Los que Roen (1)

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Fuente: Pixabay

Cuando Dimitri llegó al pueblo el cementerio estaba ardiendo. Se abrió camino entre los curiosos, deslizándose entre codos y espaldas hasta la primera fila, donde le asaltó el olor acre de la carne quemada, el crepitar de la leña y las pavesas que el viento arrastraba de un lado a otro. Hacía un calor asfixiante, infernal, en torno a la enorme pira, a cuya luz vacilante, que ya sustituía a la del sol de la tarde, dos fornidos jóvenes con pañuelos sobre la nariz y la boca arrastraban un cuerpo putrefacto envuelto en una manta. Los asistentes murmuraban por lo bajo, siguiendo las salmodias de un enjuto sacerdote vestido de negro y con la cabeza cubierta, que leía con voz cascada de un manuscrito que llevaba encadenado al cuello.

Los porteadores lanzaron su carga contra las llamas anaranjadas, que rugieron, lanzando una tormenta de chispas en todas direcciones. Entre las lenguas de fuego, Dimitri pudo ver más miembros retorcidos y carbonizados: al menos tres o cuatro cadáveres más consumiéndose entre las llamas, levantando un humo fétido, negro y espeso y llenándolo todo con un hedor irrespirable que la brisa del atardecer no podía disipar. El sol declinaba por el oeste, tiñendo el cielo y las nubes negras que se arremolinaban a su alrededor del mismo color que las llamas. Dos grajos, encaramados a una lápida medio derribada, graznaron con sus voces roncas antes de emprender el vuelo hacia el norte.

Dimitri se volvió hacia el espectador que tenía a su lado, un hombre alto y grueso con un poblado bigote. A su alrededor, los lugareños reunidos, hombres, mujeres y niños, eran un mar de rostros con expresiones de angustia, alivio y miedo, muchos aferrando rosarios e iconos entre las manos mientras veían arder los cadáveres de sus seres queridos.

– ¿Qué ocurre?

– Muertos vivientes, señor – lo miró de reojo antes de girarse completamente para encararlo -. ¿Está usted de paso?

Sus ojos se detuvieron largo tiempo en la figura de Dimitri: bajo y delgado, pero nervudo, cubierto por el sombrero de ala ancha y el pesado capote de lana bajo el que asomaban amuletos de plata y empuñaduras de armas, además del petate, y pesadas botas de marcha. Dimitri se apartó el sombrero del rostro, dejando ver su nariz aguileña y los ojos oscuros y penetrantes, como de ave, que recorrieron la dantesca escena del cementerio profanado y un nuevo cuerpo que estaba siendo arrastrado hacia la pira.

– Eso pensaba, pero creo que me quedaré un tiempo.

El otro le tendió una mano grande y encallecida, que Dimitri estrechó pese a que la suya, de dedos largos y huesudos, casi se perdía en su inmensidad.

– Me llamo Alois Gros. Da la casualidad de que regento la única casa de huéspedes del pueblo. ¿Puedo preguntar a qué se debe el cambio de idea?

– Dimitri Sorokin. Tengo alguna experiencia en estos casos – hizo un gesto hacia la pira y se fijó en que el sacerdote, sin dejar de leer, había clavado sus ojos en él-, y creo que esto no será suficiente. Espero equivocarme. Y ahora, señor Gros, me gustaría conocer su casa de huéspedes.

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Fuente: Pixabay

La casa de Alois Gros no era muy grande, pero en un pueblo de aquel tamaño no necesitaba mucho más. Dimitri se instaló en una habitación estrecha, que contaba tan solo con un jergón, un baúl y una jofaina, y una ventana con postigos pintados de verde que daba a un callejón estrecho. Sus ojos entrenados encontraron enseguida los sellos de protección pintados en el marco de la ventana, al igual que los que adornaban las pesadas vigas de roble en el salón principal, entre ristras de ajos, embutidos y manojos de hierbas en los que se mezclaban las de usos culinarios y las que supuestamente alejaban a los malos espíritus. No pudo dejar de advertir que varios de los sellos tenían errores, y las plantas no eran las más adecuadas al caso.

El propio patrón le sirvió personalmente en la gran mesa que presidía el salón principal. Dimitri no era el único comensal: había una joven acompañada de una dama de cierta edad y de un hombre de rasgos duros que parecía ser más un guardaespaldas que un familiar, así como un  matrimonio con ropas de calidad y un grupo de jóvenes con aspecto de braceros, que probablemente viajaban por la región en busca de trabajo. Mientras consumía las gachas de avena de la cena, Dimitri clavó sus ojos oscuros en el señor Gros.

– Hábleme de los ataques.

El posadero le sirvió cerveza, asintiendo gravemente con la cabeza. El gran salón olía a hierbas, a cerveza, a grasa y al humo que impregnaba la madera del suelo, el techo y los muebles. En la chimenea borboteaba un pesado caldero de hierro que atendía una joven de hombros anchos, quizá la hija de Gros.

– Empezaron más o menos en la luna nueva. Habíamos oído sonidos extraños durante la noche unos días antes, gruñidos y lamentos y una especie de risa histérica, pero cuando la luna desapareció también empezaron a hacerlo cabritos, gatos y perros pequeños. Pensamos que habría lobos, dimos unas cuantas batidas – señaló con la cabeza la escopeta de boca ancha que había colgada sobre la chimenea, bajo una cabeza de ciervo -, e incluso nos acompañaron los monteros de la señora, pero no encontramos rastros.

– ¿Qué señora?

– La señora de Moriève. Su familia ha poseído estas tierras desde hace más de trescientos años.

– Entiendo. No había lobos entonces.

– No. Los ruidos extraños seguían, y la misma noche de la última batida, mientras casi todos los hombres estábamos en el bosque, porque regresamos cuando ya casi no había luz, algo se llevó al hijo de la viuda Hirsch. Ella dice que entró en casa a tiempo para ver algo enorme, blanco como un gusano, arrastrándolo a través de la ventana. Pusimos el pueblo y los alrededores patas arriba, todos los sitios en los que la cosa pudiera haberse escondido, pero no encontramos nada. Y la noche siguiente hubo dos ataques.

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Dimitri enarcó la ceja mientras apuraba la cerveza de su jarra, que dejó junto al sombrero encima de la mesa. La vela de sebo que había junto al plato, en su palmatoria de bronce, arrojaba sombras que se movían sobre sus rasgos duros, iluminados apenas por la llama anaranjada.

– ¿Dos?

– Baumann oyó ruidos en casa, se levantó y se encontró algo saliendo por la ventana de la habitación de su hija. Ella se puso a gritar diciendo que era el monstruo, pero Baumann solo pudo ver una sombra.

– Entiendo.

Gros soltó una risilla por debajo del bigote y se sirvió en su propia jarra. Dio un trago largo y profundo.

– El siguiente ataque fue más serio. Todos oímos los gritos y salimos a tiempo para ver a la cosa, exactamente como Hirsch la había descrito: tan blanca que brillaba en la oscuridad, corriendo a cuatro patas. Iba arrastrando a la joven Dubois, agarrándola por el cuello. Lo perseguimos pero no pudimos darle caza. Se metió en el cementerio y le perdimos la pista. A ella la encontramos con el cuello roto y marcas de dentelladas. Entonces fue cuando el padre Martel dijo que era un muerto viviente y que deberíamos exhumar los cuerpos para descubrirlo.

– Y eso hicieron esta tarde.

El posadero parecía compungido. Su mirada recorrió el gran salón, oscuro y de aire cargado y cálido, a los escasos clientes, a su hija que servía a los demás comensales, los trofeos de caza en las paredes y los sellos pintados apresuradamente.

– Fue peor de lo que pensábamos. Creíamos que solo habría uno, pero encontramos muchos cuerpos con las señales de la infección. El padre Martel dijo que lo mejor era quemarlos a todos.

– ¿Qué señales presentaban?

Estaba claro que no le gustaba recordarlo. Nunca era una experiencia agradable exhumar decenas de cuerpos putrefactos para comprobar su estado, menos aún cuando son de los propios antepasados y seres queridos.

– No los vi todos… no todos eran iguales. Algunos tenían los ojos abiertos, saltones e inyectados en sangre. Otros dientes crecidos, tez rojiza, garras… varios gruñeron cuando abríamos los ataúdes.

– Ya veo. Bien, señor Gros, espero equivocarme, pero creo que esto no ha terminado. Me quedaré un par de noches en su posada y si todo vuelve a la normalidad partiré. De lo contrario, cuenten con mi ayuda.

Los ojos del posadero se estrecharon bajo las pobladas cejas. No era ningún ingenuo, y no creía en la ayuda gratuita, ni iba a fiarse de cualquier extraño de pinta estrafalaria que pudiera pretender estafarlo.

– ¿Y qué pago exigirá a cambio, señor Sorokin?

– Me basta con el alojamiento y la manutención, y provisiones para continuar mi viaje hasta el siguiente pueblo.

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Aquella noche, Dimitri repasó los sellos de sus postigos y añadió otros en la puerta y las vigas. Dejó el sombrero sobre uno de los postes de la cama, se quitó las botas y dobló el capote sobre el baúl, pero no se desnudó ni se quitó los amuletos, y mantuvo las armas y el saco de sus instrumentos junto a la cama. Apenas apagó la vela y se tumbó comenzaron los ruidos. Eran exactamente como los había descrito Alois Gros: gruñidos,  lamentos y a intervalos regulares una especie de risa histérica y ululante. No pasó mucho tiempo hasta que, en la oscuridad de la noche, interrumpieran el silencio sepulcral unos arañazos, al principio discretos, luego más insistentes, en sus postigos, seguidos de un husmear urgente, como el de un perro hambriento. El sonido no duró mucho: repelida por los sellos, la criatura fue en busca de presas más fáciles.

Se hizo el silencio.

Una nueva risa ululante. Dentro.

Estaban dentro de la posada.

Dimitri saltó de la cama, descalzo, desenfundó el sable de un solo golpe y se echó al hombro el saco de los instrumentos. Salió al pasillo a oscuras; se oían gritos y aquellos gruñidos bestiales. Corrió hacia el fondo del pasillo hasta que encontró una puerta abierta, casi desencajada. La luz de la luna entraba por los postigos abiertos, revelando una forma blanquecina, encorvada sobre la cama, donde forcejeaba con otra figura. Había dos jergones en la habitación, y a los pies del otro, caída y con el rostro pálido contraído de pánico, se encontraba la dama que había visto durante la cena. A espaldas de Dimitri se oían ya portazos y gritos, pero no esperó a los refuerzos. Sin pensar, dio un paso para entrar en la habitación y asestó un golpe de sable a los lomos de la bestia.

La carne cedió bajo el acero con una consistencia gomosa, liberando un icor negro putrefacto que se derramó con gotas espesas sobre el suelo, las sábanas, y el camisón de la joven a la que el monstruo intentaba arrastrar fuera de la cama. La cosa emitió un chillido agudo y se giró para abalanzarse sobre Dimitri: ojos de fuego verde que brillaban fosforescentes como fuegos fatuos, colmillos y garras ennegrecidos que apenas reflejaban la luz de la luna y una vaharada de olor a carne podrida y enfermedad que le hizo cerrar los ojos. El peso de la criatura lo derribó y ambos forcejearon en el suelo: el aliento caliente del ser le quemaba el rostro, sus garras se habían cerrado sobre su muñeca y le impedían usar el sable, y sus fauces babeaban una espuma pastosa que se mezclaba con la sangre que goteaba de la herida.

Dimitri oyó llegar a los demás, seguramente el guardaespaldas, el posadero y quizá los braceros, pero ninguno se atrevió a interrumpir el combate. La criatura era escuálida, casi esquelética, pero tenía una fuerza descomunal y pesaba más de lo que parecía. Rodaron por el suelo en una confusión de piernas y brazos, dentelladas, golpes y sablazos que no llegaban a ningún sitio, hasta que Dimitri se las ingenió para lanzar a la cosa contra una pared, quitársela de encima brevemente y, medio incorporándose sobre una rodilla, asestarle dos mandobles cruzados que le rasgaron la garganta y el estómago, arrojando al suelo una mezcla asquerosa de sangre negra, bilis, y entrañas corrompidas que se esparcieron sobre las tablas como un charco fétido. Aún así la cosa seguía moviéndose, intentando incorporarse y emitiendo un gañido ahogado. Sus ojos fosforescentes y enloquecidos estaban fijados en Dimitri con una rabia inhumana.

Dimitri estaba lleno de cortes y heridas, y la sangre corría por sus brazos y su torso, pero no había tiempo que perder. Echando mano a la bolsa, sacó un puñado de hierbas y las asperjó sobre la criatura, que seguía moviéndose en un intento desesperado de escapar sin que se le salieran las tripas. También derramó sobre el ser líquido de una petaca, que pareció quemarle la piel y hacer que se encogiera en su rincón, gimiendo de dolor. Dimitri murmuró unas palabras que ninguno de los presentes pudo entender, y, finalmente, asestó un mandoble que decapitó a la criatura, que solo entonces se derrumbó, inmóvil excepto por algunos espasmos musculares.

A su espalda sintió el calor y la luz de un candil. Tendió la mano para que se lo dieran y, tras asegurarse de que la joven y la dama, ahora abrazadas sobre una de las camas, llorando de terror, estaban bien, iluminó con su luz la cabeza cortada. Carne pálida y enferma, ojos feroces, nariz aplastada… orejas puntiagudas, casi de animal, y un rostro alargado con forma de hocico, semejante al de un perro u otra bestia, con gruesos belfos negros y colmillos de animal de presa. No había nada humano en aquel rostro.

– Señores – dijo Dimitri, volviéndose para encontrarse con el rostro de Alois Gros mirando por encima de su hombro -. Esto no es un muerto viviente.

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Fuente: rock-cafe.info Autor: Marc Viñas «Lochapowa»

Ailiolai

Era el primer amanecer tras la conjunción de las dos lunas llenas y a la luz gris que empezaba a teñir el cielo apenas éramos más que sombras entre la bruma, largas hileras oscuras que ascendían en silencio la ladera siguiendo la luz mortecina de los faroles. Solo se oía el rumor lejano de la cascada y los trinos de los pájaros que empezaban a despertar entre las ramas. Lentamente fuimos reuniéndonos en aquel circo natural de piedra cubierta de musgo y hierba, rodeada de robles y hayas, donde durante generaciones había tenido lugar el Ailiolai.

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Desde allí se dominaba la totalidad del valle. Como estaba en una de las últimas filas podía ver, con solo echar un vistazo por encima del hombro, el manto de árboles que descendía la colina, las montañas que rodeaban el valle, las aldeas con sus tejados de cerámica y sus chimeneas aún sin humo, sus calles empedradas y sus graneros de madera en los márgenes de los interminables campos de cultivo. A mi derecha, la cascada se precipitaba como una cinta de plata entre saltos que movían las ruedas de los molinos antes de convertirse en un riachuelo que atravesaba el valle hasta desembocar en el gran lago que lo cerraba por el sur.

Éramos cientos, como cada año, toda la población del valle. Hombres, mujeres y niños, todos descalzos, todos con la frente ceñida de hojas de acanto y violetas, todos cubiertos con las sencillas túnicas blancas de lino, cortas y sin mangas, a través de las que el frío de la madrugada nos hacía estremecer. Cada linaje de cada clan detrás del farol que portaba su matriarca al final de una vara de ciprés, formando en círculos concéntricos en un silencio absoluto y mortal en torno al foco del rito. Solo cuando cada uno hubo ocupado su posición, cuando los últimos hubieron traído las cabras y ovejas, amordazadas de lana blanca, y las hubieron encerrado en el aprisco construido en la ladera, en una vieja cueva, solo entonces, comenzó a sonar la música.

Primero fue el tañer solitario de una cítara, desgarrado y rítmico, seguido por el pulso de los tambores y el silbar plañidero de las flautas. El rumor de pasos llenó la hondonada a medida que cada círculo giraba en la dirección del sol, de la luz a la oscuridad, de la vida a la muerte y viceversa, trazando un circuito eterno como el ciclo de las almas que durante incontables miles de años habían vivido en el valle, y al morir habían seguido al sol hasta allí para reposar un tiempo antes de regresar y habitar nuevos cuerpos para comenzar el ciclo de nuevo. Cuando la música se detuvo, cada uno estaba exactamente en el lugar que había ocupado al principio.

Las madres de los clanes se acercaron al centro al solo son de la flauta, las cabezas cubiertas por velos blancos diáfanos y ramas de ciprés en las manos. A la vista de todos, se arrodillaron ante el foco del antiguo rito de duelo y de recuerdo, la liturgia de conmemoración que, cada año, las aldeas del valle dedicaban a aquel lugar sagrado donde reposaban los muertos, el lugar en el que había ocurrido algo tan terrible, tan doloroso, que miles de generaciones después seguíamos llorando y nos negábamos a dejar que se olvidara.

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Cualquiera que no conociera la importancia del lugar lo habría pasado por alto. No eran más que unas piedras, los restos ciclópeos de un muro cubiertos de hiedra y malas hierbas, desgastados por miles de años de lluvia y viento, hasta el punto de que apenas podían leerse los caracteres que las cubrían, que de todas formas nadie sabía interpretar. Frente al muro se alzaba un monolito roto, como si un gigante lo hubiera desmochado de un golpe; quizá columna, quizá estela o simple menhir, a primera vista era solo un fuste de piedra negra, vidriosa como la obsidiana, cubierta de aquellas marcas desgastadas y medio ocultas por el musgo. Y a sus pies, medio enterrada, la cabeza de una estatua, de varias veces el tamaño natural, tallada en la misma piedra negra con una tosquedad, o quizá extrañas convenciones artísticas, que delataba su antigüedad: ojos alargados y bulbosos, dientes toscamente trazados en la boca sin labios, enormes orejas, nariz chata.

Dos niños trajeron los instrumentos del ritual: sendos calderos de bronce que depositaron a los pies de la columna. En uno pronto ardió un fuego alegre que calentó los huesos de las madres, expulsando el frío del alba; del otro una de ellas comenzó a asperjar agua sobre la columna, el muro y la estatua.

– He aquí nuestras lágrimas – decía con cada sacudida del hisopo de ciprés -. He aquí nuestro llanto. He aquí nuestras lágrimas. He aquí nuestro llanto.

Las aspersiones finales recayeron sobre los rostros cubiertos por los velos, que se pegaron a las mejillas arrugadas y a las bocas. Otra de las madres, ayudada por los niños, subió a la gran roca plana que había frente a la columna mientras las demás se arrodillaban de nuevo.

– Lloramos la gran tragedia de estas piedras, recordamos la muerte y la desolación, recordamos el dolor, lloramos a los que yacen bajo nuestros pies.

De las madres reunidas se elevó el antiguo grito ritual, un plañido ululante, “ailiolai”, que daba nombre al rito. En principio una sola voz, clara como una campana de plata, alzándose como un vencejo en el amanecer, repitiéndose una y otra vez hasta que poco a poco se le fueron uniendo las demás. Ailiolai, ailiolai. Una voz cada vez, elevándose en bandada por encima de los árboles que rodeaban la hondonada, unas limpias y potentes, otras rotas, unas decididas, otras melancólicas. Solo cuando toda la bandada estuvo en el aire se le unieron las voces de los círculos que rodeaban las ruinas. Como las ondas en la superficie de un estanque, cada círculo se iba arrodillando sucesivamente mientras unía su voz al coro. Ailiolai, ailiolai, ailiolai, ailiolai. Las flautas lloraron también, seguidas de la cítara y los tambores, dando ritmo y melodía a las lamentaciones, hasta que el silencio se extendió de nuevo desde el centro hacia los extremos, y la madre que había anunciado la lamentación se volvió hacia nosotros.

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– Durante miles de generaciones hemos venido aquí, en este día del recuerdo, para honrar a los muertos. No conocemos sus nombres, no recordamos sus caras, pero sabemos que viven en nosotros y en nuestra sangre se perpetuarán, por los siglos de los siglos.

– Ailiolai, ailiolai, ailiolai…

– Las madres de las madres de nuestras madres y los padres de los padres de nuestros padres sufrieron aquí el martirio, la gran tragedia que aún lloramos y que llorarán los hijos de los hijos de nuestros hijos por toda la eternidad.

– Ailiolai, ailiolai, ailiolai…

– Bajo nuestros pies yacen las tumbas de aquellos que quisieron desafiar al mundo con su poder. Crecieron en orgullo y vanidad, elevaron grandes ciudades y monumentos al cielo y sometieron a toda la creación con la vara y la espada, pero los dioses no iban a tolerar su orgullo. En una sola noche todas sus obras fueron deshechas, sus ciudades arrasadas, sus monumentos destruidos, y solo quedamos nosotros, sus descendientes, reducidos a vivir humildemente de la tierra. En este día recordamos el error de nuestros antepasados y lloramos su tragedia.

– Ailiolai, ailiolai, ailiolai…

La anciana se bajó de la roca y otra ocupó su lugar; una mujer algo más joven, que solo recientemente había sido nombrada madre de su clan, y entre cuyas canas aún se veían rizos castaños.

– Bajo nuestros pies yacen  las tumbas de aquellos que no se rindieron. Hace miles de miles de generaciones, cuando los invasores llegaron al valle con fuego y espada, nuestros antepasados se negaron a rendirse. Armados con hoces del campo y con piedras del camino hicieron frente a los jinetes y a sus lanzas, y en esta hondonada fueron sus cadáveres apilados e incinerados. Nosotros, descendientes de los hijos que dejaron atrás cuando partieron a la guerra, en este día recordamos su sacrificio y su valor.

– Ailiolai, ailiolai, ailiolai…

Una tercera anciana ascendió a la piedra, de la mano de los dos niños y de su predecesora. Contrastaba con ella porque era muy probable que este fuera su último Ailiolai. Sus manos nudosas se agarraban a la vara de ciprés como si fuera un bastón, y tenía ya la espalda encorvada y los ojos blanquecinos tras el velo.

– Bajo nuestros pies yacen las tumbas de los primeros pobladores de este valle. Cuando llegaron aquí por primera vez, hace miles de miles de generaciones, fue en este lugar donde el Altísimo les señaló que debían adorarlo mediante el oráculo de una cierva blanca, y bajo aquel altar construyeron sus tumbas desde entonces hasta que se les prohibió. No sabemos qué transgresión llevó al señor del cielo a prohibirnos reposar aquí y nos condenó al eterno retorno, pero en este día recordamos su devoción y pedimos perdón.

– Ailiolai, ailiolai, ailiolai…

A la tercera sustituyó una cuarta, y a esta una quinta. Cada una, al son de los instrumentos, desgranando las antiguas historias, pasadas de generación en generación, de madre a madre, en cada clan, y recordadas eternamente en el ritual del Ailiolai, ailiolai, ailiolai. Cada una distinta, a veces complementarias, casi siempre contradictorias, modificadas quién sabía cuántas veces a lo largo de quién sabía cuántas generaciones por el boca a boca, las frágiles memorias y las fértiles imaginaciones de las madres. Todas trágicas, sin excepción. Muchas sostenían que todas eran ciertas, de un modo u otro, aunque no se referían necesariamente a un mismo hecho. Otras creían que solo una de las historias era cierta, y las otras eran mitos deliberados, creados para confundir a los espíritus malignos. Fuera cual fuera la verdad, lo cierto es que bajo aquellas piedras yacían las tumbas de nuestros antepasados más remotos, y era nuestro deber recordarlos y llorarlos cada año en el primer amanecer tras la conjunción de las lunas llenas, como habíamos hecho desde el principio de los tiempos y como haríamos hasta el fin del mundo.

Ailiolai, ailiolai, ailiolai…

***

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Estaba amaneciendo cuando llegaron a la hondonada. Era el primer amanecer tras la conjunción de las dos lunas llenas, y llevaban semanas caminando por aquellos bosques interminables, atravesando la cordillera en dirección sureste. Ahora, por primera vez, se extendía ante ellos un valle virgen, que descendía suavemente, atravesado por un riachuelo, hasta un gran lago. El río nacía con una cascada en la propia cordillera, al norte de su posición, donde saltaba libre y salvaje entre grandes piedras a medida que descendía hasta el valle, cuyo fondo aparecía cubierto de bosquecillos y monte bajo.

– Al fin – dijo uno de ellos -. Después de tanto tiempo, al fin un lugar donde establecernos.

El líder del grupo asintió gravemente con la cabeza, contemplando el valle que se extendía a sus pies a la luz gris del amanecer.

– No parece que haya casas ni campos. Podemos instalarnos sin que nadie nos moleste y hay sitio de sobra para todas las familias.

– Deberíamos hacer un sacrificio para dar las gracias a los dioses – dijo el otro.

– Sí. Coge a alguien y vuelvan al campamento, díganle a…

– ¡Eh! Aquí hay algo – intervino un tercero -. No somos los primeros.

Se acercaron al centro de la hondonada, donde el más curioso del grupo estaba escarbando con las manos en lo que inicialmente les pareció un mero montículo de tierra cubierta de musgo, hiedra, ramas y raíces. Bajo sus dedos había aparecido un monolito de piedra negra y lustrosa, cubierto de extraños símbolos, y un poco más allá los restos de una pared ciclópea.

– ¿Qué es esto? – masculló el líder.

– No lo sé, pero es artificial. Esto lo construyó alguien.

Otros miembros del grupo habían empezado también a retirar tierra, raíces y piedras sueltas, desvelando las ruinas poco a poco. Entre la tierra empezaba a emerger un ojo bulboso y alargado.

– En todo caso, quien quiera que haya hecho esto debe llevar muerto miles de años. O al menos fuera del valle.

– Tienes razón. Pero, ¿quién habrá sido? Si vinimos aquí es precisamente porque no hay noticias de grandes reinos.

– Una antigua civilización, seguro – dijo el descubridor -. Mira qué dura es la piedra, nadie podría haberla tallado con cincel y martillo. Seguro que su orgullo llegó a ser tan grande que los dioses los castigaron.

– Tonterías – dijo otro -. Seguro que es una tumba. A lo mejor un monumento funerario a algún héroe o un mártir que se sacrificó por su pueblo…

Era el primer amanecer tras la conjunción de las dos lunas llenas, y el anochecer les sorprendió contándose historias sobre aquellas ruinas ancestrales, cuyo origen nadie podía conocer, mientras los clanes acampaban por primera vez en el valle.

Hucancha (3)

Al anochecer, las luces de los cruceros atracados en el puerto de Santa Cruz se reflejaban en el agua, aunque desde donde ellos estaban, sentados en una terraza de la avenida de Anaga, no podían ver más que el resplandor naranja asomando detrás de los árboles que la bordeaban en la acera opuesta. Hacia el fondo, encima de las montañas por las que habían estado caminando solo dos días antes, una enorme cruz luminosa parecía querer cristianizar aquel macizo pagano, donde aún quedaban secretos ocultos en las degolladas y entre las raíces.

– Era muy raro, de verdad – decía Iris, tras llevarse la Kopparberg a la boca-. Tremenda escandalera.

– ¿Al final se supo qué había pasado? – preguntó Naira.

– Qué va. Algo que habrán olido, o se habrán picado dos a ladrar y el resto se habrá unido. Yo qué sé.

– ¿Anoche otra vez? – dijo Antonio.

– Sí. No tanto como el primer día, pero anoche volvió a haber concierto.

– Qué raro. No es normal – hizo un gesto al camarero, que pasaba junto a su mesa -. Tráeme una Tierra de Perros cuando puedas.

– ¿No es normal, de verdad? – Se burló Naira-. Menos mal que lo dices, si no…

Antonio se encogió de hombros. Durante un momento nadie dijo nada; se limitaron a beber y a contemplar a la gente que pasaba y a las nubes que se acumulaban sobre el horizonte, al otro lado de las copas de los árboles. De nuevo había una, negra y amenazadora, compacta, que a Antonio le recordó la de aquella tarde en la playa.

– Mi abuela decía que si ladran los perros es que se va a morir alguien.

Todos se quedaron mirando a Yeray, que lo había dicho como sin darse cuenta, mirando hacia aquella nube negra que el viento no arrastraba. Les sacó de su estupor la cerveza de Antonio, que el camarero dejó sobre la mesa metálica con un golpe seco.

-¿Qué?

– Eso decía.

– No me dirás que te lo crees- dijo Naira.

– No. Pero lo decía.

– Gracias, Yera – soltó Iris -. Menos mal que no soy supersticiosa.

– Eso que encontramos tenía forma de perro, ¿no? Más o menos.

– Era un animal, sin más. Podía ser cualquier cosa, un cerdo, una cabra.

– Era un perro.

– Pues vale, Yera. Pa ti la perra gorda.

– Nunca mejor dicho – dijo Antonio. Hubo risas nerviosas en torno a la mesa.

– No, pero en serio – Naira se giró hacia Iris-. Habla con los vecinos a ver, igual alguno tiene un gato y se le escapa por las noches, o yo qué sé.

– Sí, hombre, voy a estar yo hablando vecino por vecino.

– Pues algo habrá que hacer, no puedes estar así toda la vida.

– Ya se callarán, yo qué sé.

Dos horas después, Antonio subía con el coche por la carretera que llevaba a la casa de sus padres, en Las Mercedes. En aquella zona había muy poca iluminación, solo una farola cada varios cientos de metros, proyectando conos de luz que apenas servían para puntear la oscuridad. Estaba al lado de La Laguna, pero ya casi en el campo. Los faros del coche iluminaban las fachadas de las casas terreras que se alineaban a ambos lados de la carretera, tras sus muros de bloques pintados de ocre, naranja y rojizo que apenas se veían en la oscuridad. Las ramas de los árboles que crecían en las huertas se proyectaban por encima, como si quisieran escapar.

La casa de los padres de Antonio se encontraba al final de un camino empinado, algo alejado de la carretera principal, y rodeado de tapias. La entrada estaba a la izquierda, y justo delante había un amplio solar, un descampado sembrado de salvia, ortigas y malas hierbas que solían usar de aparcamiento. Más allá, en el punto donde crecían algunos árboles, el terreno ascendía en una serie de lomas cubiertas de arbustos y vegetación que rodeaban un matadero de pollos. Todo eso no era ahora más que una vaga sombra, perfilada por las luces del coche y de la única farola, que se encontraba más abajo, junto a la tapia del vecino. Antonio introdujo el coche en el descampado y lo arrimó a un extremo, dándole aún vueltas a la cabeza a lo que había dicho Yeray. Su mente racional rechazaba toda superstición, pero había algo dentro de él que no podía dejar de hacer la conexión entre la “profanación” de aquel santuario que habían encontrado por casualidad y los ladridos de los perros de Iris.

Al bajar del coche se dio cuenta de algo: extinguido el runrún del motor, no se oía absolutamente nada. Ni el chirriar de los grillos, ni el rumor de las hojas, ni un ave nocturna, ni el maullido de un gato asilvestrado, ni toda la variedad de sonidos imposibles de identificar de la noche en el campo. Nada. Como si alguien hubiera quitado el sonido de una película.

Como cuando Iris había tocado el ídolo en el monte.

Intranquilo, miró a un lado y a otro, buscando no sabía qué. La única luz era el cono anaranjado de la farola, que empezó a temblar mientras la miraba, vacilando como la llama de una vela, atenuándose como si unos dedos invisibles fueran a extinguirla. Sintió un escalofrío, pero trató de componerse, racionalizarlo. El ayuntamiento no trataba bien a zonas como aquella. Seguro que hacía falta mantenimiento. Era un fallo eléctrico, nada más.

La farola se apagó.

Fue algo súbito. No parpadeó, no emitió un zumbido ni estalló, ni siquiera perdió potencia gradualmente hasta extinguirse. Simplemente pasó de un resplandor atenuado a la oscuridad más absoluta. Antonio dio un respingo al encontrarse cegado de pronto, sin ningún punto de referencia a su alrededor: ni siquiera veía el coche, a menos de un metro de distancia. La noche era como una piscina de alquitrán que le rodeaba por todos lados y, cuando alzó la cabeza en busca del fulgor de las estrellas, se encontró con un velo de nubes negras.

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Fuente: MissSomething en Flickr

Era peligroso caminar así, sin ver absolutamente nada, pero no podía quedarse esperando a que volviera la luz de la farola o amaneciera. Intentó dar un paso adelante, pero las piernas se negaron a obedecerle. Le asaltaron la cabeza toda clase de pensamientos irracionales, estúpidos. Que podía haber algo acechando en las sombras. Que algo iba a devorarlo si salía del solar y ponía pie en el asfalto. Que más allá de sus pies se abría un abismo interminable en el que caería para siempre. Despejó las dudas sacudiendo la cabeza, como si emergiera de entre las olas, y dio un paso adelante. Luego otro.

En ese momento empezó a oírlo. El silencio sepulcral se vio roto por un sonido bajo y ronco, que sonaba muy lejano, pero le hacía vibrar los huesos y bajar un sudor frío por la espalda. Todos sus instintos le decían que corriera, que echara a correr como alma que lleva el diablo, pero se contuvo haciendo un esfuerzo enorme de voluntad. Si corría lo más seguro era que tropezara y se partiera los dientes, o una pierna. Pero aquel gruñido bajo continuaba, cada vez más profundo, a veces justo por debajo del umbral de la audición, siempre con una urgencia feroz, como si algo estuviera deseando abalanzarse sobre él, pero no pudiera.

De nuevo el impulso de correr, de huir, de refugiarse en una madriguera como un animal asustado. Se dio cuenta de que temblaba tanto que podía oír castañetear los dientes y tenía todos los músculos en tensión. Se obligó a respirar hondo, una vez, dos veces, llenándose los pulmones del olor de la salvia y el romero, pero también algo más, un olor húmedo, metálico, a barro y sangre y tierra removida, que le dio arcadas. Se giró lentamente en busca de la fuente del sonido, pero ni vio nada, ni podría haberlo visto sin luz.

Dio un paso vacilante hacia la casa de sus padres, hacia atrás, sintiendo irracionalmente que si le daba la espalda al solar algo se abalanzaría sobre él. El gruñido ganó volumen e intensidad, y a lo lejos, muy lejos, un perro empezó a ladrar. Luego otro. A su espalda oyó el gañido lastimero de Bruno, el yorkshire de su madre, que siempre le esperaba en el patio. Los ladridos sonaban alarmados, tal y como los había descrito Iris, y se iban extendiendo por todas las fincas de los alrededores.

Sin mirar atrás, sin dar la espalda al solar, Antonio fue retrocediendo, guiado por los aullidos de pánico de Bruno, hasta la verja del patio. Ahora todos los perros de la zona estaban ladrando a la vez, tan confusos y aterrados como él. Una a una, fueron encendiéndose las luces de las casas, pero el gruñido que estremecía los huesos de Antonio no cesaba, aunque le pareció que perdía intensidad. El resplandor lejano perfiló por fin el coche, el solar y el camino, pero había aún un parche de sombras impenetrables bajo las palmeras y los árboles, en la base de la loma. Cuando su mano rozó la verja y se giró para empujarla y entrar, le pareció haber visto fugazmente, por el rabillo del ojo, dos brasas gemelas, como fuegos fatuos, que lo observaban desde la oscuridad.

Bruno no salió a recibirlo cuando cerró la verja a su espalda. Estaba sentado sobre los cuartos traseros junto a la puerta, con las orejas gachas y el rabo entre las piernas, temblando y gimiendo aterrorizado. Al acercarse Antonio con la llave en la mano se levantó para pegarse a sus pantorrillas sin dejar de emitir aquel quejido lastimero. Los perros de los vecinos seguían ladrando, ahora más esporádicamente, mientras aquel gruñido ronco se hacía cada vez más lejano y débil, como si se alejara sin dejar de amenazar.

Cuando cerró la puerta de la entrada a su espalda, con Bruno entre sus pies, sentía como si el corazón fuera a salírsele del pecho.

Libertad

Nota: Enviado al concurso de microrrelatos cyberpunk del programa Castillos en el Aire en Radio21. No ganó, pero fue mencionado.

via inforwars.com

La imagen se pixela en los márgenes, pero es de altísima calidad. Sobre el campo de visión se superponen las etiquetas de realidad aumentada de los comercios que atestan el callejón de Nairobi y los iconos del interfaz. Altitud, velocidad y dirección del viento, temperatura, estado del sistema. Alerta: alguien ha llamado a la policía. El aire huele a lluvia ácida y metal caliente, a pólvora y al regusto cobrizo de la sangre que empapa la tierra sin pavimentar, reflejando los neones. Los sensores le permiten olerlo incluso desde su futón en un piso abandonado de Helsinki, conectada al vehículo no tripulado tan íntimamente que es como si su cuerpo fuera de fibra de vidrio, sus ojos las microcámaras HD, sus manos, las ametralladoras que acaban de fusilar al líder regional del principal clan de traficantes de oro, uranio y coltán de África Oriental.

Se eleva hacia las nubes, enviando señales codificadas en todas direcciones en busca del camión nodriza. Una vez allí basta cerrar sesión; la contraseña de acceso cambia y la empresa estará lista para alquilarlo a otro ejecutor. No les interesa para qué lo quieran, solo el dinero. Como a ella. No sabe quién la ha contratado, y no le importa; podría ser un gobierno, la policía, la ONU, o el segundo clan de traficantes de África Oriental.  En columna, en la parte derecha de su campo visual, se alinean nuevos iconos, nuevas solicitudes, nuevos trabajos. Asesinatos en África, robos de datos en el Sudeste Asiático, sabotajes en Centroamérica, espionaje en Asia Central. Hoy es un drone en Nairobi, mañana un servidor en Bangkok o el sistema de control de una esclusa en Panamá. Es una sensación indescriptible, una libertad absoluta, más que humana. Puede estar en cualquier lugar, en cualquier momento. A veces se olvida de su frágil cuerpo físico sentado en posición del loto en Helsinki; ni siquiera sabe qué hacer con la paga, aparte de encargar alimentos y bajar actualizaciones.

Hace un mes que no ve el sol con sus propios ojos. No recuerda la última vez que respondió a su nombre de pila.

Trinidad

1

Luces azules reflejadas en la fachada de cal agrisada, luces anaranjadas refractadas por los charcos, y el ulular chirriante de las sirenas en la noche madrileña. Todo aparecía bañado en un resplandor ambarino, que teñía los rostros de los paramédicos, los policías y los curiosos como el reflejo de un holocausto. Aún no habían llegado los periodistas, pero no tardarían mucho. Ya se veían móviles grabando la escena y tuiteando, a pesar de que eran las cinco y media de la madrugada.

Cuando el coche de Blanco se detuvo junto al precinto, ya lo estaba esperando un policía uniformado, el primero en llegar tras el aviso de la policía local. Debía tener unos cuarenta años, con el rostro curtido y canas en las sienes, pero pese a la experiencia estaba pálido y parecía nervioso. Blanco cerró el coche de un portazo antes de volverse a él.

–          ¿Qué hay? Inspector Blanco- le dio la mano al hombre, que apenas respondió-. ¿Qué tenemos? ¿Robo, profanación?

–          Eh…- el policía dudó, tragó saliva y evitó la mirada de Blanco-, no exactamente.

–          ¿Cómo que no exactamente?

Blanco traspasó el precinto y echó a caminar entre las ambulancias amarillas y los paramédicos que tomaban café sentados en un banco de la pequeña plaza. La iglesia se alzaba ominosa, con el chapitel quebrado como por un rayo y densas capas de hollín en las ventanas, cuyos cristales aparecían destrozados. Un coche de bomberos estaba aparcado en una calle lateral, dentro del precinto.

–          ¿Por qué hay tantas ambulancias? ¿Qué demonios ha pasado aquí?

–          Sinceramente, no estamos seguros. Bueno, no tenemos ni idea.

El inspector se detuvo en el centro de la plaza y fulminó con la mirada al policía, que tosió nerviosamente, evitando mirarle a los ojos.

–          ¿Me quiere explicar de una vez lo que pasa?

–          Es que… sabemos lo que ha pasado, claro, pero… es que no… no entendemos.

–          A la mierda.

Blanco echó a andar como una tromba y cruzó las fauces de la iglesia, negras de humo. Al otro lado se detuvo en seco. La imagen era… dantesca. Rojo y negro y sábanas blancas, olor a cenizas, a amoníaco y a cobre y a algo más, algo penetrante, dulzón y desagradable, como almizcle viejo y corrupción asentada. A través de aquel paisaje infernal se le acercaban dos figuras, una mujer de rostro cansado y un hombre calvo con guantes de látex. La jueza y el forense, supuso. Paseó la mirada a su alrededor, sintiendo como se le revolvía el estómago ante el chapotear pegajoso de los zapatos de los otros dos. A su espalda, el policía uniformado parecía que trataba de hablar, pero se le atragantaban las palabras en la garganta. No era de extrañar.

2

El café estaba frío en su taza. La única luz en el piso de Blanco era la del monitor del portátil. Normalmente entraría también, a través de la cortina, la luz parpadeante de la farola que le habían instalado justo enfrente, pero no esta vez. Esta noche no había luz alguna en la calle. No sabía qué hora era. Sentado incómodamente en el sillón, con una pierna debajo del cuerpo, llevaba leyendo aquello toda la noche. No recordaba haber cenado. Solo se oía el zumbar del ventilador interno y, de vez en cuando, el ligero chirriar de la rueda del ratón.

Habían encontrado el pendrive en el bolsillo del pantalón del Padre Felipe, debajo de la casulla. Los técnicos decían que les había costado una barbaridad acceder al contenido, porque la tapa estaba pegada al resto bajo una capa de sangre seca y otros fluidos. Y da gracias, le habían dicho, que es de los de tapa. Si llega a ser el modelo que tiene el conector al aire y se pliega, no habría habido forma de recuperar nada. Así que Blanco se había encontrado en su ordenador aquella misma mañana con la confesión del sacerdote, del responsable último de la macabra escena de la iglesia. Pensando en leerlo con calma, se había hecho una copia para llevárselo a casa, y aquí estaba ahora, leyendo… pero no con calma. No se podía leer aquello con calma.

Eran los desvaríos de un loco, una confesión completa escrita de un tirón, sin orden ni concierto, un non sequitur y un sobreentendido tras otro. El sacerdote había escupido su alma en el ordenador, vomitado todo el veneno que le corroía por dentro y que le había llevado a corromper a su feligresía, a intoxicarlos poco a poco de sus ideas perversas, y a arrastrarlos finalmente a aquel horror sangriento y repugnante que Blanco había visto en la iglesia, aquella pesadilla que le acosaba desde entonces, tres días con sus noches sin poder conciliar el sueño, porque cada vez que cerraba los ojos lo veía, lo olía, lo sentía y lo saboreaba, como una miasma que lo hubiera impregnado para siempre, una sábana pegajosa que lo hubiese cubierto y de la que jamás podría desprenderse, como la tela de una araña venenosa que lo hubiera atrapado.

Tres días con sus noches.

Se levantó, renqueando con el pie dormido, y se asomó a la ventana. La más absoluta y completa oscuridad. Madrid estaba en sombras. Un apagón brutal, como nunca se había visto, cubría la capital de España y sus aledaños. No solo la ciudad, sino todos los municipios circundantes, toda la conurbación. Desde el satélite, la zona más brillantemente iluminada de España era ahora una mancha negra en el mapa, como Corea del Norte o el Amazonas. La radio de pilas de Blanco había dicho que no se sabía qué ocurría ni cuándo estaría arreglado. No parecía ser un fallo mecánico.

Miró al cielo. Nubes negras. No se veían ni siquiera las estrellas.

Tres días con sus noches.

Lenta, deliberadamente, Blanco entró en la habitación. Se sentó en la cama, respiró hondo. Oscuridad completa. El disparo sonó como un trueno.

3

via wikimedia commons

Extracto de la confesión del Padre Felipe Corvo:

En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

Cuántas veces he pronunciado esa frase, sin saber quién era el Padre, quién el Hijo, y quién el Espíritu Santo. Fui un buen sacerdote, un buen chico. Creí lo que me dijeron e hice lo que me dijeron, hasta que empecé a hacerme preguntas. ¿Por qué el canon, por qué cuatro Evangelios y no cinco, o seis, o diez? ¿Por qué el Cantar de los Cantares y no el Libro de Enoch? ¿Por qué el Deuteronomio y no los Siete Libros de Moisés? Así que leí, leí y comprendí, y quise leer más, y pronto tuve en mis manos ese terrible Evangelio de Yemen que tradujo Wormius y se publicó en Salamanca, y un ejemplar de la obra prohibida de d´Erlette, y de la de Ludwig Prinn. Vi. Leí. Creí. Supe. En las profundidades de la Biblioteca Nacional encontré una copia de la obra de Felipe de Navarra, donde se habla de la Segunda Venida y de la ruina que está por llegar. Y en las especulaciones insinuadas de Von Juntz y en el Evangelio de Derinkuyu encontré la verdad que nunca nadie ha querido admitir.

En el nombre del Padre. El centro del infinito, el origen de todo, cuyo nombre no puede ser pronunciado, rodeado de un coro de sirvientes que lo alaban. Un coro, sí, de flautas enloquecedoras y ululantes. Un dios ocioso, omnipotente pero inmóvil. ¿Un nombre que no puede pronunciarse? Los labios humanos no se hicieron para ello, pero yo lo he leído, y lo he pronunciado en la oscuridad. El nombre de Azatoth.

En el nombre del Hijo. Dios en forma humana enviado a nosotros para revelarnos la auténtica naturaleza del cosmos. Llegado de Egipto para predicar a las naciones, taumaturgo, profeta. Llegado no para traer paz, sino espada. Mensajero, alma y mente de su Padre, cuya inefable voluntad cumple en la Tierra con aún más inefables propósitos. N´gai, n´gha´ghaa, Shoggog, Y´hah, Nyarlathotep! Iä!

En el nombre del Espíritu Santo. Omnipresente, aquel que lo sabe y lo ve todo. El uno en todos y todos en uno, la llave y la puerta y el guardián de la puerta. La esencia última del universo, capaz de alzar a los muertos por la sola mención de su nombre. Y´ai´ng´ngah, Yog-Sothot! Hée-l´geb! F´ai Trhodog!

Y hay otros, otras verdades ocultas a los no iniciados. ¿Qué decir de la Magna Mater, la Virgen Negra adorada en bosques y montañas desde el Paleolítico y que hoy ocultamos castamente bajo un velo de mentiras? Iä! Shub-Niggurath!

La congregación está conmigo. Esta noche lo haremos, traeremos de vuelta al Hijo como está profetizado, aunque nos costará la vida. Otros ya tienen este documento y continuarán nuestra labor. Como en los Evangelios, seguirán tres días con sus noches de completa oscuridad, y Él se alzará de nuevo de los Abismos, esta vez para terminar de una vez con todo y salvar a los que merezcan ser salvados.

En cuatro noches, el mundo llegará a su fin. Iä! Azatoth! Iä! Nyarlathotep! Yog-Sothot!

Ella Me Maldijo

Porque donde unas cuencas vacías amanezcan

Ella pondrá dos piedras de futura mirada,

Y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan

En la carne talada.

Miguel Hernández, Para la Libertad.

Fue hace mucho tiempo. Tú no habías nacido. Tus abuelos tampoco, supongo. No creo que casi nadie que esté vivo hoy hubiera nacido. Solo un puñado, pero ya hablaré de eso.

La verdad es que yo mismo no recuerdo el cuándo, ni el dónde, ni el cómo. Recuerdo una batalla, el sabor salado de la sangre en la boca, el hedor de las tripas desparramadas mezcladas con la mierda de caballo pisoteada. Recuerdo una muralla desmoronándose y banderas agitándose al viento, y a veces me despierto por las noches porque aunque no recuerdo nada más, aún me asaltan las imágenes de rostros aullando, algunos rojos y desencajados de ira, otros pálidos, con los ojos abiertos como platos, preparándose para el frío de la muerte.

Yo fui de esos últimos. Pálido y exangüe, desangrándome junto a una zanja maloliente. Recuerdo el mordisco del acero. Si no te han clavado nunca una hoja en las costillas no sabes lo que se siente. El acero muerde como un perro, se hinca en la carne buscando tu corazón, como si te odiara. Los vikingos lo llamaban gusano de sangre o víbora de las heridas, y es cierto. Puedes sentir como te roe la carne.

¿Que si era un vikingo? No lo sé. No me acuerdo. No recuerdo nada antes de ese día, ni siquiera mi nombre. No sé dónde ocurrió, ni en qué año, ni por qué luchaba. ¿Recuerdas tú lo que hiciste cada día en el parvulario?

Solo recuerdo esa sensación, ese mordisco helado. Me estaba muriendo y solo veía el cielo cubierto por nubes de humo de los incendios, con brasas y cenizas danzando en las corrientes de aire. No me dolía nada, pero sabía que me estaba muriendo. No sentía los brazos ni las piernas, ni nada por debajo del cuello, excepto los borbotones de sangre que me brotaban de las heridas con cada latido del corazón. Jadeaba, y sentía la lengua como un trozo de esparto seco colgándome de la boca. La vista se me nublaba cada vez que intentaba tomar aire.

Entonces la vi.

Se paseaba entre los muertos y los moribundos como si estuviera en un prado florido. Llevaba un vestido blanco hasta los pies, quizá un sudario, pero estaba manchado de sangre. Creo que iba descalza, y llevaba el pelo suelto y desgreñado, hasta casi la cintura. A veces, en mis sueños, es rubia; otras veces es morena, casi con tintes azules, y alguna vez tiene el pelo rojo, rojo como la sangre derramada. Sonreía, no enigmáticamente, ni con sarcasmo, sino con genuina alegría, como una niña que jugara en el campo. A veces la recuerdo como una niña, otras veces como una mujer. Fue hace mucho tiempo.

Se acercó a mí entre los muertos y los moribundos, sin dejar de sonreír. Creo que me llamó por mi nombre, aunque no estoy seguro. Sé que se arrodilló y me tocó la frente febril con una mano fría, gélida como un trozo de hielo pese al calor sofocante de los incendios, y sé que me habló. Recuerdo aquellos labios rojos como dos trozos de carne cruda, pero no sé qué me dijo. Cuando sueño, la imagino cantándome una canción de cuna que oí alguna vez, pero a veces me da consejos, o me recrimina algo que he hecho mal. Supongo que trato de llenar el hueco que me ha dejado olvidar las frases más importantes que oí en mi vida.

Desperté solo, bajo las estrellas y una luna creciente. No te sé decir si estaba aún en el campo de batalla. Imagino que sí, pero no recuerdo cadáveres ni devastación a mí alrededor. Solo el cielo estrellado. Me levanté sin pensar, y solo después me di cuenta de que mis heridas habían sanado. No me dolía nada. Podía mover brazos y piernas, respirar, ver. Me sentía como tras un largo sueño reparador. Creo que eché a andar en busca de alguien, de un lugar donde pasar el resto de la noche y quizá reflexionar sobre lo que había ocurrido, si había sido real o una mera visión, cómo había sanado y dónde estaban mis compañeros.

Si llegué a alguna conclusión, mi mente lo ha olvidado bajo el peso de los siglos. Sé que intenté hacer vida normal por un tiempo, pero pronto descubrí que no había simplemente sanado. Mi mujer envejeció y murió, mis hijos se agostaron y se convirtieron en polvo, y también mis nietos, pero yo no. Yo continué viviendo, viéndolos deteriorarse y pudrirse ante mis ojos. Me fui de la aldea cuando empezaban a sospechar de mí, cuando las viejas murmuraban en la plaza que yo estaba igual cuando ellas eran niñas, que no había envejecido ni un día. Una vez me llamaron vampiro, pero juro que no he probado jamás la sangre de nadie.

Así empezó mi vida errante. No sé cuánto tiempo duró. No sé en qué año estamos, ni cuándo empecé a vagabundear, así que no importa. Creo que he recorrido todos los continentes, y casi todos los países varias veces. Sé lo que estás pensando. Tiempo infinito para ver mundo, para conocer gente, para hacer lo que quieras. Crees que estoy bendito, pero no. Estoy maldito. Ella me maldijo.

¿Sabes lo que es no tener seres queridos, ni siquiera un amigo? ¿Cómo podría apegarme a nadie? Morirán, y yo no recordaré sus caras ni sus nombres, ni el sonido de sus voces. Mi vida no ha sido la de un trotamundos, sino la de un fugitivo que no puede quedarse demasiado tiempo en el mismo lugar, no solo por la persecución, sino por el dolor. Una vez pasé cien años en una ciudad de Europa, y apenas pude soportar ver cómo cambiaba, como incluso los edificios se derrumbaban o eran arrasados para hacer sitio a otros nuevos mientras yo seguía allí, invariable, ocupando un lugar fijo en el universo, como un quiste.

Ah, el cuerpo no envejece ni se cansa, pero la mente sí. Soy más viejo que cualquier persona que conozcas, y estoy exhausto. No soy capaz de conectar con el mundo moderno, porque no me importa, y cambia demasiado rápido para mí. No sé de qué habla la juventud en las calles, no entiendo la jerga. Mi vocabulario no avanza con el de la sociedad, así que vaya donde vaya me miran raro, como un fantasma salido de una obra de teatro antigua. Cuando empiezo a acostumbrarme al cine mudo descubro que existe el sonoro; cuando me acostumbro a la radio, todo el mundo tiene televisión y eso que hacen ahora con una máquina de escribir con pantalla. No tengo fuerzas para mantenerme al día. Me aburre.

He encontrado a algunos como yo, con los años. Todos la han visto, pero ninguno la describe exactamente igual. Una joven descalza, sí. Con un vestido o un sudario blanco manchado de sangre, y el pelo suelto. Pero ahí terminan las similitudes. Para cada uno es diferente, como un ideal o un sueño. Y sin embargo, todos coincidimos en algo: estamos malditos.

Pensarás que esos otros son la solución a mis problemas, ¿verdad? Compañía para los siglos, gente que me comprende. Pero no es así. Cada uno de nosotros es un solitario, lleva demasiado tiempo solo. Olvidamos nuestro pasado, olvidamos lo que hacemos a lo largo de los siglos, así que nuestra propia identidad pende de un hilo. Nos limitamos a sentarnos y vegetar, lamentándonos de lo que hemos perdido. Y si hay algo peor que tener un ser querido y perderlo, es una relación que no acaba nunca. Créeme, lo he probado. Década tras década, más de un siglo con una misma persona. Has visto matrimonios que solo siguen juntos por la costumbre, ¿Verdad? No has visto nada. No has visto la amargura de un siglo de malentendidos y rencores mezquinos, ni el hartazgo de ver el mismo rostro, inalterable, durante ochenta años, de oír las mismas historias, la misma voz y las mismas quejas.

No. Estamos condenados a la soledad, por exceso o por defecto.

Nadie puede imaginar la desesperación de una eternidad en soledad. No una década, ni una vida. Una eternidad. Por lo que sé, no moriré nunca. Tampoco tengo claro cuánto he vivido exactamente, pero es más que suficiente. El mundo me aburre, me cansa, no puedo soportarlo, pero no tengo forma de poner fin a todo esto. Lo he intentado, claro. Todos lo intentamos alguna vez, o muchas veces. Hasta ahora, nada a dado resultado, ni cuando lo he intentado yo, ni cuando la gente normal ha descubierto lo que soy y ha reaccionado con miedo y cólera.

Oh, sí. Me han matado, o me he suicidado, muchas veces. No sé cuántas. Pero nunca dura. Me he ahogado y ahorcado. Me he o me han atravesado con espadas y lanzas, pero lo que no me mató la primera vez no lo hará ahora. Me han fusilado y electrocutado, aplicado garrote vil y envenenado. Me han atropellado y descoyuntado, me han quemado vivo varias veces, y una vez me decapitaron. No funciona. Nunca funciona. No sé cómo ni por qué, pero siempre despierto sano e intacto y salgo caminando de la morgue. Ni siquiera me duele ya.

Así que aquí estoy, después de tantos siglos. Escogí este retiro porque me gusta escuchar el mar lamiendo los acantilados. Es lo único que me sosiega cuando duermo. Y me gusta el paisaje de roca volcánica, de fuego solidificado y petrificado, como lo estoy yo, inmóvil e inalterable. Aunque al menos la roca cambia, es erosionada, se rompe, erupciona de nuevo. Yo no puedo hacer nada más que dormir doce horas al día y contemplar las olas romper en la playa de arena negra.

Por eso estás tú aquí. Estas reuniones, una vez al año, son lo único que me mantiene activo, lo único que me hace esperar algo distinto, un día que no sea exactamente igual a todos los demás del último siglo y del siglo que vendrá. Ya has visto las cuentas bancarias y las propiedades. Es tu premio. Si lo logras, todo será tuyo. Pero no espero que lo hagas. No creo que lo consigas, y ojalá me equivoque. Tienes un año para intentarlo, a partir de hoy. Los métodos son cosa tuya, no me importa. Mátame. Puedes empezar cuando quieras.

Veni, Veni, Venias

via Wikimedia Commons

Saturno y Júpiter estaban en la conjunción correcta. Aldebarán y Sirio se habían elevado en sus lugares, y las Híades resplandecían sobre el horizonte tal y como estaba prescrito. Tenía que ser esta noche. Había llegado el momento del ritual.

Angstrom trabajaba solo, frenéticamente, disponiéndolo todo para la ceremonia. El lugar no era el más adecuado: un viejo matadero abandonado, poco más que una nave de cuyo elevado techo de uralita aún colgaban cadenas, ganchos y grúas. Pero tendría que servir. Él mismo, tras comprar el edificio, había sellado las ventanas soldando planchas de hierro en las estrechas troneras que se abrían en la parte superior de los muros, y había contratado a una empresa para que reparara e impermeabilizara el techo. Según el ritual, no podía entrar un solo rayo de luz en el templo durante todo el proceso.

Llevaba cuarenta días purificando el lugar con sal y azufre, asperjando agua consagrada en los rincones, ayunando y meditando desnudo sobre el suelo de cemento. Durante los últimos tres días no había probado más que agua y pan ázimo, y se había estado flagelando diariamente. Ahora se movía por la inmensa nave, jadeando cada vez que el cilicio se hundía en la carne de su muslo, trazando los complicados diagramas geométricos que describía el texto con ayuda de una cuerda, una barra vertical y un trozo de tiza. No eran los típicos círculos y triángulos de los textos herméticos, sino símbolos complejos, ángulos extraños que se rompían y reunían, fractales que daban paso a líneas curvas y espirales matemáticamente precisas. Y los símbolos. No era ninguna escritura conocida, nada que Angstrom hubiera visto en sus cuarenta años de experiencia. Ni hebreo, ni cuneiforme, ni sánscrito, ni chino. Ni siquiera lineal-A. Eran signos arcanos, vagamente orgánicos en su forma, que parecían retorcerse bajo la mirada, y querer escapar de la tiza cuando los inscribía en los diagramas.

Sería fácil y cliché decir que sus compañeros lo tomaban por loco. También sería cierto. Angstrom llevaba la mayor parte de su vida estudiando lo sobrenatural, el horror y lo grotesco. Muchos de los investigadores que conocía se habían lanzado a la tarea queriendo creer, deseando fervientemente encontrar un críptido, un alienígena, un demonio, y jamás lo habían hecho. Incluso si publicaban artículos sensacionalistas y sembraban preguntas aparentemente sin respuesta, ellos mismos reconocían en privado que todo lo que habían visto no era más que superchería fácilmente desmontable.

No era el caso de Angstrom. Él comenzó a investigar desde el escepticismo, deseando desenmascarar farsantes y demostrar que vivimos en un universo racional y ordenado. No encontró lo que buscaba. Desde luego, había estafadores y crédulos por todas partes, pero también había semillas de verdad. Semillas que a lo largo de cuatro décadas dieron frutos grotescos y obligaron a Angstrom a comer de ellos como de la manzana del Edén.

Él había visto las cosas deformes que viven en las catacumbas bajo Calcuta, que la imaginación popular trata de ocultar bajo la forma, piadosa pese a su poder destructivo, de Kali. Había contemplado la transformación de un sacerdote tribal en lo más profundo de las selvas de Uganda, rugiendo como un demonio tras un festín de carne humana. Había sido testigo de los ritos secretos que tienen lugar en las montañas peladas de los Cárpatos y los Apalaches, y había cenado con familias de Italia y Albania que aún consideraban a Roma una advenediza usurpadora cuyas legiones les habían obligado a ocultar secretos más antiguos que la humanidad.

No le quedó más remedio que creer. Y cuando publicó sus descubrimientos, se le acusó de mentir. Se le expulsó de las asociaciones de parapsicología y las revistas dejaron de aceptar sus artículos. En la televisión no lo querían ni ver. Tuvo que recurrir a un blog personal y un twitter, que no tardaron en llenarse de una mezcla casi a partes iguales de colgados con ideas aún más disparatadas que la realidad, y de escépticos que se divertían insultándolo, aunque pocos llegaban a rebatir sus argumentos más allá de afirmar que las fotos y los vídeos eran falsificaciones de Photoshop. Poco a poco, Angstrom fue quedándose aislado, pero la verdad, los terribles secretos que sólo él conocía, continuaban devorándole la mente y royéndole los sueños.

–          Tu problema- le dijo una vez Matos, el único amigo que le quedaba- es que afirmas en lugar de sugerir. A la gente no le gusta que le descubras cómo funciona el universo. Para eso ya tienen a los científicos.

Estaban en un café de Oslo, sentados en la terraza en un verano inusualmente cálido, viendo pasear por la avenida a turistas y familias de vacaciones. Angstrom sintió la bebida caliente revolverse en su estómago y subirle como un acceso de bilis. Su compañero, que tenía un programa de televisión y varias revistas de éxito en España, sonreía con suficiencia mientras revolvía la suya.

–          ¿A los científicos? ¿Y qué somos nosotros, Matos? ¿No somos investigadores, aunque no haya título universitario para lo nuestro?

El otro se echó a reír a carcajadas, soltando la cucharilla con un tintineo de acero y porcelana.

–          Venga, hombre, conmigo puedes evitar ese rollo. Eso es para la prensa. Somos gente del espectáculo y lo sabes perfectamente. Lo que tienes que hacer es cambiar tu estrategia de marketing.

–          ¿¡Mi qué?!- rugió Angstrom.

–          Tu estrategia. El público no quiere certezas, quiere dudas. La posibilidad de que haya misterio, algo más allá del aburrimiento del día a día, y la seguridad que les da poder decirse que es todo un juego, un cuento que nos contamos unos a otros.

–          ¡Es que no es un cuento!- barbotó Angstrom. Algunos transeúntes se pararon a mirarlo, alarmados.

–          Claro que es un cuento. Y si les dices “esto es así”, los estás amenazando. Los asustas. Di “¿quién sabe?”, o “es un misterio”, o “quizá”, y nunca dejarán de escucharte.

Matos se terminó el café, sonriendo orgulloso de su lección, mientras Angstrom lo miraba incapaz de articular una respuesta coherente. ¿Público? ¿Marketing? ¿Espectáculo? ¿A eso había llegado la profesión, en lugar de tratar de descubrir los secretos del mundo? Angstrom descubrió asombrado que, pese a sus casi setenta años, la adrenalina aún le tensaba los músculos y le atenazaba el pecho con impulsos violentos. Sentía un hormigueo en los brazos y los puños, dispuestos a liberar su frustración en el rostro cínico de Matos. En su lugar, se agarró al borde de la mesa hasta que se le pusieron los nudillos blancos.

–          Muy bien- logró gruñir-. Tú tampoco me crees. De acuerdo. Buenas tardes.

Sacó la cartera para pagar, con los dientes apretados, bajo la expresión estupefacta de Matos, que lo miraba con los ojos como platos y la boca abierta, de pez.

–          Espera, espera, ¿tú te lo crees? ¿Después de tantos años, todavía crees en todo esto…?

Sin responder, Angstrom se dio la vuelta, colocó la silla en su lugar de un golpe que hizo estremecerse y tintinear los cubiertos, y echó a andar calle abajo, ignorando los gritos de Matos, que le pedía que volviera entre asombrado y levemente ofendido.

No volvió, ni respondió a ninguna nueva llamada o e-mail de Matos. Ahora sí que estaba totalmente solo. Y en ese momento comenzó su búsqueda, la nueva obra de su vida. Ya había descubierto la verdad, se la había mostrado al mundo, y el mundo no la había creído. Ahora tenía que convencer, que demostrar en lugar de limitarse a mostrar. No se podía confiar en que la humanidad creyera lo que se le ponía delante de las narices: tenía que ser obligada a ello. Y Angstrom pensaba obligarla.

No iba a ser fácil. Los alienígenas no conceden entrevistas, los chamanes caníbales no aparecen voluntariamente en televisión ni se someten al polígrafo, y no se puede invocar a un demonio en un laboratorio del CERN o en un plató de televisión. Pero la idea siguió dando vueltas en el interior de su cerebro, rebotando de sinapsis en sinapsis, y finalmente, se le apareció en un sueño, una pesadilla a la vez terrorífica y gloriosa, al término de la cual se reconocían sus méritos y el trabajo de toda su vida. Cuando despertó, se puso manos a la obra sin dedicarle un segundo pensamiento.

Tardó casi dos años en encontrar lo que buscaba. Un cuadernillo de papel de trapos, ocho páginas arrancadas a un tomo del siglo XVII, en un español arcaico con una letra de escribano casi ininteligible y los bordes desgarrados, parte de una colección recopilada a principios del XX que compró a un librero de viejo de Kingsport, Massachusetts. Le costó otros seis meses, con ayuda de un paleógrafo de la Universidad Complutense y un filólogo de la de Santiago, descifrar el contenido y reconstruirlo en un documento de texto en su ordenador. Pero allí estaba, la solución a sus problemas, la prueba definitiva de la realidad de todo cuanto había dicho durante años, al alcance de su mano.

Era un ritual, un antiguo hechizo que prometía convocar a un ser de más allá de los abismos del espacio, una criatura extradimensional de mente insondable y orígenes desconocidos, y obligarla a servir al hechicero. Podía hacer que se apareciera sobre las principales ciudades del mundo, a presidentes del gobierno, a científicos. Demostraría sin lugar a dudas que todo lo que había contado era cierto.

Sabía que funcionaba, porque reconocía los signos, aunque no pudiera leerlos. Formas que desafiaban la cordura y que en nada se parecían a los ordenados y geométricos sellos de la magia hermética occidental. Había visto símbolos así en aquella piedra negra de Timisoara, en Rumanía, en los petroglifos de Mali y Senegal, y en los cenotes de Yucatán. Los símbolos arcanos de la verdadera tradición oculta que ha recorrido siempre la historia de la humanidad, infectándola como un veneno, abriéndole puertas a dominios que el hombre no está preparado para conocer. Y Angstrom pensaba abrir esa puerta de par en par para toda la humanidad.

¿Quién sabía qué posibilidades se abrirían para la civilización? Se confirmaría la existencia de entidades inteligentes y no humanas. Se abriría la posibilidad de viajar a cualquier rincón del universo en un instante, quizá incluso en el tiempo. Todos los deseos concebibles podrían cumplirse solo con un conocimiento suficiente de la magia, volviendo obsoleta gran parte de la tecnología, y con ella el monopolio de las grandes corporaciones. Quizá podría acabarse incluso con la escasez. Con científicos consagrados al estudio de lo sobrenatural y financiación pública, no había límite a los descubrimientos que podían hacerse. Una nueva era dorada se abriría para la humanidad, y Angstrom sería el responsable de su advenimiento.

Trabajó obsesivamente durante meses. Estudió astronomía y astrología para calcular las conjunciones estelares. Como el texto incluía invocaciones en latín y griego, tomó clases de ambos idiomas para asegurarse una pronunciación correcta. Se gastó todo su dinero, y aun un crédito que justificó con mentiras, en adquirir y reacondicionar el matadero y conseguir las herramientas necesarias. Buscó en mercados legales e ilegales los componentes de los inciensos y perfumes que debía quemar durante el ritual, y de los aceites y líquidos que debían estar presentes. Llegó a abrir personalmente el vientre de una cabra preñada para arrancarle el corazón a su cría, pues era imprescindible para uno de los pasos del rito.

Fue entonces, con el delantal de goma y los guantes empapados de sangre, cuando se dio cuenta de algo que había pasado por alto. Algo que su mente había evitado pensar, eludiendo reflexionar cada vez que aparecía alguna referencia en el texto, diciéndose que ya encontraría una solución en su momento, que ya vería cómo cruzaba ese puente cuando llegara al río. Pero el río había llegado y era un río rojo, espeso y con sabor metálico. Y Angstrom se iba a sumergir en él hasta la cintura.

El ritual requería una víctima humana.

Perdió el sueño y el apetito. Cuando lograba dormir lo asediaban las pesadillas. Pero el día se acercaba, y debía decidirse o la oportunidad pasaría, quizá para no repetirse en siglos. La presión se fue haciendo cada vez más intensa, hasta llegar a ser insoportable. Había perdido peso durante sus años de aislamiento y obsesión, pero ahora se quedó realmente esquelético. El pelo se le caía a puñados y le temblaban las manos, y no solo por la edad. Se pasaba horas reflexionando, sopesando las consecuencias de tomar una vida, y terminaba siempre llorando, o borracho. Y la fecha límite se acercaba, día tras día, hora tras hora. Segundo a segundo.

De un lado, la ética: tomar una vida humana. Matar. Asesinar. Del otro, las posibilidades. Cambiar el mundo. Abrir vías nunca antes imaginadas por la ciencia. Mejorar la vida de miles de millones de seres humanos. Demostrar que él tenía razón y todos los demás se equivocaban. Sin quererlo, se encontró meditando morbosamente en la logística del sacrificio. No podía ser un varón adulto. Él ya no era joven y estaba frágil por el estrés y las privaciones. Las mujeres tampoco son una presa más fácil, se dijo, reprendiéndose por su machismo. Quizá podría drogar a la víctima, para secuestrarla, pero no se atrevía a tenerla drogada durante el rito… ¿Y si eso alteraba el efecto de algún modo? ¿Y si mataba a alguien para nada? Tendría que ser alguien a quien pudiera dominar físicamente, al menos durante el ritual propiamente dicho.

Se decidió solo diez días antes de la fecha límite, cuando ya llevaba un mes de ayuno y ascetismo. Lo hizo en un parque, en el otro extremo de la ciudad respecto a su casa para no levantar sospechas. Los nervios le daban desagradables calambres en el estómago mientras esperaba, emboscado, con una bolsa negra para la cabeza y un pañuelo empapado en cloroformo. Sin duda, en los diez días en que iba a tener al sacrificio ayunando y encerrado tendría tiempo de purgar una pequeña cantidad.

Esperó, sintiendo el sudor frío bajarle por la espalda, hasta que el sacrificio estuvo solo, recorriendo los caminos del parque sin compañía alguna, sin nadie que pudiera oír el forcejeo. El sacrificio. No le gustaba usar términos como “la víctima”, o “esa persona”, o “él”. Mejor el sacrificio. Era más aséptico, y además era verdad: un mal necesario, algo de lo que se iba a desprender sin quererlo, y que le iba a costar mucho. Se podía incluso decir que le iba a doler a él más que a la víctima. Eso es, se dijo, tensándose ante la aproximación del sacrificio. Esto me duele más a mí que a ti.

Fue todo muy rápido, pero sorprendentemente difícil. El sacrificio estuvo a punto de librarse del abrazo nervudo del anciano, aún con el saco encajado hasta los hombros. Solo el cloroformo salvó a Armstrong del fracaso, y potencialmente de la cárcel. Cuando la víctima estuvo flácida en sus manos, la arrastró hasta la furgoneta, donde la inmovilizó cuidadosamente con cuerdas de nailon, esposas y correas de cuero. No podía arriesgarse a que escapara o se liberara durante la próxima semana y media, así que tenía que ser muy cuidadoso. Pero los nervios le traicionaban. Le temblaban las manos violentamente mientras ceñía las correas y tensaba los nudos, y le castañeteaban los dientes. Se sentía casi febril, empapado en sudor frío, y cuando terminó se vio obligado a vomitar, con la bilis subiéndole por la garganta como una inundación. Afortunadamente, tuvo la presencia de ánimo suficiente para hacerlo dentro de la furgoneta y no en el suelo del parque. Lo último que necesitaba eran pruebas de ADN que lo relacionaran con el lugar de un secuestro.

El sacrificio era un chico de unos diez años. Se pasó los siguientes diez días atado en uno de los corrales del matadero, donde Armstrong solo le daba de comer algunas galletas y agua cada anochecer. El rito exigía que el sacrificio ayunara también, y, una vez decidido a llegar hasta el final, Armstrong no pensaba saltarse ni uno solo de los pasos, por pequeño que fuera. Si iba a matar a un ser humano, no pensaba arriesgarse lo más mínimo a que no valiera la pena. La vida de aquel niño, como le susurró una noche tras la puerta metálica del corral después de volver a atarlo, iba a comprar una edad de oro para la humanidad, un futuro de progreso y esperanza. Deberías alegrarte, le dijo. Esto me duele más a mí que a ti.

Y por fin, Saturno, Júpiter, Sirio, Aldebarán y las Híades ocuparon sus posiciones. La oscuridad en el interior del matadero era total, rota solo por las pálidas llamas de vela que Armstrong iba encendiendo una por una en el perímetro del diagrama trazado con tiza en el suelo. Los ganchos y cadenas que colgaban del techo reflejaban la luz por entre la herrumbre, amenazantes. Armstrong se encontraba en medio de una negrura casi absoluta, como la del vacío del espacio, con estrellas lejanas y titilantes. Tampoco se oía una mosca, ni el bullicio de la calle y los coches, ni el chirriar de los insectos. Armstrong se había ocupado de insonorizar perfectamente el edificio con el dinero del crédito.

Desnudo, se había cubierto el cuerpo escuálido y tembloroso con marcas y símbolos, tal y como describía el ritual, de un pigmento azul pastoso, de ligera fosforescencia y olor nauseabundo, que había tenido que elaborar personalmente en el cuarto de baño de su casa. En la mano derecha, un folio de impresora con las invocaciones escritas fonéticamente. En la otra, un cuchillo de hueso y obsidiana que había tenido que encargar a un artesano maya de Guatemala. A sus pies, atado y amordazado, el sacrificio. Era medianoche; Armstrong llevaba meses practicando las técnicas que le permitirían calcular mentalmente el paso del tiempo con precisión para comenzar el rito en el momento exacto, ya que no podía llevar reloj. Se llenó los pulmones de aire y comenzó, con un temblor en la voz.

–          ¡Kyriê metakosmikê, agenitos, athanatos, asarkikos, apneumatos, apsikykos, theos agnôtos, agnômôn, akharikôn, aeleisôn, akhroniôn, iao, iao, iao!

La hoja de obsidiana trazó la forma de una de las marcas sobre su pecho, dejando escurrir la sangre sobre la cara de la víctima, que lloraba inmovilizada. Solo se oía la voz de Armstrong resonando como truenos en las paredes de hormigón del matadero.

–          Numen arcanum et dirus, sive deus, sive dea, de profundiis ego uos evoco, hoc hostibus eximia, veni, veni, veni, venias!

Un nuevo corte y más sangre de Armstrong goteando sobre el rostro sollozante de la víctima. Y entonces se alzó el cuchillo, el cristal volcánico resplandeciente a la luz de las llamas, y el anciano comenzó la parte final del ritual:

–          Veni, veni, veni, venias! Iao, iao, iao! Iä! Iä! Ngha! Nghaii! Ra-shdraga ghak khagha mnargh gerrj in! Iä! Iä! IÄ!

Con el último grito, exhalando todo el aire de los pulmones, bajó el cuchillo, hundiéndolo profundamente en la garganta del sacrificio, justo sobre las clavículas. Un rugido profundo y ronco le llenó los oídos, pero no sabía si era parte del ritual, o la sangre bullendo en sus venas. Se sintió rugir como un animal salvaje, levantando la hoja de obsidiana para hincarla de nuevo en el cuello del niño, salpicándose de sangre, que manchaba también el suelo de hormigón y las marcas de tiza.

–          Iä!Iä!Iä!- cada grito una puñalada- Iä!Iä!Iä!

Pese al calor de la sangre que lo empapaba, un frío mortal le atenazaba los huesos y la piel expuesta. El trueno de sus oídos no disminuía, sino que aumentaba cada vez más. Ahora vibraban las paredes y oscilaban las llamas de las velas, y su caja torácica resonaba como el parche de un tambor. Una presión brutal le asaltó las sienes, como si alguien estuviera aplastándole la cabeza con unas tenazas de hierro.

–          Iä! Iä! Iä!

El aire del interior del matadero vibraba como una colmena enfurecida. Las velas se apagaron todas de pronto, sumiendo la sala en la oscuridad y el frío. El trueno se fue convirtiendo gradualmente en un aullido agudo y salvaje, un chillido que perforaba los tímpanos y roía los nervios. Armstrong se vio sacudido por un temblor incontrolable, a medida que una presencia inundaba el matadero, invisible pero indudablemente dominante, extendiéndose de pared a pared como una marea incontenible. Un olor nauseabundo, a carroña y a cerrado, a muerte, podredumbre y fermentación, llenó el aire.

El anciano cayó de rodillas junto al cadáver del niño. Temblaba y sudaba, echando espuma por la boca como un perro rabioso, y su boca se movía por sí sola, emitiendo gruñidos perversamente articulados, palabras arcanas que él desconocía, pero que pronunciaba de todos modos bajo la mirada invisible de aquella cosa que había invocado.

–          Ghaa, greerhg-shkaa, shaghra megr, nghurk, nghakaah ghnyeee, Iä!

Mientras su carne se disolvía junto con la de la víctima, sintió la mente del ser tocar la suya, no conscientemente, sino por su misma magnitud, que desbordaba sus límites e inundaba su cráneo con la indiferencia de un tsunami. Sintió la abismal antigüedad y la insondable otredad de aquellos pensamientos, la ironía sádica y la malevolencia infinita de un ser para el que él, Armstrong, no era más que una mosca atrapada en la miel, un bicho sin más valor que su entretenimiento. ¿Cómo iba nadie a tener poder sobre una cosa así? ¿Cómo iba hechizo alguno a vincular u obligar a nada a un ser como aquel, que había contemplado el Big Bang con ojos indiferentes? Aquello no era una invocación. Era un anzuelo, y el pescador venía a ver qué había picado.

Cielo Vacío

Dios ha huido y el cielo está vacío.

Vacío no. Ocupado. Como Irak o como Afganistán. Cuando rezamos, quien recibe las oraciones en el cielo ya no es un ángel, ni Dios, sino un demonio que se ríe y se limpia el culo con ellas. Los ángeles están aquí, en la Tierra, haciendo lo que pueden por salvarnos. Como los guerrilleros vietnamitas o colombianos. No lo están haciendo muy bien, pero es que lo tienen todo en contra. Satán está a punto de ganar, y solo nosotros podemos ayudar a los ángeles a salvarnos. Ayudarnos a nosotros mismos.

Cuando yo era pequeña todos los niños de la calle de Miami lo sabían. Nos contábamos las historias en los albergues y en los refugios o, cuando la cosa estaba muy mal, en corro debajo de los puentes o en los parques. No se podía dejar que los adultos lo supieran, porque muchos son peones del diablo, aunque no lo sepan. Solo nosotros podíamos salvar a la humanidad, y eso nos mantenía fuertes y unidos. Una vez me contaron que no éramos los únicos. En Seattle y en Milwaukee también se contaban las historias, se transmitía el nombre secreto de la Dama Azul y la forma de protegerse de Bloody Mary, y de reconocer a los demonios de incógnito. Algún día seríamos lo bastante fuertes para echarlos de la Tierra y, quizá, recuperar el cielo.

Pero eso se acabó. Ya tengo dieciséis años, y todos los demás han olvidado. La mayoría de los chicos ahora van con International Posse o The Murda Grove Boys; las chicas hacen la calle. Ya no recuerdan el nombre secreto ni que no hay que dejar que Bloody Mary te vea la cara. Ya no luchan por los ángeles, sino que se han vendido a las bandas controladas por Satán. Si los niños más pequeños recuerdan, no me dicen nada. Por lo que yo sé, estoy sola.

Bueno, sola del todo no. Tony está conmigo. Tony es mi enlace con los ángeles. Dice que tienen un campamento secreto en los pantanos, protegido por cocodrilos albinos como los que cuentan que hay en las alcantarillas de Nueva York. Él me trae las noticias del frente y a veces me hace encargos, pequeñas cosas que puedo hacer para ayudar a los combatientes, porque ellos no pueden mezclarse libremente con la gente. Los demonios sí. Los he visto disfrazados, hablando con políticos y gente rica y jefes de bandas. Pero los ángeles no se disfrazan a no ser que no quede más remedio. No sé por qué.

Hace poco estaba sentada en un banco del parque Juan Pablo Duarte, con un perrito caliente que había comprado en un puesto callejero con la limosna de la mañana. La mostaza me caía por la barbilla y me manchaba la camiseta, pero me daba igual. Una mancha más no se iba a notar. De pronto, Tony estaba sentado a mi lado, con las piernas cruzadas como uno de esos sabios indios. Los de la india, no los nuestros.

–          ¿Tienes que aparecerte así? ¿No puedes venir caminando como las personas normales?

Él se encogió de hombros, suspirando como si soportarme fuera una gran carga.

–          En algún sitio me tendré que aparecer. Y no soy una persona normal.

–          Desde que te mataron, lo que eres es imbécil.

Tony está muerto, no lo había dicho. Es un fantasma. Los fantasmas de la gente buena, de alguna, ayudan a los ángeles a luchar contra los demonios y recuperar el cielo. Yo había conocido a Tony cuando estaba vivo, solía quedarse en el mismo albergue que mi madre y yo, y se ocupaba de mi cuando ella estaba borracha o colocada. Calculo que cuando le pegaron el tiro debía tener veintipocos años. Yo tenía siete, y estaba delante cuando ocurrió, pero eso es otra historia.

–          ¿Qué tal te va, Rosa?

–          Bien –mentí, encogiéndome de hombros y masticando lo que quedaba del perrito-. Me las arreglo. Hay un señor cerca de Omni que me deja quedarme en su casa un par de veces a la semana.

–          ¿En su casa o…?

Me encogí de hombros, sin contestar. Tony ponía esa cara, con la frente arrugada y la boca torcida, como si fuera mi padre. Supongo que los padres pondrán esa cara,  no sé. Una vieja que paseaba a un niño muy rubio se me quedó mirando como si estuviera loca. Claro, ella no veía a Tony. Para ella era una mendiga colocada hablando sola. Le saqué la lengua y echó a correr como si le hubiera enseñado una pipa.

–          ¿Qué tal va la guerra?

–          Como siempre. Por cada paso que damos, retrocedemos otro. Por suerte la cosa no está tan mal como cuando tú eras pequeña, con la explosión de bandas de los noventa, pero podría irnos mejor.

Me limpié las manos de mostaza en los vaqueros rotos y asentí con la cabeza. Siempre la misma historia. Si los ángeles se las arreglaban para que un barrio mejorase y se controlaran los problemas de drogas y violencia, los demonios se ocupaban de convertir otros dos en agujeros de miseria y crimen. Los ángeles solo me tenían a mí, y puede que a los niños, mientras que Satán tenía en el bolsillo a los ricos, las bandas, los policías y los políticos. ¿Cómo íbamos a ganar?

–          Escucha, me han dado un encargo para ti. ¿Lo harás?

–          No sé, mis carteras de inversión y los cuatro másters que estoy estudiando no me dejan mucho tiempo libre…

–          ¿Me vas a decir ahora que solo haces esto porque no tienes nada mejor de lo que ocuparte? ¿Después de diez años?

–          No sé si te he dicho ya que te has vuelto un imbécil desde que te pegaron el tiro. ¿No sabes lo que es una broma?

Me levanté del banco, tiré el papel del perrito en un cubo de basura y eché a caminar, tratando de hacerme una coleta con el pelo grasiento y enmarañado. Llevaba más de dos semanas sin lavármelo, porque el señor de Omni apenas me deja usar la ducha. Tony me siguió un momento sin decir nada, hasta que llegamos al paso de peatones que hay entre la Avenida 17 Noroeste y la calle 28. Allí, mientras esperábamos a que aflojara el tráfico, volvió a preguntarme.

–          ¿Quieres saber el encargo o no?

–          Dime.

–          Hay un tipo. Se llama Fernando Ramírez, y es un testigo importante en un caso contra los Murda Grove Boys.

–          ¿Qué pasa con él?- empecé a cruzar la calle, para recorrer la calle 28. En realidad no iba a ningún sitio, pero no me gusta estarme quieta mucho tiempo. Los demonios te pueden localizar si no te mueves.

–          Quieren matarlo. Los demonios se han reunido esta mañana y han decidido cargárselo para que no pueda testificar. Queremos que le ayudes.

–          ¿Cómo? No sé si te has dado cuenta, pero soy una vagabunda huérfana de dieciséis años. ¿Qué esperas que haga?

Tony me miró desaprobador de nuevo. Mientras pasábamos delante de los edificios grises de una o dos plantas, con sus techos de metal recalentado por el sol de Florida, la gente se apartaba a nuestro paso como si le fuéramos a pegar algo. La mayoría me miraba como si estuviera loca.

–          Encontrarás una cartera con dinero y la llave de un motel en el tercer sillón de la izquierda según entras del comedor  del McDonald´s de la Séptima Noroeste. Llévatelo allí y mantenlo a salvo hasta el jueves. El viernes por la mañana tiene que declarar.

–          ¿En la Séptima? ¿No había algo más cerca, no sé, Londres?

–          No te quejes. Tampoco es que las carteras de inversión te quiten mucho tiempo.

–          Imbécil.

No me contestó. La verdad es que no era tan lejos, pero no tenía más dinero y no me apetecía ir hasta allá andando. No es lo mismo pasear tranquilamente que ir a un sitio determinado. Lo que tiene una que hacer por liberar el cielo.

–          ¿Cómo encuentro al tipo?

–          Lo van a matar en su casa, esta noche a las doce. Vive en la Tercera Suroeste, la cuarta casa si vienes desde la 37 Suroeste. Una pequeña.

–          Estás decidido a hacerme caminar, ¿eh?

–          Está casi al lado del McDonald´s, no seas quejica. ¿Vas a hacerlo o no?

–          Sí. ¿Cómo me voy a negar?

Así que esa misma tarde me encontré deslizándome en el aparcamiento del McDonald´s, pasando por debajo del enorme cartel de plástico de Central Shopping Plaza, con sus anuncios de Kmart, Winn Dixie  y Walgreens, y el último de abajo, que no es más que unos tubos de neón fundidos porque alguien lo arrancó hace un montón de tiempo y no lo han arreglado. Siempre me ha hecho gracia que el cartel de Blockbuster esté aparte, como si se les hubiese ocurrido luego.

Estuve merodeando un rato por los alrededores del edificio color rojo ladrillo del McDonald´s, sin decidirme a entrar. Un guardia de seguridad del aparcamiento me gritó que me fuera un par de veces, así que cuando lo vi dispuesto a venir a meterse conmigo entré en el comedor. Sobre el mostrador había un cartel amarillo que nos invitaba a probar la nueva limonada de fresa helada. ¿Cómo puede ser de fresa una limonada? Remoloneé otro poco fingiendo que miraba el menú, aunque en realidad estaba buscando el asiento que me había dicho Tony. Allí estaba, justo de donde un tipo gordo de cuarenta y pico se acababa de levantar para meterse en el baño.

Sabía que si alguien me veía coger la cartera iban a creer que era una ladrona. No iba a servir de nada que les dijera que la habían puesto ahí para mí los ángeles, y que un amigo muerto hacía nueve años me había dicho que la cogiera para cumplir una misión en la guerra contra los demonios. Me habrían tomado por loca.

Así que fingí que se me caía el folleto con el menú al lado del asiento, me agaché para recogerlo y rápidamente me metí la cartera en el bolsillo de la chaqueta. Salí del McDonalds sin mirar atrás, como si fuera lo más normal del mundo, y justo cuando llegaba a la puerta, escuché cerrarse de golpe la del cuarto de baño. Si el tipo creía que la cartera era suya y sumaba dos y dos, se podía armar un escándalo. Miré a ambos lados. Ni rastro del guardia de seguridad.

Me metí en el jardín a la izquierda de la puerta y eché a correr medio agachada por entre las palmeras, pasando por debajo de la misma ventana de las cocinas. Si alguien se asomaba me podría ver, pero desde el aparcamiento me ocultaba a la vista el cartel de tela que habían puesto en la valla del jardín, anunciando la dichosa limonada de fresa. Por suerte, nadie se asomó. Salté por el otro lado, me metí en la gasolinera Chevron y crucé la 37 para sentarme a la sombra de un árbol, en el suelo, a un par de metros del Burger King. Ya era bastante difícil que nadie fuera a relacionarme con el robo del McDonald´s. Que no era un robo.

Me quité la chaqueta y la dejé en el suelo junto a mí, sobre la hierba. Da un calor horroroso durante el día, pero por la noche es lo único que tengo para dormir, y a veces refresca bastante. Saqué la cartera del bolsillo donde la había escondido: dentro estaba la llave y un buen fajo de billetes. Al menos la habitación era en el Residence Inn del aeropuerto, que no estaba muy lejos. Conociendo a Tony, me podía haber mandado al puñetero Jacksonville.

Decidí usar la habitación de campamento base mientras pensaba el resto del plan. Además, tenía unas horas. Vale, admito que quería echar una cabezada y lavarme un poco. ¿Quién sabe cuándo volveré a tener una cama de verdad y agua caliente? Gratis, por lo menos. También quería asegurarme. Me rondaba por la cabeza que el tipo gordo podía perfectamente ser el dueño de la cartera. Tony me había dicho que la encontraría allí, sin más, pero a saber si algún ángel había hecho que se le cayera del bolsillo al gordo. Ellos pueden hacer ese tipo de cosas, creo. Total, que igual cuando volviera esa noche con el tal Ramírez estaba la reserva cancelada, y nos paraba la poli en la puerta. Si eso pasaba (y qué mal quedaría Ramírez, presentándose en un motel con una chica de mi edad…) quería al menos tener la habitación un ratito. Una chica puede soñar.

Así que me duché, dormí un rato, cené un taco de otro puesto callejero con lo que había en la cartera (podía haber ido a un sitio mejor, pero no quería gastarlo todo) y me presenté en la Tercera Suroeste a las doce menos cinco. La verdad es que quería haber llegado antes, pero dormí más de la cuenta. ¿Quién puede culparme? Llevaba años sin tener una cama limpia para mí sola.

La casa era bastante pequeña, la verdad, aunque tenía un buen jardín, con setos y palmeras tras los que ocultarme. Estaba pensando en qué decirle a Ramírez para que viniera conmigo sin sonar como una yonqui loca, tratando de decidir si llamar al timbre o entrar por una ventana, cuando la vibración de unos bajos hizo temblar hasta las mismas hojas de las palmeras. Sonaba reggaetón a todo volumen, a lo lejos, y se acercaba. Los Murda Grove Boys. Mierda.

Tiré una piedra por la ventana de atrás y entré arrastrándome. Me desgarré los pantalones y me raspé la piel, pero por suerte no me hice sangre. Estaba en un salón. Cuando conseguí ponerme de pie, había un tipo joven, con el pelo negro y cara de asustado, en pijama. Tenía un bate de béisbol en la mano, y los nudillos blancos. Dio un paso hacia mí, entre amenazante y asustado.

–          ¿Eres Fernando Ramírez?- chillé en español. Eso lo detuvo, pero no lo tranquilizó. El reggaetón empezaba a oírse ya desde el interior de la casa. Bajó un poco el bate, confundido.

–          ¿Quién eres tú?

–          ¡Vienen los Murda Grove! ¡Ven conmigo!

–          ¿¡Pero qué?!

–          ¡Que vengas! – lo agarré de la camiseta y tiré de él hacia la ventana, desesperada. Si los Boys nos encontraban nos iban a matar a los dos, y los demonios habrían ganado otra batalla. Otra más.

Ramírez forcejeó, pero por suerte no se le ocurrió usar el bate contra mí. Todavía no sé qué le convenció, si fui yo, mi cara de desesperación, o el derrapar de los coches de los Murda Grove, que ya estaban quemando rueda en la esquina de la Tercera con la Treinta y Siete. Echamos a correr, salimos por la ventana que yo había roto, y cruzamos el barrio a ciegas, intentando sencillamente poner tierra de por medio entre la casa y nosotros. Mientras corríamos oímos los primeros gritos en espanglish y los primeros tiros al aire. Desde luego, no tenían pensado hacer esto discretamente. Querían que todo el mundo se enterara de qué les pasaba a los que declararan contra los Murda Grove Boys.

Nos detuvimos, jadeando, en el aparcamiento de camiones de la Cuarta noroeste. No era muy lejos ni era seguro, pero Ramírez estaba histérico, y yo estaba muy cansada. Desde donde estábamos oíamos los gritos y los tiros. Me imagino que ya se habrían dado cuenta de que Ramírez no estaba en casa. Con la lengua fuera, volví a tirarle de la camiseta del pijama.

–          Vamos. Van a encontrar la ventana rota y buscarnos, no son idiotas.

–          ¿Se puede saber quién eres? ¿Por qué estás…?

–          No te lo creerías. Tú hazme caso, te llevo a un lugar seguro.

–          ¿Cómo sé que no…?

–          ¿Qué no estoy con ellos? Porque no les he dejado pegarte un tiro en la puerta de tu casa, hombre. ¡Vamos!

Corrimos un poco más, hasta que me acordé de la cartera que aún llevaba en la chaqueta. Paramos tres taxis, pero ninguno quiso llevarnos, al ver las pintas que llevábamos, y sobre todo el bate. Le dije a Ramírez que lo tirara, pero no quiso. Al final, el cuarto taxi aceptó llevarnos si lo metíamos en el maletero. El tipo tenía una separación de cristal entre su asiento y el del pasajero, micrófono, cámaras y de todo, aparte de una estampa de la Virgen de Guadalupe en el salpicadero. Aquello era un tanque.

Le di la dirección del Residence Inn y nos miró con mala cara, pero no dijo nada. Media hora después estaba sentada en el suelo, con Ramírez en la cama mirándome con incredulidad. Habíamos tenido que dejar el bate escondido entre los setos, en el jardín que hay junto a la puerta del hostal.

–          ¿Me estás diciendo que los Murda Grove se han enterado de que voy a testificar? Pero si solo lo sabe la policía… ¡Tengo que llamarlos!

–          ¿Es que no me escuchas?- me enfadé-. Satán los avisó. Las bandas están controladas por los demonios. La poli también.

–          No me vengas con esas. Además, ¿cómo te has enterado tú?

–          ¡Ya te lo he dicho!

–          ¿Ángeles y fantasmas y demonios? ¡Tú eres una loca!

Le clavé los ojos, cabreada, poniéndome de pie. No le llegaba ni a la barbilla, porque era bastante alto para ser hispano, pero estando sentado yo quedaba por encima, y se echó atrás en la cama. Estuve a punto de darle una bofetada.

–          Soy una loca que te ha salvado la vida y te ha traído aquí para que no te maten, así que respétame, ¿está claro?

Se tragó lo que quiera que fuera a responderme y refunfuñó por lo bajo, así que pasé de él y me fui al baño. Mientras estaba sentada, viéndome las ojeras y la cara de cansancio en el espejo, me vino una idea a la mente. Me puse pálida de repente, sentí un nudo formarse en el estómago y un sudor frío bajarme por la espalda. Apreté los dientes para evitar que me temblara la barbilla. ¡Bloody Mary! ¿Cómo podía haberme olvidado de Bloody Mary?

Estuve a punto de decirlo en alto, y me mordí la lengua tan fuerte que estuve a punto de hacerme sangre. No se puede decir su nombre delante de un espejo, porque si lo dices tres veces viene para matarte. Me subí los vaqueros y salí del baño casi histérica.

–          ¡Ramírez! ¡Levanta!

Él se había quedado adormilado en la cama, y me miró confundido, incorporándose sobre un codo. Le tiré una de sus propias zapatillas para obligarlo a levantarse.

–          ¡Tienes que ayudarme!

–          ¿Qué pasa? ¿Más fantasmas?

–          Ayúdame a quitar los espejos de la habitación.

–          ¿Qué dices?

–          ¡Ayúdame!- le grité, subiéndome a la cama y casi pisoteándolo para llegar al pequeño espejo redondo que había sobre la cabecera.

–          ¿A qué viene eso? ¿Qué haces?

Descolgué el espejo y lo puse boca abajo en la mesilla de noche, luego le tiré de la manga para que me ayudara con el del baño. Como con todo lo demás, me ayudó sin hacer más que rezongar un poco; bastaba presionarlo para que obedeciera. No me extrañaba que se hubiera mezclado con bandas.

–          Tenemos que llevar los espejos abajo y tirarlos. Romperlos dentro del contenedor de basura.

–          ¿Pero me quieres decir por qué?

–          No se puede decir su nombre delante del espejo. Es la aliada de los demonios. Llora sangre y recorre la ciudad por la noche buscando niños que matar.

–          ¿Ahora nos va a atacar La Llorona? ¡Venga, hombre!

–          ¡Ni se te ocurra soltar el espejo! ¡Y no la nombres!

Bajamos el espejo del baño por la escalera de incendios, rezando para que nadie nos viera. Lo dejamos en el contenedor, en vertical, y obligué a Ramírez a envolverse la mano con mi chaqueta y darle un par de puñetazos para romperlo sin hacer mucho ruido. Hubiera preferido tirarlo al suelo o golpearlo contra el borde del contenedor, pero no podíamos arriesgarnos a que nos pillara el personal del Residence Inn. Hicimos lo mismo con el espejo pequeño de encima de la cama, y con uno de mano que encontré en la mesilla de noche. Cuando volvíamos arriba, me quedé un rato parada delante del que había en el pasillo.

–          ¿Qué haces?

–          Deberíamos romper este también.

–          ¿Qué dices?

–          Y si hay uno en el ascensor también.

–          Ni se te ocurra. Bastante he aguantado tus locuras ya, pero no pienso…

Le clavé una mirada de las mías y se tuvo que callar. Me picaban las puntas de los dedos de ganas de destrozar todos los espejos del edificio para evitar que ella entrara, pero Ramírez tenía razón. Si lo hacíamos armaríamos un escándalo, vendría la poli, y no habría forma de que él declarara, ni de permanecer escondidos en el hostal. Me dije que estaba siendo paranoica. Bloody Mary te atacaba cuando estabas delante de un espejo, nunca se alejaba mucho de ellos. No iba a cruzar todo el pasillo para matar a Ramírez. Lo único que teníamos que hacer era salir por la escalera de incendios el viernes por la mañana.

–          ¿Me quieres explicar de qué va todo esto?- me dijo él una vez volvimos a la habitación y me hube asegurado otra vez que no había un solo espejo.

–          Es…- bajé la voz, como si pudiera oírme- Bloody Mary. Se mueve a través de los espejos. Si dices su nombre tres veces delante del espejo viene y te mata.

–          ¡Eso es una leyenda urbana, un cuento de miedo! Ni siquiera los niños pequeños se lo creen.

–          Es verdad. Yo he visto los cristales rotos cerca de donde han muerto los que la han llamado. A veces puede venir también aunque no lo hayas hecho, si alguien se lo pide. Como los Murda Grove no te han pillado, Satán podría haberla llamado a ella.

Ramírez se levantó de la cama donde se había vuelto a sentar y se llevó las manos a la cabeza, exasperado. Sacudía la cabeza como si le estuviera contando alguna locura sin sentido.

–          ¿Pero qué tiene que ver Satán con Bloody Mary?

–          Son aliados. Ella fue la que le ayudó a entrar en el cielo para conquistarlo cuando Dios huyó. No pudo soportar ver todo el mal que hay en el mundo.

–          ¿De qué demonios hablas?

–          Tú no conoces las historias- le dije con desprecio-. Eras un niño rico, ¿verdad? Tenías casa propia, no ibas de albergue en albergue. Seguro que hasta fuiste al colegio. Nadie te contó cómo protegerte, ni te dijo el nombre secreto de la Dama Azul.

Él se dejó caer en la única silla de la habitación, con la cabeza entre las manos. Se la apretaba como si sintiera que le iba a estallar en cualquier momento.

–          Todo esto es una locura. No entiendo nada… hace hora y media me iban a matar por testificar y ahora me estás hablando de guerras mitológicas, de la Llorona y de una mujer de azul.

–          Ella es la única que puede salvarte de Bloody Mary – le dije, sentándome a mi vez en la cama-. Si la llamas por su nombre secreto cuando estás en peligro viene para salvarte. Si Bloody Mary ve tu cara puede encontrarte estés donde estés, así que es la única oportunidad que tienes de salir vivo.

Ramírez hundió los hombros, derrotado. Creo que seguía sin creerse nada, pero los nervios estaban pudiendo con él y estaba dispuesto a rendirse y aceptar cualquier cosa con tal de que lo dejara en paz.

–          De acuerdo, ¿cuál es el nombre?

–          No se puede revelar a los adultos.

–          ¡Tú lo sabes!

–          Cuando me lo dijeron era una niña. Bueno, y legalmente todavía lo soy.

–          ¡Vete a la mierda!

–          De nada por salvarte la vida, imbécil.

–          Me acabas de decir que la puñetera Bloody Mary me va a matar de todas formas porque no me quieres decir el nombre secreto de otro maldito personaje de cuento.

–          No he dicho que te vaya a matar- respondí, satisfecha de mí misma-. Hay otras formas de protegerse, y te las puedo enseñar.

–          ¿Ah, sí? ¿Cuáles? A ver con qué me sales ahora.

Le dije lo que tenía que hacer, cómo fabricar las protecciones y cómo situarlas para que Bloody Mary no lo pudiera atacar, ni siquiera si había visto su cara. No las puedo poner aquí porque dicen que si se escriben pierden su poder. No sé si es verdad. Quiero decir, ¿cómo haces la prueba? Igual alguien lo hizo con una sola de las protecciones y por eso dejó de funcionar y ya no se enseña. Da igual. Le enseñé a Ramírez las que sabía.

–          Vamos a estar aquí una semana. Tú no puedes salir, porque si alguien te ve y avisa a los demonios, te matarán igualmente y no habremos avanzado nada. No pienso permitir que los ángeles pierdan la batalla por mi culpa.

–          Ah, ¿ahora hay ángeles también?

–          Cállate y escúchame. Yo saldré a comprar comida y esas cosas, tengo algo de dinero. No preguntes, escucha. Cada vez que yo cierre esa puerta pondrás las protecciones tal y como te he enseñado, sin olvidarte absolutamente nada. Si te olvidas de algo estás muerto. ¿Entendido?

–          Sí, sí.

–          Y aléjate de los espejos. No quiero que salgas ni siquiera al pasillo. Todas las protecciones del mundo no sirven de nada si pasas delante de un espejo y Bloody Mary te está buscando.

–          Vale, vale – me dijo, encogiéndose de hombros-. Lo que tú digas.

–          ¿No me crees?

–          Eh, sí, de verdad.

No me creía. Lo agarré por los hombros y pegué mi cara a la suya, mirándole a los ojos. Torció el gesto. Supongo que no me huele el aliento a rosas.

–          Me da igual que no me creas siempre que me obedezcas. Esto es una guerra, y tú eres un soldado aunque no quieras. Supongo que eso me convierte a mí en sargento. Ahora repíteme todas las instrucciones que te he dado.

Me maldijo durante un rato, pero al final se rindió y obedeció. Le hice repetirlo tres veces más antes de dejarlo ir a dormir, casi a las cuatro de la mañana.

Durante la semana se portó bastante bien. Yo salía a comprar raciones de supervivencia, que calentamos en un hornillo que compré en una tienda de artículos de monte, aunque la cajera me mirara con mala cara. No le dejé llamar a nadie ni salir de la habitación, y por la mayor parte obedeció, aunque un par de veces rezongaba que lo había secuestrado. Cada vez que volvía tenía las protecciones perfectamente colocadas, aunque yo las revisaba solo por si acaso. El martes, al volver, lo pillé en el pasillo, aunque lejos del espejo, y le eché una bronca impresionante, como las de mi madre cuando estaba borracha y yo era pequeña. Luego estuvimos discutiendo toda la noche.

Tuvimos otra discusión el miércoles, porque Tony vino a ver qué tal iba la operación y Ramírez se empeñó en que ahí no había nadie y yo estaba hablando sola. No entendía que obviamente no podía verlo porque es un puñetero fantasma. Solo se me aparece a mí. ¿A santo de qué se le va a aparecer a otro?

En fin, lo peor vino el jueves por la noche, cuando ya solo quedaban unas horas. Yo intentaba no ir dos veces a la misma tienda a comprar la comida, para que no pudieran fijarse en mí e identificarme si la poli o las bandas venían preguntando, así que a veces tardaba bastante en volver al hostal. El jueves pasé por delante de un mural pintado a graffitti en una pared, que representaba a la Dama Azul, con su rostro ovalado y los ojos enormes, piadosos, sonriendo mientras salvaba a un niño, acurrucado entre unos contenedores, de unos pandilleros con cuernos y garras. La Dama llevaba una pistola en cada mano y estaba disparando sobre los pandilleros. La imagen me reconfortó. Si todo salía mal, siempre podíamos contar con ella. Ya solo quedaba pasar la noche.

Entré a través de la escalera de incendios, como siempre, pero en cuanto llegué al pasillo toda mi confianza se fue al infierno de cabeza. Me paré en seco y sentí erizárseme todos los pelos del cuerpo. Empecé a temblar como si tuviera fiebre, de los puros nervios, y dejé caer todas las bolsas. El espejo del pasillo estaba roto, hecho añicos que cubrían la moqueta hasta la pared opuesta. Como si algo lo hubiera atravesado desde dentro.

–          ¡Ramírez! – chillé.

Dejando las bolsas, eché a correr hacia la puerta de la habitación. Estaba forzada, y se abrió de un empujón. Automáticamente busqué las protecciones. No estaban. ¡No estaban! La puerta del baño estaba abierta, así que me precipité hacia allí, pero apenas llegué retrocedí gritando, histérica, resbalando mientras reculaba hacia la puerta del pasillo. Estuve a punto de caer al suelo, me medio incorporé a cuatro patas y salí corriendo pasillo abajo, hacia las escaleras. Me caí, rodé, me levanté sangrando por la nariz, seguí corriendo, crucé el vestíbulo, me tiré contra las puertas de cristal y huí del Residence Inn sin mirar atrás, con la cara convertida en una máscara de sangre, lágrimas y mocos.

Ramírez estaba muerto en el suelo, cosido a cuchilladas. Y por encima de él una figura de espaldas, una mujer alta con una túnica blanca y un velo que le caía por la espalda, manchados de sangre. Bloody Mary. Pero eso no es lo peor. Eso  no es lo peor.

Estoy escribiendo esto escondida. No voy a decir donde por si alguien lo encuentra. No quiero que me encuentren. No sé qué voy a hacer. No sé qué hacer. Trato de llamarla, pero no puedo. No puedo, no puedo, no puedo. No recuerdo el nombre. No recuerdo el nombre secreto de la Dama Azul, la única que puede salvarte de Bloody Mary. No recuerdo el nombre y eso significa que voy a morir.

Porque cuando llegué a la puerta del baño, Bloody Mary se volvió y me vio la cara.

Teniente: Hemos encontrado esto en los bolsillos de Rosa Martínez, 16, la vagabunda que apareció muerta en el cuarto de baño del Taco Bell de la Segunda Avenida Noroeste, escrito a lápiz en hojas arrancadas de un cuaderno escolar. El cuerpo apareció apuñalado y rodeado de cristales rotos del espejo del baño. Creemos que lo rompió ella misma. Hemos comprobado su historia: es verdad que Ramírez iba a declarar, y que desapareció la semana pasada cuando los Murda Grove Boys atacaron su casa. Apareció muerto en el Residence Inn el viernes por la mañana. La habitación estaba a nombre de la Iglesia Evangélica Pentecostal del Reverendo Jones, de Dallas, reservada por dos semanas. La Iglesia niega todo conocimiento. 

Shoka Dhazga

Las dos lunas se alzaban en el cielo nocturno, y los tambores resonaban a la luz de las antorchas. Dos docenas de bailarinas, cubiertas solo de joyas y plumas, danzaban en el estruendo, los pendientes de oro y los cinturones de turquesas reflejando la luz de las llamas. Los cánticos guturales del Shoka Dhazga, la gran fiesta lustral de Ghaneru, ponían contrapunto al golpear de los pies sobre el suelo de tierra batida y el entrechocar de los crótalos. El calor se elevaba de la jungla, sacudido por las mismas vibraciones de los tambores, y Largh Dheka, príncipe de la Ghaneru, hijo de los dioses y señor de la vida y la muerte contemplaba la danza con rostro impávido, como una estatua tallada en granito, las piernas cruzadas sobre el estrado de marfil y caoba, cubierto por una piel de pantera, que era el trono sagrado de su estirpe.

A su derecha, de brazos cruzados, estaba Khera Khesh, el hechicero de la corte, con el sudor brillando en su cráneo rapado y un collar de huesos de niños al cuello. Sonreía, porque esta noche era la noche de su triunfo. La noche en la que su poder sería confirmado, en la que nadie podría oponerse a su influencia sobre Largh Dheka y su posición como mano derecha del príncipe. Porque en la noche del Shoka Dhazga, según la antigua tradición pasada de generación en generación durante más tiempo del que nadie podía recordar, el príncipe tenía una obligación, y solo una. Cualquiera que esta noche acudiese ante él e hiciese una petición, cualquiera que esta fuese, sería satisfecho, siempre que ello no fuera contra las costumbres o la integridad del reino. Cada cinco años, los pobres desfilaban ante el príncipe pidiendo dinero, los que tenían algún agravio, justicia, y los delincuentes, el perdón. Los favores otorgados en el Shoka Dhazga a los cortesanos solían bastar para dar forma a las relaciones de poder en Ghaneru durante los siguientes cinco años.

Y Khera Khesh iba a hacer su movimiento hoy, por fin. Tras un lustro de maquinaciones e intrigas, de asesinatos y bajezas, le iba a bastar tan solo con formular su petición al príncipe: la mano de su hermana, Largh Mokha, en matrimonio. Khesh no tenía el más mínimo interés en la joven, naturalmente. Él era veinte años más viejo, y tenía un harén de trescientas concubinas traídas de todos los rincones del mundo, algunas de las cuales ahora le abanicaban con plumas de avestruz o le traían copas de cerveza helada. Pero Largh Mokha era la hermana gemela del príncipe, y en el reino de la magia, los lazos de sangre son los más fuertes de todos. Cuando Mokha fuese suya, Khera Khesh podría hacer con ella cuanto quisiera, según la antigua ley. Sería su verdadera esposa, no una simple concubina desnuda destinada a su servicio, sino la madre de sus hijos. Sería llevada a su torre de piedra, en el límite de la selva y el pantano, para vivir el resto de sus días en una jaula dorada de la que nadie la vería salir jamás, donde solo la visitarían sus esclavos.

Allí, oculta a ojos de todos, ¿cómo iba a quejarse de cualquier ritual, hechizo o vejación a la que su marido fuera a someterla? ¿Cómo iba a hablar al príncipe de la magia negra que tenía lugar tras aquellos muros? Incluso si lo intentaba, la ley antigua no daba ningún valor al testimonio de una mujer, y la pena por abandonar el harén sin permiso era la muerte. Una vez tuviese a Largh Mokha, no se escaparía, y a través de ella, Khera Khesh podría urdir cuantas brujerías quisiera sobre su hermano. El príncipe sería un esclavo de su voluntad, exactamente igual que Mokha, se inclinaría ante los más nimios deseos del brujo. Él reinaría verdaderamente, aunque otro se sentara en el estrado. Una sonrisa cruel le deformó los rasgos de buitre.

Las danzarinas continuaban evolucionando sobre el escenario, dando volteretas y palmadas, contoneando las caderas a la luz de las llamas, retorciéndose como serpientes en el centro del ruedo, coreando los rítmicos cantos de la fiesta y soltando de vez en cuando un aullido espontáneo, un sonido inarticulado de pura exultación. Los tambores batían cada vez más y más rápido a medida que la danza se acercaba al clímax, y Khera Khesh sonreía, al recordar otros aullidos, gritos menos alegres que había escuchado solo unos meses atrás. Los chillidos de angustia y dolor de los habitantes de la aldea de Muzhaga, arrasada hasta los cimientos por orden suya, las chozas quemadas, los niños degollados, los adultos empalados o crucificados en los árboles de la selva cercana, los ídolos de la aldea pisoteados y rotos a golpes de barra de hierro antes de arder hasta las cenizas.

Había tenido que hacerlo, aunque no usaba el “deber” como justificación. Había tenido que hacerlo y además le había gustado. Era una muestra del poder que ya tenía, y prefiguraba el que pensaba obtener esta noche: el poder de vida y muerte, de decidir con su capricho el destino de cientos o miles, de gobernar sin preocuparse de la moral o las tradiciones, solo de su propio placer. Aunque esta vez no había sido capricho: sus agentes le habían informado de que Largh Mokha, que ahora se sentaba al lado izquierdo de su hermano, evitando mirar hacia Khesh mientras sus esclavos le llevaban dátiles a la boca, tenía un amante en Muzhaga, un joven guerrero que, se decía, había sido designado como el próximo Portador de la Lanza de su tribu y por ende, un dignatario que no solo se llevaría a Mokha, sino que además podría amenazar el poder de Khera Khesh. No podía permitirlo, ni tampoco hacerlo asesinar, porque habría sido demasiado obvio, así que acusó a la aldea de practicar la magia negra y adorar a ídolos prohibidos. Solo su palabra bastaba, pero hizo a un esclavo colocar en el santuario de la aldea uno de los ídolos a los que el propio Khesh adoraba para dar verosimilitud a la escena. El esclavo fue asesinado junto con todos los demás, por supuesto, para que no hablase.

El trueno de los tambores arreció una última vez, y por fin cesó. Los heraldos, con pieles de gacela y bastones rematados por cuernos y plumas de vivos colores, ocuparon el ruedo para representar la antigua pantomima, el ritual por el que convocan a los súbditos del príncipe al Shoka Dhazga, a arrodillarse ante su soberano y solicitar humildemente las gracias que el ojo vigilante de las dos lunas, en esta conjunción que solo se produce una vez cada lustro, le obliga a otorgarles. Y entre el sonido de los cuernos de carnero y los crótalos, salieron de la selva, uno tras otro, para comunicar su petición a los heraldos enmascarados, en tenues susurros que nadie más tiene permitido oír. Solo si el heraldo asiente con la cabeza, confirmando que la petición es legítima, se permite al peticionario arrodillarse ante el soberano. Alrededor del escenario de tierra batida, las puntas de hierro de las lanzas brillaban a la luz de las llamas, en manos de los soldados que Ghora Fakha, Primer Portador de la Lanza, primo del príncipe y enemigo jurado de Khera Khesh, había apostado para mantener el orden.

Los peticionarios pasaban uno tras otro, con hipnótica regularidad, a medida que las lunas se desplazaban en el cielo. Uno quería cinco medidas de semillas de sorgo para sus campos, pues los cuervos se habían comido las suyas. Otro una dote para su hija núbil. Un tercero permiso para vender sus sedas en el gran mercado que se reúne cada luna frente al palacio. Uno tras otro, con sus estúpidos caprichos y sus peticiones anodinas. Khera Khesh se juró que, cuando controlara al príncipe, pondría fin a esta estúpida costumbre, o la restringiría a la nobleza. O mejor, se dijo, se la prohibiría a la nobleza. No hay peligro político en cinco medidas de sorgo, pero sí en la mano de una princesa.

Mientras se regodeaba pensando en el poder que iba a adquirir esa misma noche, algo llamó su atención. Junto al heraldo enmascarado, que escuchaba atentamente,  había una figura muy distinta de los campesinos barrigones y calvos que habían pasado ante el príncipe durante la última hora. Una figura alta, fornida, ataviada con la piel de pantera de los dignatarios, aunque era una piel sucia, desgarrada y ensangrentada. Llevaba una cimitarra a la cintura, y, sujeta a la cadera, lo que parecía el asta rota de una lanza, cuyo penacho heráldico, que colgaba del extremo inferior, era imposible distinguir correctamente a la luz de las antorchas. El heraldo miró hacia el príncipe mientras el hombre hablaba, luego de nuevo al peticionario y finalmente a Khera Khesh. Éste se tensó al percibir la mirada, y, pudo notarlo, también el resto de los dignatarios que rodeaban al príncipe. Se habían dado cuenta. Ghora Fakha emitió un resoplido semejante a una carcajada despectiva. Todos sabían que la próxima petición tendría algo que ver con él.

El suplicante se acercó al centro del ruedo, acompañado por los dos heraldos, que luego se retiraron con una reverencia. Clavó los ojos en Khesh, luego en el príncipe, y finalmente, largamente, en Largh Mokha, la princesa. Ésta emitió un gemido corto, ahogado por el abanico de plumas con el que se cubrió el rostro. El suplicante se arrodilló ceremoniosamente, hasta tocar la frente con el suelo como marca la tradición. Solo entonces habló, y su voz resonó en la selva como el rugido de un león.

–          Soy Muzhaga Razha, que fue Portador de la Lanza de la Tribu. Aunque mi pueblo ha sido maldito y proscrito, el heraldo me ha dado permiso para presentar mi petición, y el príncipe está obligado a oírme.

Una conmoción recorrió la plataforma de los dignatarios al oír el apellido. Muzhaga, la tribu maldita, la tribu que el propio Khera Khesh había condenado falsamente por practicar la magia negra. La tribu del amante de Largh Mokha, cuyo nombre, que había huido de la mente del brujo hasta ese mismo instante, resonaba ahora alto y claro en el ruedo. Muzhaga Razha.

–          Te escucho- respondió Largh Dheka, imperturbable pese a encontrarse ante un supuesto traidor y adorador de demonios.

–          Mi pueblo fue acusado de brujería por Khera Khesh y pasado a cuchillo. Los gritos de los niños me despiertan aún cada noche, oh, príncipe. Solo yo escapé por el río. Khera Khesh nos acusó en falso, como tú bien sabes, pues nos conocemos desde hace mucho. Por qué se lo has permitido no es asunto de mi incumbencia, pues el príncipe es sagrado e inviolable, y su palabra es la ley. Pero la ley también me da derecho a hacerte esta petición.

Así que el príncipe sabía que era todo mentira. De nuevo, Khesh sonrió, porque eso solo podía significar que su influencia sobre el monarca era mayor de lo que él mismo creía. Ni siquiera habría sido necesaria la elaborada mentira de la brujería.

–          Di cuál es, Muzhaga Razha, y si verdaderamente es legítima, como afirma el heraldo, te será concedida.

–          Mi petición no es más que esta: que me permitas invocar el derecho de todo hombre libre a retar a otro a duelo. Que me permitas retar a Khera Khesh y, si los dioses están conmigo, vengar a mi pueblo con su sangre.

Un escalofrío recorrió la espalda del brujo, que se estremeció violentamente en su puesto junto al príncipe. Descubrió que le sudaban las palmas de las manos y las sienes, un sudor frío y desagradable, y que le temblaban las rodillas. ¿Un duelo, él? ¿Él, que no había luchado con nadie que no estuviese firmemente atado o mortalmente herido en más de treinta años? La voz le salió como un chillido agudo, débil:

–          ¿Un duelo? Mi señor, yo…

Ghora Fakha estalló en carcajadas, cruzado de brazos junto a su primo y la princesa, que ahora lloraba en silencio en su abanico. Los brazaletes de oro que ceñían sus gruesos bíceps relucían, y el collar de cuentas de hueso de guerreros que había muerto en combate traqueteaba sobre su ancho pecho desnudo. Clavó una mirada penetrante y burlona en el brujo, sonriendo de oreja a oreja.

–          ¿Tienes miedo, brujo? ¿No te atreves a enfrentarte a un hombre como lo hacen los hombres?

–          Mi señor- chilló Khesh, ignorándolo, dirigiéndose a la figura hierática del príncipe-, no soy un guerrero. Si le permites hacerlo, me estarás condenando a muerte. ¿No te he servido bien? ¿No he sido tu mejor esclavo?

–          La petición es legítima- respondió el príncipe, sin atisbo de emoción.

–          Mi señor, no lo permitas- desesperado, Khera Khesh apoyó la mano en el hombro sagrado de su soberano-. Sería un asesinato. Mi señor…

El príncipe clavó la mirada, una mirada oscura y dura como el acero, en la mano transgresora del brujo. No dijo nada. No le miró al rostro. Simplemente clavó los ojos en la mano nudosa y llena de venas de Khera Khesh, que la retiró bruscamente, como si le hubieran aplicado un hierro al rojo.

–          Mi señor, no tengo espada.

–          Puedes usar la mía, brujo- Fakha estaba disfrutando con la escena, como un niño en una fiesta de marionetas; le tendió su cimitarra a Khesh con el puño por delante, y éste retrocedió acobardado, sin atreverse a tocarla.

–          ¿Me concederás mi petición, oh, príncipe?

–          Sea.

Eso fue todo. Largh Dheka no dijo nada más, ni movió un músculo del rostro tras condenar a muerte a su más fiel vasallo, al hombre que lo había criado y educado, que había guiado sus pasos durante veinte años, que había sido su mentor y su mejor aliado. Khesh balbuceó, trató de apelar a él, pero fue imposible. Los soldados de Fakha lo agarraron por los hombros y lo empujaron al ruedo, poniéndole la cimitarra en la mano a la fuerza, obligándolo a cerrar los dedos sobre el puño forrado de piel de cocodrilo. Ante él, Muzhaga Razha se alzaba como una estatua de hierro, con la piel de pantera en torno a las caderas y los ojos encendidos de un loco, el sudor brillando bajo las llamas en sus brazos y espalda. Khesh temblaba como una hoja en pleno monzón.

–          Khera Khesh, te reto a duelo, como es el derecho de los hombres libres, para que respondas por tus crímenes. Si tus negros dioses tienen un mínimo de piedad, que acojan ellos tu alma, porque los antepasados no mancharán sus salones con tu espíritu.

Escupió en el suelo, levantó una nube de polvo con el pie como dictaba la tradición, y avanzó tres pasos, alzando la cimitarra. Todo ello eran frases y gestos rituales, mera pantomima como la representación de los heraldos, que ahora recorrían el borde del ruedo para servir de árbitros. El duelo aún no había comenzado realmente, y no lo haría hasta que Khera Khesh respondiera de algún modo. Pero la lengua se había convertido en un peso muerto en su boca, y su mente, de ordinario tan ágil, se había quedado en blanco. Iba a morir. Iba a morir y su príncipe, al que creía tener dominado, a quien creía su esclavo, lo había entregado a la muerte sin apenas pensarlo, sin mostrar la más mínima emoción. ¿Qué se escondía tras aquellos ojos negros? ¿Era de verdad un mero pelele, una marioneta en sus manos, o había más sabiduría de la que pensaba tras el rostro hierático del príncipe?

Razha se acercaba, espada en mano, esperando su respuesta, rodeándolo como un león dispuesto a abatir a la gacela. Esperaba y esperaba, pero Khesh no respondía. No podía responder. Entonces un movimiento le llamó la atención por el rabillo del ojo: el heraldo le había dado permiso para comenzar, alzando su bastón coronado de plumas y cuernos. La falta de respuesta de Khesh no era una tabla de salvación: su tiempo se había agotado, y el duelo comenzaba de todos modos.

Retrocedió, aterrado, pero los soldados lo empujaron de nuevo al ruedo en cuanto su espalda rozó los escudos de piel de búfalo. Trató de huir, pero Razha era veinte años más joven, mucho más fuerte y ágil, y un verdadero guerrero. Los mandobles del Portador de la Lanza pasaban rozando la cabeza calva del brujo, que los esquivaba apenas por pura suerte, si es que Razha no estaba jugando con él, si es que no se divertía a su costa antes de matarlo como el gato con el ratón. El brujo fintaba y retrocedía, trataba de escapar por cualquier medio, pero era inútil. Recorrían el escenario de un lado a otro, y aunque Khesh jadeaba y sudaba, Muzhaga Razha parecía tan fresco como si acabara de levantarse.

Solo entonces se dio cuenta Khera Khesh de lo que ocurría. Solo entonces percibió la estrategia del guerrero, porque había una. Lo que él creía que era el patrón errático de su propia huida no era más que un camino cuidadosamente diseñado, un sendero por el que Razha lo había ido guiando con acero, a golpes de cimitarra y fintas que, asustándolo, lo hacían girar cuando él lo deseaba, dar un paso atrás aquí o moverse a la izquierda allí. Ahora se encontraban a los pies mismos del estrado, directamente debajo de Largh Dheka. Cuando miró a los ojos a Razha, Khesh percibió la verdad. No llegó a alzar la espada. La cimitarra de Razha le hendió la cabeza como un melón maduro, pero no se detuvo ahí. Para cuando las lanzas de los soldados atravesaron el cuerpo de Muzhaga Razha tres docenas de veces, su cimitarra ya estaba profundamente hundida en el corazón de Largh Dheka, príncipe de Ghaneru, que había permitido la masacre de su pueblo.

La Cena

El trozo de carne estaba hablando. Él asentía, con expresión seria y concentrada, clavándole los ojos en las pupilas como si quisiera mirar dentro de su alma, como si todo el universo se hubiera detenido y solo importase lo que ella estaba diciendo. Pero la verdad es que el vampiro sería incapaz de repetir la última frase de la chica, o decir sobre qué tema estaba parloteando esta vez. Después de ciento cincuenta años, la conversación de los mortales se le hacía estéril y vacía, repetitiva, como un gramófono en el que suena, una y otra vez, la misma melodía. ¿Qué le importaban a él los padres del trozo de carne, o lo envidiosas que eran las otras niñas?

Porque era una niña. ¿Qué edad tendría? ¿Dieciséis, veinte? Le costaba distinguirlo. En sus tiempos, ya eran mujeres con dieciséis; hoy las de veinticinco seguían siendo niñas, pero se vestían como adultas (adultas desvergonzadas) desde los doce. Un mundo de locos. El vampiro se sentía viejo, cansado, y por encima de todo aburrido. Y el trozo de carne seguía parloteando, a pesar de que él apenas respondía con monosílabos, o con frases hechas que apenas tenía que pensar. Su boca las entonaba por sí sola, acostumbrada a lidiar con las presas, de manera casi refleja. Tenía un buen repertorio que le permitía fingir que participaba en la conversación sin molestarse en prestar atención, y sin intervenir demasiado. La chica probablemente pensaba que él era misterioso, oscuro y taciturno, que guardaba unos pensamientos profundos y meditabundos tras sus ojos que apenas parpadeaban y su rostro pálido y austero. En realidad, tenía hambre.

Aún era solo hambre, no Hambre. Aún podía asentir de vez en cuando y fingir que le interesaba la conversación mientras examinaba, desde la atalaya que le proporcionaba el ventanal del restaurante, las obras del palacete del siglo XVIII que había justo enfrente. Había escogido el lugar de la cita expresamente por las vistas. Quería asegurarse de que no hicieran algún destrozo en la fachada, bajo la que él mismo había paseado, charlado y hablado de amor ciento cincuenta años antes. Por ahora, bajo el brillo anaranjado de las farolas y el cielo nocturno, parecía que estaban respetando la decoración original, pero el vampiro no se fiaba de los mortales. Ya había visto desaparecer (o mejor dicho, se había encontrado, al despertar, reducidos a un montón de escombros) demasiados recuerdos de su vida humana, como para permanecer impasible mientras aquél también era destrozado.

La presa le estaba tocando el brazo. Se obligó a sonreír levemente, preguntándose cómo es que ella nunca retrocedía al notar la frialdad de su piel. No la frialdad romántica, de noche de invierno en París, que describían los autores de novelas de vampiros, sino la verdadera gelidez de cadáver que emanaba, un tacto como de pescado congelado, ligeramente pastoso y húmedo. Nunca les asqueaba, y él, tras ciento cincuenta años, aún no sabía por qué. Quizás ejercía un efecto hipnótico sobre ellas. Quizás ellas mismas se sugestionaban, y sus mentes les escondían aquello que no podían reconciliar con los ojos: que el joven moreno, atractivo aunque algo soso, que tenían delante tenía el tacto de un muerto, y que su expresión no era de concentrada intensidad, sino de absoluto desinterés, y que sus comentarios no eran certeros flechazos en sus almas, sino simples frases hechas.

Ella le había preguntado algo. Sus labios respondieron sin ayuda, pero hubo un momento de vacilación. Su nombre, su nombre. Aquella frase hecha en concreto requería el nombre del trozo de carne, y él era incapaz de recordarlo. Tampoco era una novedad: nunca se acordaba de los nombres. ¿Para qué? En él mejor de los casos, ella viviría aún unas décadas, mientras que él tenía toda la eternidad por delante. En realidad, era probable que la presa no llegara a los treinta: tarde o temprano él se terminaría de aburrir, o el aburrimiento dejaría paso a la exasperación, y todo habría terminado. Ninguna de ellas, en ciento cincuenta años, había sido lo bastante interesante como para que él recordara su nombre estando vivas, mucho menos después de muertas. Pasado un tiempo todas se confundían en un borrón, una “presa” impersonal e intemporal que iba siendo interpretada sucesivamente por distintas actrices. Y en realidad, ¿qué más daba? ¿Acaso recordaba la cosecha de cada botella de vino que había tomado estando vivo, o preguntaba por el nombre de cada ternera cuyos filetes le habían puesto delante? Aunque, al menos, a las terneras no hacía falta sacarlas a cenar, o hacer que se sintieran importantes.

Solucionó lo del nombre con un quiebro rápido, casi inconsciente. Cariño, quizá, o amor mío. Alguna tontería por el estilo. Tampoco se daban cuenta nunca de que jamás pronunciaba un nombre propio, o de que en las cenas pedía ensaladas que apenas tocaba. Su mente volvió, ociosa, a la fachada del palacete. Un nombre que valía la pena descubrir, y recordar, era el del responsable de la restauración. Por su bien y el de sus hijos y familia, más valía que hiciese un buen trabajo. Los arcos de la entrada, cuando el vampiro era joven, estaban delicadamente tallados con escenas de la vida cotidiana en la ciudad, pero las tallas se habían ido erosionando con los siglos hasta casi desaparecer. Si eran sustituidas por alguna aberración moderna, alguien lo pagaría muy caro. Y las ventanas. Las ventanas de guillotina tradicionales, con sus paneles rectangulares del tamaño de un puño. En otros edificios las habían sustituido por cristales que ocupaban todo el marco de la ventana, con feas pegatinas amarillas del servicio de seguridad. Decidió que si lo hacían aquí también, las rompería todas arrojando a su través a los hijos del restaurador. Suponiendo que tuviese. Si no, ya pensaría en algo.

La presa ahora quería salir a pasear. Él asintió con la cabeza sin hacerle mucho caso y se levantó para pagar la cuenta mientras ella iba al cuarto de baño a retocarse. Por un segundo contempló la posibilidad de entrar detrás de ella, empujarla a uno de los cubículos y dejarla seca para terminar de una vez, pero ya los habían visto juntos. No valía la pena buscarse problemas sin motivo alguno, de modo que esperó casi quince minutos, apoyado en la jamba del restaurante, contemplando el palacete, hasta que ella lo distrajo introduciendo una mano bajo su brazo desde atrás, por sorpresa. Qué irritante. Se resignó a caminar a lo largo de la avenida con el trozo de carne colgado del brazo, abandonando la contemplación de su querido palacete para sumirse en aquella pesadilla moderna de asfalto y edificios de hormigón, acero y cristal, y coches ruidosos y farolas anaranjadas. Echaba de menos las estrellas. Ya nunca se veían en la ciudad.

¿Por qué hacía esto? ¿Por qué no limitarse a acechar en los callejones y arrastrar hacia las sombras a alguna víctima desprevenida, para luego tirar el cuerpo en un vertedero? ¿Por qué soportar la charla interminable, las carantoñas repulsivas y los paseos que le distraían de sus verdaderos intereses? La vida sería mucho más sencilla, mucho más placentera. Un simple tirón, un mordisco, y luego todos sus problemas se reducirían a disponer del cadáver. Tendría toda la noche, todas las noches, para él solo. Ni siquiera tendría que hablar con nadie si no quería, ni tratar de recordar nombres, ni pagar cenas con el dinero que robaba a los cadáveres de sus presas.

Pero ese era el camino de la locura, y él lo sabía muy bien. Había visto a otros hacerlo. Primero te niegas a descender al nivel de las presas, te niegas a fingir que te interesa su conversación banal y estúpida, y te limitas a engañar a algún pobre diablo, lo atraes a tu guarida y lo devoras. Luego te resulta tedioso molestarte en hablar con ellos, siquiera para engañarlos, así que empiezas a secuestrarlos. Una noche te das cuenta de que hace semanas que no hablas con nadie. Cuando te apetece, sales a la calle, matas a una persona y te bebes su sangre en el mismo sitio. Sacias el hambre y continúas con tus asuntos, sí. Pero el hambre, sin autocontrol, crece. Si puedes tener alimento cada vez que te apetezca, ¿por qué vas a esperar? Así que la presa de cada dos semanas se convierte en la semanal. Luego cada tres días.

Al final, la caza te ocupa cada vez más tiempo, y los humanos empiezan a notarlo. Dado que el Hambre ruge en tu interior a todas horas, no tienes tiempo para nada más. No hay lectura de los clásicos, ni arte, ni reflexiones filosóficas, ni música. Solo merodeas por las calles como un vagabundo, como un drogadicto buscando la próxima dosis, con los ojos enloquecidos, acechando como un lobo hambriento. Cualquier persona solitaria es tu presa, cualquier callejón oscuro tu terreno de caza. Matas, bebes, pero no te sacias. Vuelves a salir. No hay tiempo para nada más.

No hablas con nadie. No haces nada excepto cazar y matar. ¿En qué te diferencia eso de un animal? ¿Te crees mejor que los humanos, pero no eres capaz siquiera de pensar en otra cosa que no sea ceder a tus instintos más primarios? Te han elegido, te han dado un don, y tú lo has tirado por la borda porque los humanos te aburren y te agobian. Podías haber sido un ángel, un dios, y te has convertido en un monstruo, en un perro rabioso. Al final, las más de las veces, no son los humanos los que te matan, sino los tuyos. Un cazador cazado, una estaca por la espalda y una cabeza cortada, y los periódicos pueden dejar de hablar del asesino en serie, del desangrador. Así es mejor para todos. Mejor para los demás, porque no los pones en peligro. Y mejor para ti mismo, porque te liberan de la miseria de una existencia vacía que tú mismo te has buscado.

No. El único modo de mantener la mente despierta, de conservar la propia identidad, es este. Esta indignidad, porque no tiene otro nombre: soportar que una niña a la que septuplicas la edad te agarre del brazo y te llame amor, fingir que te interesan sus cotilleos de instituto, seducirla fingiendo que la desidia, la apatía y el aburrimiento son misterio, profundidad y elegancia. Y finalmente, tarde o temprano, cuando el tedio llegue a su máximo, la gota colmará el vaso y serán los colmillos, la sangre, y habrá que buscar otra, otra mascota, otra actriz que represente el papel durante algunas noches, para al menos tener algo que hacer aparte de quedarte en casa, leyendo o escuchando música. Pero eso puede ocurrir esta misma noche, o dentro de diez años, ¿quién sabe? Y el trozo de carne sigue hablando.

–          No entiendo por qué tienen que restaurar todos esos edificios viejos. Si se están cayendo, que los tiren. Que construyan algo nuevo, algo útil, no un caserón cerrado.

Esta noche. Será esta noche.