que aún llevaba en la chaqueta. Paramos tres taxis, pero ninguno quiso llevarnos, al ver las pintas que llevábamos, y sobre todo el bate. Le dije a Ramírez que lo tirara, pero no quiso. Al final, el cuarto taxi aceptó llevarnos si lo metíamos en el maletero. El tipo tenía una separación de cristal entre su asiento y el del pasajero, micrófono, cámaras y de todo, aparte de una estampa de la Virgen de Guadalupe en el salpicadero. Aquello era un tanque.
Le di la dirección del Residence Inn y nos miró con mala cara, pero no dijo nada. Media hora después estaba sentada en el suelo, con Ramírez en la cama mirándome con incredulidad. Habíamos tenido que dejar el bate escondido entre los setos, en el jardín que hay junto a la puerta del hostal.
– ¿Me estás diciendo que los Murda Grove se han enterado de que voy a testificar? Pero si solo lo sabe la policía… ¡Tengo que llamarlos!
– ¿Es que no me escuchas?- me enfadé-. Satán los avisó. Las bandas están controladas por los demonios. La poli también.
– No me vengas con esas. Además, ¿cómo te has enterado tú?
– ¡Ya te lo he dicho!
– ¿Ángeles y fantasmas y demonios? ¡Tú eres una loca!
Le clavé los ojos, cabreada, poniéndome de pie. No le llegaba ni a la barbilla, porque era bastante alto para ser hispano, pero estando sentado yo quedaba por encima, y se echó atrás en la cama. Estuve a punto de darle una bofetada.
– Soy una loca que te ha salvado la vida y te ha traído aquí para que no te maten, así que respétame, ¿está claro?
Se tragó lo que quiera que fuera a responderme y refunfuñó por lo bajo, así que pasé de él y me fui al baño. Mientras estaba sentada, viéndome las ojeras y la cara de cansancio en el espejo, me vino una idea a la mente. Me puse pálida de repente, sentí un nudo formarse en el estómago y un sudor frío bajarme por la espalda. Apreté los dientes para evitar que me temblara la barbilla. ¡Bloody Mary! ¿Cómo podía haberme olvidado de Bloody Mary?
Estuve a punto de decirlo en alto, y me mordí la lengua tan fuerte que estuve a punto de hacerme sangre. No se puede decir su nombre delante de un espejo, porque si lo dices tres veces viene para matarte. Me subí los vaqueros y salí del baño casi histérica.
– ¡Ramírez! ¡Levanta!
Él se había quedado adormilado en la cama, y me miró confundido, incorporándose sobre un codo. Le tiré una de sus propias zapatillas para obligarlo a levantarse.
– ¡Tienes que ayudarme!
– ¿Qué pasa? ¿Más fantasmas?
– Ayúdame a quitar los espejos de la habitación.
– ¿Qué dices?
– ¡Ayúdame!- le grité, subiéndome a la cama y casi pisoteándolo para llegar al pequeño espejo redondo que había sobre la cabecera.
– ¿A qué viene eso? ¿Qué haces?
Descolgué el espejo y lo puse boca abajo en la mesilla de noche, luego le tiré de la manga para que me ayudara con el del baño. Como con todo lo demás, me ayudó sin hacer más que rezongar un poco; bastaba presionarlo para que obedeciera. No me extrañaba que se hubiera mezclado con bandas.
– Tenemos que llevar los espejos abajo y tirarlos. Romperlos dentro del contenedor de basura.
– ¿Pero me quieres decir por qué?
– No se puede decir su nombre delante del espejo. Es la aliada de los demonios. Llora sangre y recorre la ciudad por la noche buscando niños que matar.
– ¿Ahora nos va a atacar La Llorona? ¡Venga, hombre!
– ¡Ni se te ocurra soltar el espejo! ¡Y no la nombres!
Bajamos el espejo del baño por la escalera de incendios, rezando para que nadie nos viera. Lo dejamos en el contenedor, en vertical, y obligué a Ramírez a envolverse la mano con mi chaqueta y darle un par de puñetazos para romperlo sin hacer mucho ruido. Hubiera preferido tirarlo al suelo o golpearlo contra el borde del contenedor, pero no podíamos arriesgarnos a que nos pillara el personal del Residence Inn. Hicimos lo mismo con el espejo pequeño de encima de la cama, y con uno de mano que encontré en la mesilla de noche. Cuando volvíamos arriba, me quedé un rato parada delante del que había en el pasillo.
– ¿Qué haces?
– Deberíamos romper este también.
– ¿Qué dices?
– Y si hay uno en el ascensor también.
– Ni se te ocurra. Bastante he aguantado tus locuras ya, pero no pienso…
Le clavé una mirada de las mías y se tuvo que callar. Me picaban las puntas de los dedos de ganas de destrozar todos los espejos del edificio para evitar que ella entrara, pero Ramírez tenía razón. Si lo hacíamos armaríamos un escándalo, vendría la poli, y no habría forma de que él declarara, ni de permanecer escondidos en el hostal. Me dije que estaba siendo paranoica. Bloody Mary te atacaba cuando estabas delante de un espejo, nunca se alejaba mucho de ellos. No iba a cruzar todo el pasillo para matar a Ramírez. Lo único que teníamos que hacer era salir por la escalera de incendios el viernes por la mañana.
– ¿Me quieres explicar de qué va todo esto?- me dijo él una vez volvimos a la habitación y me hube asegurado otra vez que no había un solo espejo.
– Es…- bajé la voz, como si pudiera oírme- Bloody Mary. Se mueve a través de los espejos. Si dices su nombre tres veces delante del espejo viene y te mata.
– ¡Eso es una leyenda urbana, un cuento de miedo! Ni siquiera los niños pequeños se lo creen.
– Es verdad. Yo he visto los cristales rotos cerca de donde han muerto los que la han llamado. A veces puede venir también aunque no lo hayas hecho, si alguien se lo pide. Como los Murda Grove no te han pillado, Satán podría haberla llamado a ella.
Ramírez se levantó de la cama donde se había vuelto a sentar y se llevó las manos a la cabeza, exasperado. Sacudía la cabeza como si le estuviera contando alguna locura sin sentido.
– ¿Pero qué tiene que ver Satán con Bloody Mary?
– Son aliados. Ella fue la que le ayudó a entrar en el cielo para conquistarlo cuando Dios huyó. No pudo soportar ver todo el mal que hay en el mundo.
– ¿De qué demonios hablas?
– Tú no conoces las historias- le dije con desprecio-. Eras un niño rico, ¿verdad? Tenías casa propia, no ibas de albergue en albergue. Seguro que hasta fuiste al colegio. Nadie te contó cómo protegerte, ni te dijo el nombre secreto de la Dama Azul.
Él se dejó caer en la única silla de la habitación, con la cabeza entre las manos. Se la apretaba como si sintiera que le iba a estallar en cualquier momento.
– Todo esto es una locura. No entiendo nada… hace hora y media me iban a matar por testificar y ahora me estás hablando de guerras mitológicas, de la Llorona y de una mujer de azul.
– Ella es la única que puede salvarte de Bloody Mary – le dije, sentándome a mi vez en la cama-. Si la llamas por su nombre secreto cuando estás en peligro viene para salvarte. Si Bloody Mary ve tu cara puede encontrarte estés donde estés, así que es la única oportunidad que tienes de salir vivo.
Ramírez hundió los hombros, derrotado. Creo que seguía sin creerse nada, pero los nervios estaban pudiendo con él y estaba dispuesto a rendirse y aceptar cualquier cosa con tal de que lo dejara en paz.
– De acuerdo, ¿cuál es el nombre?
– No se puede revelar a los adultos.
– ¡Tú lo sabes!
– Cuando me lo dijeron era una niña. Bueno, y legalmente todavía lo soy.
– ¡Vete a la mierda!
– De nada por salvarte la vida, imbécil.
– Me acabas de decir que la puñetera Bloody Mary me va a matar de todas formas porque no me quieres decir el nombre secreto de otro maldito personaje de cuento.
– No he dicho que te vaya a matar- respondí, satisfecha de mí misma-. Hay otras formas de protegerse, y te las puedo enseñar.
– ¿Ah, sí? ¿Cuáles? A ver con qué me sales ahora.
Le dije lo que tenía que hacer, cómo fabricar las protecciones y cómo situarlas para que Bloody Mary no lo pudiera atacar, ni siquiera si había visto su cara. No las puedo poner aquí porque dicen que si se escriben pierden su poder. No sé si es verdad. Quiero decir, ¿cómo haces la prueba? Igual alguien lo hizo con una sola de las protecciones y por eso dejó de funcionar y ya no se enseña. Da igual. Le enseñé a Ramírez las que sabía.
– Vamos a estar aquí una semana. Tú no puedes salir, porque si alguien te ve y avisa a los demonios, te matarán igualmente y no habremos avanzado nada. No pienso permitir que los ángeles pierdan la batalla por mi culpa.
– Ah, ¿ahora hay ángeles también?
– Cállate y escúchame. Yo saldré a comprar comida y esas cosas, tengo algo de dinero. No preguntes, escucha. Cada vez que yo cierre esa puerta pondrás las protecciones tal y como te he enseñado, sin olvidarte absolutamente nada. Si te olvidas de algo estás muerto. ¿Entendido?
– Sí, sí.
– Y aléjate de los espejos. No quiero que salgas ni siquiera al pasillo. Todas las protecciones del mundo no sirven de nada si pasas delante de un espejo y Bloody Mary te está buscando.
– Vale, vale – me dijo, encogiéndose de hombros-. Lo que tú digas.
– ¿No me crees?
– Eh, sí, de verdad.
No me creía. Lo agarré por los hombros y pegué mi cara a la suya, mirándole a los ojos. Torció el gesto. Supongo que no me huele el aliento a rosas.
– Me da igual que no me creas siempre que me obedezcas. Esto es una guerra, y tú eres un soldado aunque no quieras. Supongo que eso me convierte a mí en sargento. Ahora repíteme todas las instrucciones que te he dado.
Me maldijo durante un rato, pero al final se rindió y obedeció. Le hice repetirlo tres veces más antes de dejarlo ir a dormir, casi a las cuatro de la mañana.
Durante la semana se portó bastante bien. Yo salía a comprar raciones de supervivencia, que calentamos en un hornillo que compré en una tienda de artículos de monte, aunque la cajera me mirara con mala cara. No le dejé llamar a nadie ni salir de la habitación, y por la mayor parte obedeció, aunque un par de veces rezongaba que lo había secuestrado. Cada vez que volvía tenía las protecciones perfectamente colocadas, aunque yo las revisaba solo por si acaso. El martes, al volver, lo pillé en el pasillo, aunque lejos del espejo, y le eché una bronca impresionante, como las de mi madre cuando estaba borracha y yo era pequeña. Luego estuvimos discutiendo toda la noche.
Tuvimos otra discusión el miércoles, porque Tony vino a ver qué tal iba la operación y Ramírez se empeñó en que ahí no había nadie y yo estaba hablando sola. No entendía que obviamente no podía verlo porque es un puñetero fantasma. Solo se me aparece a mí. ¿A santo de qué se le va a aparecer a otro?
En fin, lo peor vino el jueves por la noche, cuando ya solo quedaban unas horas. Yo intentaba no ir dos veces a la misma tienda a comprar la comida, para que no pudieran fijarse en mí e identificarme si la poli o las bandas venían preguntando, así que a veces tardaba bastante en volver al hostal. El jueves pasé por delante de un mural pintado a graffitti en una pared, que representaba a la Dama Azul, con su rostro ovalado y los ojos enormes, piadosos, sonriendo mientras salvaba a un niño, acurrucado entre unos contenedores, de unos pandilleros con cuernos y garras. La Dama llevaba una pistola en cada mano y estaba disparando sobre los pandilleros. La imagen me reconfortó. Si todo salía mal, siempre podíamos contar con ella. Ya solo quedaba pasar la noche.
Entré a través de la escalera de incendios, como siempre, pero en cuanto llegué al pasillo toda mi confianza se fue al infierno de cabeza. Me paré en seco y sentí erizárseme todos los pelos del cuerpo. Empecé a temblar como si tuviera fiebre, de los puros nervios, y dejé caer todas las bolsas. El espejo del pasillo estaba roto, hecho añicos que cubrían la moqueta hasta la pared opuesta. Como si algo lo hubiera atravesado desde dentro.
– ¡Ramírez! – chillé.
Dejando las bolsas, eché a correr hacia la puerta de la habitación. Estaba forzada, y se abrió de un empujón. Automáticamente busqué las protecciones. No estaban. ¡No estaban! La puerta del baño estaba abierta, así que me precipité hacia allí, pero apenas llegué retrocedí gritando, histérica, resbalando mientras reculaba hacia la puerta del pasillo. Estuve a punto de caer al suelo, me medio incorporé a cuatro patas y salí corriendo pasillo abajo, hacia las escaleras. Me caí, rodé, me levanté sangrando por la nariz, seguí corriendo, crucé el vestíbulo, me tiré contra las puertas de cristal y huí del Residence Inn sin mirar atrás, con la cara convertida en una máscara de sangre, lágrimas y mocos.
Ramírez estaba muerto en el suelo, cosido a cuchilladas. Y por encima de él una figura de espaldas, una mujer alta con una túnica blanca y un velo que le caía por la espalda, manchados de sangre. Bloody Mary. Pero eso no es lo peor. Eso no es lo peor.
Estoy escribiendo esto escondida. No voy a decir donde por si alguien lo encuentra. No quiero que me encuentren. No sé qué voy a hacer. No sé qué hacer. Trato de llamarla, pero no puedo. No puedo, no puedo, no puedo. No recuerdo el nombre. No recuerdo el nombre secreto de la Dama Azul, la única que puede salvarte de Bloody Mary. No recuerdo el nombre y eso significa que voy a morir.
Porque cuando llegué a la puerta del baño, Bloody Mary se volvió y me vio la cara.
Teniente: Hemos encontrado esto en los bolsillos de Rosa Martínez, 16, la vagabunda que apareció muerta en el cuarto de baño del Taco Bell de la Segunda Avenida Noroeste, escrito a lápiz en hojas arrancadas de un cuaderno escolar. El cuerpo apareció apuñalado y rodeado de cristales rotos del espejo del baño. Creemos que lo rompió ella misma. Hemos comprobado su historia: es verdad que Ramírez iba a declarar, y que desapareció la semana pasada cuando los Murda Grove Boys atacaron su casa. Apareció muerto en el Residence Inn el viernes por la mañana. La habitación estaba a nombre de la Iglesia Evangélica Pentecostal del Reverendo Jones, de Dallas, reservada por dos semanas. La Iglesia niega todo conocimiento.